– ¿Acaso atribuyes tu crueldad a la juventud? -exigió.
Cian respondió en un tono casi condescendiente:
– ¿Ves? A eso me refiero. Y yo que pensaba que lo habías olvidado todo.
– Y así era, pero al parecer tú tienes interés en resucitarlo -respondió ella-. Si es así, no esperes que acepte ninguna excusa con la que pretendas justificar lo que hiciste. No la acepté entonces y no la aceptaré ahora.
Cian levantó una ceja.
– ¿Una excusa? Pero ¿qué tengo yo que justificar?
Fidelma sintió que la furia volvía a invadirla, acompañada de un arrebatador deseo de golpear con todas sus fuerzas aquel rostro sonriente. Contuvo el impulso, ya que no habría ganado nada dejándose llevar.
– De modo que piensas que no tienes por qué justificar tu comportamiento.
– Uno no tiene por qué justificar las locuras de juventud.
– ¿Una locura de juventud? -Fidelma tenía un brillo temible en la mirada-. ¿Así veías nuestra relación?
– La relación no. Sólo la manera en que terminó. ¿Qué fue si no? Vamos, Fidelma; ahora somos adultos y más sensatos. Deja el pasado atrás. No nos enfrentemos. No hay por qué. ¿Para qué vamos a estar enemistados en este viaje?
– No existe enemistad entre nosotros. No hay nada entre nosotros -respondió Fidelma con frialdad.
– Vamos -la invitó Cian, casi engatusándola-. Podemos ser amigos otra vez, como lo éramos al principio en Tara.
– ¡Jamás será como fue en Tara! -exclamó con un escalofrío-. No tengo interés alguno en hablar contigo, y no parece que hayas cambiado con los años.
Dio media vuelta y se dirigió a toda prisa hacia su camarote antes de dejarle responder.
Cian era arrogante e insufrible. Y era poco decir para la ira que ella había sentido, para la humillación, la vergüenza que había sufrido durante aquellos días que había pasado sola, esperándolo en la habitación que había alquilado en la pequeña posada de Tara tras ser expulsada de la escuela del brehon Morann. Se había marchado de la residencia de la escuela después de la conversación con el brehon Morann. Sólo Grian conocía el verdadero motivo, pues Fidelma no quiso que su familia supiera nada de lo sucedido. Se convirtió en una reclusa dentro de aquel minúsculo cuarto y, aparte de su amiga, se apartó de familia y amistades.
Cian iba a verla cuando le placía. En ocasiones no lo veía en una semana o más. Otras veces aparecía para quedarse un día o dos con ella. Una tarde en que estaban juntos en la cama, Fidelma mencionó la cuestión del matrimonio. Había renunciado a sus estudios por Cian y sabía que la situación a la que se había visto abocada no podía prolongarse.
Tumbados en la cama, se volvió hacia Cian y le preguntó:
– ¿Me querrás siempre?
Cian bajó la cabeza, desplegando aquella sonrisa cínica de siempre.
– Eso es mucho tiempo. Disfrutemos del momento.
Sin embargo, Fidelma hablaba en serio.
– ¿Crees de veras que sólo debemos pensar en el presente? Ése no es modo de proyectar una vida completa y satisfactoria.
– Pero sólo existimos en el presente.
Era la primera vez que oía a Cian expresar un pensamiento con visos de una filosofía de vida. Ella lo negó rotundamente.
– Puede que existamos sólo en el presente, pero tenemos una responsabilidad que afecta al futuro. Yo he completado tres años de estudio y este año estaba apunto de obtener el título de Sruth do Aill, que me habría permitido ejercer de profesora, seguramente de profesora secundaria, en la escuela universitaria de mi primo en Durrow. Quizá podría buscar otra escuela en la que acabar el curso. Y luego podríamos casarnos.
Cian volvió el cuerpo entero a un lado apartándose de ella y extendió el brazo para coger una copa de vino. Tomó un sorbo y suspiró:
– Fidelma, siempre estás soñando. Siempre tienes la cabeza puesta en los libros. ¿Y para qué? Eres demasiado intelectual. -Lo dijo como si fuera algo menospreciable-. Olvídate de los libros. No los necesitas…
– ¿Que los olvide? -repitió, atónita y sin palabras.
– Los libros no son para la gente como tú y como yo. Destruyen la felicidad, destruyen la vida.
– No me creo que hables en serio -protestó Fidelma.
Cian se encogió de hombros con indiferencia.
– Es lo que pienso. Crean falsas ilusiones a la gente, les hacen imaginar un futuro imposible, o un pasado que nunca tuvieron. De todos modos, dentro de poco estaré de regreso a Tir Eoghain con mi compañía de guerreros al servicio de Cellach, el rey supremo. No tendré tiempo de pensar en cosas como el matrimonio, y mucho menos en la posibilidad de establecerme. Creía que ya lo sabías desde el primer momento. No soy de la clase de personas a las que se puede poseer o que se comprometan.
Fidelma se incorporó de golpe en la cama, sintiendo un frío interior.
– Yo no quiero poseerte, Cian. Mi intención era labrar un futuro contigo. Creía… creía que compartíamos algo.
Cian se rió, asombrado.
– Pero claro que compartimos algo. Disfrutemos de lo que compartimos. En cuanto a lo demás… ¿no conoces el pareado?: «Casarás y amansarás».
– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -se exclamó Fidelma, horrorizada.
– ¿Te parece cruel ser realista? -preguntó él.
– Te juro, Cian, que no sé qué lugar ocupo en tu vida.
Él le sonrió burlonamente.
– ¿De veras? Pues no puede estar más claro.
Fidelma no daba crédito a su crueldad. No creía en las palabras que acababa de decirle. No quería creerle. Se dijo que Cian debía de estar fingiendo por falta de madurez. Él la quería de verdad. Estarían juntos. Ella lo sabía. Entonces Fidelma aún poseía una vanidad juvenil que le impedía reconocer que sus sentimientos no se basaban en un razonamiento consistente. Así que siguieron viéndose según y cuando a Cian le parecía que debían hacerlo.
Fidelma estaba apoyada sobre la baranda de proa, contemplando la infinita expansión de océano que tenían ante sí. Había llegado hasta allí sin darse cuenta, inmersa en los recuerdos.
Dio un respingo cuando sintió que una mano le tocaba el hombro.
– ¿Muirgel? -preguntó una voz grave y masculina.
Fidelma se volvió con curiosidad.
Se trataba de un joven religioso de unos veinticinco años, según supuso Fidelma nada más verlo. El viento agitaba su pelo ralo, de color castaño. Tenía un rostro infantil y colorado, con pecas y oscuros ojos marrones, que abrió con un gesto de consternación al ver a Fidelma.
– Pensaba que… disculpad -murmuró, incómodo por la confusión-. Buscaba a sor Muirgel. Estabais de espaldas y he pensado… bueno…
Fidelma decidió aliviar el bochorno de aquel joven monje.
– No tiene importancia, hermano. La última vez que vi a sor Muirgel fue abajo. Supongo que está mareada e indispuesta. Me llamo Fidelma. No nos hemos visto antes, ¿verdad?
El joven inclinó la cabeza con una reverencia extraña y formal.
– Yo soy el hermano Bairne de Moville. Disculpad por haber interrumpido vuestros pensamientos, hermana.
– Quizás era necesario que alguien los interrumpiera -murmuró Fidelma.
– ¿Cómo? -preguntó el hermano Bairne, desprevenido.
– No tiene importancia. Estaba pensando en insignificancias. ¿Os encontráis mejor ya?
El joven frunció el ceño.
– ¿Mejor? -repitió.