– Tenía entendido que no os habíais unido a nosotros en la comida porque también estabais mareado.
– Oh… oh, sí. Tenía el estómago un poco revuelto, pero ahora estoy mejor, aunque no creo que esté recuperado todavía para comer -dijo con una mueca compungida.
– Bueno, no sois el único.
– ¿Sigue en el camarote sor Muirgel?
– Supongo que sí.
– Gracias, hermana.
Y el hermano Bairne se marchó con un correteo hacia popa, tras acabar la conversación con una brusquedad rayana en lo grosero.
Fidelma miró alejarse al monje y se desentendió de él. Esperaba que la primera impresión que le habían causado los peregrinos fuera equivocada. Por el momento tenía más en común con Murchad y la tripulación que con sus compañeros de viaje. De haber podido conocer el futuro y saber que Cian iba a viajar a bordo, jamás habría puesto un pie en el Barnacla Cariblanca.
Fidelma reprimió un escalofrío; el viento empezaba a ser frío. Había aumentado hasta ser una fuerte brisa que azotaba las velas como un látigo. Tuvo que apartarse unos mechones de los ojos.
– Empieza a hacer viento, ¿eh?
Se volvió al oír aquella voz juvenil. Era Wenbrit, que pasaba con un cubo de piel en la mano, saludándola con una sonrisa.
– Se está levantando bastante, sí -respondió ella.
El grumete se acercó a ella.
– Creo que se nos viene encima una buena malina -le confió-. Así sabremos quiénes son los verdaderos marineros entre los peregrinos.
– ¿Cómo sabes que el tiempo va a empeorar? -preguntó Fidelma, suponiendo que Wenbrit se refería a que se estaba fraguando una tempestad.
Wenbrit se limitó a señalar con la cabeza la vela mayor y, al mirar hacia donde le indicaba, Fidelma vio cómo el viento hinchaba y hacía crujir la vela. Luego el chico le tocó el brazo y señaló hacia el noroeste. Fidelma se volvió en aquella dirección y vio a qué se refería. Por encima de un mar cada vez más oscuro se aproximaba con rapidez una masa de nubes negruzcas. Al observarlas, le pareció que se amontonaban unas sobre otras con afán de precipitarse cuanto antes sobre la nave.
– ¿Una tormenta? ¿Es peligrosa?
Wenbrit apretó los labios con un gesto de indiferencia.
– Todas las tormentas son peligrosas -dijo, encogiéndose de hombros, como si diera poca importancia al cielo ennegrecido.
– ¿Y qué se puede hacer?
Fidelma estaba perpleja ante el espectáculo amenazador que se avecinaba. El muchacho la miró un instante y pareció ablandarse, porque dijo a continuación para tranquilizarla:
– Murchad tratará de ir por delante, ya que sopla en la dirección a la que nos dirigimos. Con todo, para vuestra comodidad, lo mejor será que bajéis a vuestro camarote, señora, y que yo baje a avisar a los demás de que así lo hagan también. Creo que dentro de una hora el viento ya será un vendaval. Aseguraos de guardar cuanto esté suelto y pueda moverse por el camarote y lastimaros.
A su pesar y a pesar de haber viajado varias veces por mar, al descender al camarote Fidelma sintió que se le aceleraba el corazón, así como la respiración.
Y sucedió tal cual Wenbrit había predicho. El viento fue ganando fuerza y la superficie del mar se cubrió de espuma. El barco empezó a mecerse y a subir y bajar como si fuera un objeto atrapado en las fauces de un can gigantesco que lo zarandeaba. Siguiendo las instrucciones de Wenbrit, Fidelma procuró asegurar todo cuanto estuviera suelto en su camarote. Luego se sentó a esperar la tempestad inminente. A pesar de la advertencia de Wenbrit, no estaba preparada para hacer frente a la violencia que azotó al barco. En un momento dado, se levantó y atravesó el camarote para mirar con inquietud la cubierta por la ventana. Pero casi había oscurecido; los nubarrones habían eclipsado la luz del sol.
Sobre el ulular del viento oyó que llamaban a la puerta; ésta se abrió. Fidelma se volvió sin soltarse del marco de la ventana y vio a Wenbrit balanceándose en el umbral. Éste miró a su alrededor, vio que todo estaba guardado y, con una sonrisa de aprobación, le explicó:
– Quería asegurarme de que estáis bien. -Parecía muy tranquilo ante aquella fuerza de la naturaleza-. ¿Todo bien?
– Dentro de lo que cabe, sí -respondió Fidelma, que se volvió y, sin darse cuenta, se precipitó al camastro a causa de la inclinación del barco.
– La tormenta ya ha llegado -anunció Wenbrit pese a no ser necesario-. Es más fuerte de lo que esperaba el capitán, y está intentando virar para dejar la proa al filo del viento, pero ahora hay mar gruesa. Nos expondremos a un buen temporal, así que le ruego permanezca aquí. Es peligroso moverse por el barco si no se está acostumbrado a las tormentas en el mar. Luego le traeré algo para llevarse a la boca. No creo que nadie vaya a querer sentarse a comer.
– Gracias, Wenbrit. Eres muy considerado. Algo me dice que prescindiremos de comer mientras dure el temporal.
El muchacho vaciló un momento en el umbral.
– Si necesitáis algo, dad una voz.
Fidelma entendió que Wenbrit se refería con aquella extraña frase a que lo avisara. Asintió con la cabeza.
– De acuerdo. Si necesito algo os vendré a buscar.
– No -corrigió el niño con vehemencia-. Permaneced en el camarote durante la tormenta. Avisad a alguno de los marineros y no os aventuréis a salir a cubierta. Si hasta nosotros, los marineros, llevamos cuerdas de salvamento durante embates como éste.
– Lo tendré en cuenta -le aseguró.
El chico hizo aquel curioso saludo marinero llevándose los nudillos a la frente y desapareció.
El frío y la oscuridad lo impregnaron todo pese a ser pasado el mediodía. Fidelma no tenía nada mejor que hacer aparte de esperar sentada en la litera con una manta sobre los hombros. Estaba incluso demasiado oscuro para intentar leer. Habría deseado tener a alguien con quien hablar. Vio que el gato del barco estaba ovillado sobre la cama y se consoló con aquel cuerpecillo cálido, negro y peludo. Extendió una mano y le acarició la cabeza. El felino la levantó, parpadeó con ojos soñolientos y la miró para luego emitir un ronco y suave ronroneo.
– Tú estás acostumbrado a este tiempo feo, ¿eh, señor de los ratones?
El gato agachó la cabeza, dio un largo bostezo y volvió a adormecerse.
– No eres muy parlanchín que digamos -le reprochó Fidelma.
Y se echó en la cama junto al gato, tratando de aislarse del agonizante aullido del viento a través de las jarcias y las velas y del oleaje. Distraídamente, rascó al gato tras una oreja y éste acentuó el ronroneo. De la nada, un viejo proverbio le vino al pensamiento: «Los gatos, como los hombres, gustan de adular».
Volvía a estar pensando en Cian.
Cuando Fidelma se despertó, el viento aún gemía y el barco aún brandaba. El gato seguía estando caliente y cómodo a su lado. Si hubiera hecho caso a su amiga Grian, si hubiera escuchado las advertencias sobre lo superficial que Cian era por naturaleza… Se habría ahorrado muchos años de amargura y resentimiento. Entonces, sin saber cómo, se le ocurrió que aquellos sentimientos no iban dirigidos, como siempre había creído, a Cian, sino a ella misma. Fidelma había estado furiosa consigo misma, se culpaba a sí misma por su propia estupidez, por su necia vanidad.
El viento ganaba fuerza, gemía y se lanzaba contra las velas. Lejos, en alguna parte, una débil voz gritaba. Fidelma notaba que el barco ascendía remontando cada ola y descendía a continuación, al deslizarse sobre las aguas tumultuosas del mar. Saltó de la litera dejando a Luchtighern acurrucado como un ovillo, profundamente dormido, ajeno a la tempestad. Sirviéndose de lo que hubiera a mano para asirse, Fidelma consiguió llegar a la ventana. Apartó la cortina de lino, que estaba empapada, y miró a la cubierta. Un golpe de agua fina le roció la cara. Parpadeó y levantó una mano para limpiarse los ojos, perdiendo un poco el equilibrio al bajar la cubierta sobre la que estaba. Fuera reinaba la oscuridad. La tarde había dado paso a la noche. Miró al cielo, pero no vio ni atisbo de luna o estrellas. Supuso que las nubes bajas y cargadas las tapaban.