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El viento ahora bramaba a su paso entre los obenques; al otro lado de la baranda de madera, se veían las crestas de las olas, blancas, azotadas por ventadas furiosas que las desmenuzaban en espumaje. Advirtió que la proa, donde estaba su camarote, debía de ascender sobre las olas a gran altura, pues cascadas de agua estallaban sobre la cubierta superior.

Sombras oscuras jalaban los cabos alrededor del palo mayor. Maravillada, Fidelma observaba a las siluetas masculinas haciendo frente a los vientos incontrolables, el cabeceo del navío y los torrentes de agua. De pronto, un golpe de mar inclinó la nave hasta casi volcarla. La brusca sacudida lanzó a Fidelma contra una de las paredes del camarote, pero consiguió agarrarse al borde de la ventana y recuperó el equilibrio. Otra corriente de agua se estrelló contra las cubiertas; Fidelma pensó que los marineros habrían caído por la borda, pero al dispersarse el agua vio que resurgían de entre el diluvio, bien agarrados a los cabos.

Un segundo bandazo la obligó a asirse a la reja para no perder el equilibrio. Tuvo un momento de desesperación insoportable. Quería salir a cubierta, ayudar a los hombres, hacer algo… Se sentía inepta ante una fuerza de la naturaleza de la que nada sabía. Con todo, era consciente de que no podía hacer nada. Los marineros estaban preparados y sabían bregar con los caprichos del mar. Ella no. Sólo podía volver al camastro y confiar en que el barco soportara la tormenta.

Tras correr la cortinilla de lino para volver a la cama, oyó con toda claridad el grito de: «¡Tripulación a cubierta! ¡Tripulación a cubierta!».

Fue una llamada aterradora. El pánico se apoderó de ella y corrió a abrir la puerta del camarote. Una voz que no reconoció le gritó sobre el estruendo de la tempestad:

– Atrás, señora. Estaréis más segura en el camarote.

A su pesar, Fidelma cerró la puerta y volvió al camastro donde, más que sentarse, se dejó caer. La tormenta persistía. No sabía cuánto tiempo estaría en aquella postura, medio recostada. Curiosamente, la furia de la tempestad se volvió soporífera. Sin nada que hacer salvo pensar, las sacudidas constantes, los golpes de mar, el ulular del viento formaron al rato un único sonido por el que Fidelma se dejó hipnotizar. Aletargada, su mente volvía a buscar a Cian. Y mientras pensaba en él, le invadió el sueño.

CAPÍTULO VII

Fidelma se había levantado, lavado y vestido, y estaba dando los últimos toques con el cepillo cuando llamaron a la puerta del camarote.

Era el oficial de cubierta bretón, Gurvan.

– Disculpadme, señora.

Fidelma suspiró para sí al oír el tratamiento. Era indiscutible ya que el barco entero se había enterado de que era hermana del rey de Muman. Gurvan pasó por alto su gesto de irritación y prosiguió:

– Quería comprobar que os habíais recuperado tras la tormenta y que todo está en orden.

– Gracias, estoy bien -asintió Fidelma, y luego vaciló.

Recordaba vagamente que alguien la había despertado poco antes del alba, al amainar la tormenta. Tenía la vaga sensación de que alguien había abierto la puerta del camarote, se había asomado y la había cerrado otra vez. El agotamiento le había impedido abrir los ojos siquiera y se había vuelto a dormir en el acto.

– ¿Habéis entrado antes? -preguntó al muchacho.

– Yo no, señora -aseguró el oficial-. Los demás no tardarán en desayunar; lo digo por si queréis uniros a ellos -la invitó y, tras hacer amago de irse, se volvió hacia ella para añadir-: Espero no haber pecado de malos modales al ordenaros que volvierais a vuestro camarote durante la tempestad.

De modo que Gurvan era quien se hallaba al otro lado de la puerta cuando el momento de pánico la empujó a subir a cubierta.

– En absoluto. Yo soy quien no debiera haber intentado salir a cubierta; pero es que estaba preocupada.

Gurvan le sonrió con timidez, tocándose la frente.

– Servirán el desayuno en un momento, señora -repitió.

Fidelma pensó que debía de haberse dormido.

– Muy bien. Ahora iré.

El oficial de cubierta se retiró. Fidelma lo oyó entrar en el camarote de enfrente y cerrar luego la puerta.

Al salir del camarote, Fidelma se maravilló ante lo que vieron sus ojos. Era como si se hubieran adentrado en una nube, pues una espesa niebla envolvía el Barnacla Cariblanca. Apenas si podía distinguir la parte superior del mástil, y mucho menos la popa. Había visto algo parecido otras veces, pero normalmente en lo alto de una montaña, cuando tales nieblas descendían repentinamente. Siempre era preferible detenerse y esperar a que se disiparan a menos que uno conociera la ruta más segura por la que descender.

Reinaba un silencio extraño y resonante, y el suave soplo del mar acariciaba toda la embarcación. La bruma formaba remolinos y volutas como el humo de una hoguera. Sin embargo no se disipaba, lo cual le pareció extraño. Sentía la necesidad incontrolable de dispersar aquella niebla, pues se movía con facilidad al pasar la mano.

De pronto Gurvan volvió a salir del camarote.

– Es bruma -explicó innecesariamente-. Ha aparecido después de la tormenta. Creo que tiene algo que ver con las aguas cálidas de esta zona y el frío de la tempestad. No hay nada que temer.

– No tengo miedo -le aseguró Fidelma-. Ya he visto esta niebla en otras ocasiones. Sencillamente me ha sorprendido, tras la tormenta de anoche.

– El sol no tardará en disiparla al subir y calentar el aire.

Gurvan se volvió a decir algo a un par de marineros, a los que apenas se vislumbraba en medio de aquella atmósfera misteriosa. Estaban sentados de piernas cruzadas en la cubierta, cosiendo al parecer unas piezas de lona.

Fidelma se abrió paso entre la niebla de la cubierta para dirigirse a la popa del barco. Le sorprendía que, tras el tiempo fortunoso de la noche anterior, soplara contra sus mejillas un viento suave que hacía flamear con languidez la vela mayor, como si fuera un aleteo que resonara en el silencio. El barco estaba quieto, lo cual indicaba que, bajo el manto de niebla, el mar estaba plano y tranquilo. En la penumbra, no observó daños causados por la tormenta. Todo parecía limpio y en orden.

Como apenas era capaz de ver unos pocos metros por delante y caminaba deprisa, Fidelma chocó contra una figura envuelta en un hábito con el capuchón sobre la cabeza. La figura murmuró con el topetazo.

– Lo lamento mucho, hermana -se disculpó Fidelma al ver que era una de las monjas.

Le resultó familiar, pero para su sorpresa, la figura mantuvo el rostro apartado, musitó algo incomprensible y desapareció entre la niebla. Fidelma quedó boquiabierta ante semejante falta de educación, y se preguntó cuál de todas era incapaz de responder a una disculpa cortés.

El capitán Murchad hizo aparición delante de ella. Descendía por los escalones de madera de la cubierta de popa a la principal. Al reconocerla, el capitán levantó la mano a modo de saludo.

– Una mañana curiosa, señora -le dijo al acercarse a ella, que reparó en que parecía irritado-. ¿Habéis visto cosa semejante alguna vez?

– Alguna que otra vez en las montañas -asintió ella.

– Claro, en las montañas -afirmó Murchad-. Pero no tardará en escampar. El sol ascenderá, y el calor disipará la bruma. -No parecía tener intención de bajar a entrecubiertas-. ¿Cómo ha encajado la malina? -preguntó de pronto.

– ¿La malina? -repitió Fidelma, y al instante recordó que así llamaban los marineros a las tempestades-. Al final me he quedado dormida, pero más por agotamiento que por otra cosa.