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Murchad soltó un largo suspiro.

– Ha sido una malina de cuidado. Me ha desviado medio día o más del rumbo. Nos ha empujado hacia el sureste, mucho más hacia el este de lo que pretendía. -Parecía preocupado y nada contento.

– ¿Supone eso un problema? -se interesó Fidelma-. Seguro que a nadie le importará viajar un día más a bordo.

– No es eso…

La duda del capitán, así como su renuencia a descender a entrecubiertas para reunirse con el resto desconcertó a Fidelma.

– Entonces, ¿dónde está el problema, Murchad? -insistió.

– Me temo… que hemos perdido un pasajero.

Fidelma lo miró sin comprender del todo.

– ¿Que hemos perdido un pasajero? ¿Os referís a uno de los peregrinos? Pero, ¿qué queréis decir con «perdido»?

– Por la borda -explicó lacónicamente.

Fidelma quedó impresionada.

Tras unos instantes sin decir nada, Murchad añadió:

– Hicisteis bien en quedaros en el camarote durante la tempestad, señora. Los pasajeros no pueden subir a cubierta con semejante braveza. Tendré que imponerlo como norma para que se cumpla. Jamás había perdido a nadie por la borda en mi vida.

– ¿Quién ha sido el desafortunado? -preguntó Fidelma sin aliento-. ¿Cómo ha sucedido?

Murchad encogió y dejó caer los hombros para expresar desconocimiento.

– ¿Cómo? No lo sé. Nadie ha visto nada.

– ¿Y cómo sabéis que alguien cayó al agua?

– Lo ha sugerido el hermano Cian.

Fidelma frunció el ceño.

– ¿Y que tiene él que ver con esto?

– Ha venido a verme al poco de amanecer. Por lo visto se considera el responsable de los peregrinos a bordo de este barco… se presta a ser su portavoz.

Fidelma mostró su discrepancia con un resoplido y dijo luego con severidad:

– Os aseguro que carece de autoridad alguna para hablar por mí.

Murchad siguió su relato sin atender a la queja.

– Tras la tormenta, pensó que le correspondía comprobar que todo el mundo estaba bien. Incluso fue a vuestro camarote.

– No, al mío no vino.

– Con vuestro permiso, señora -requirió Murchad-, él me ha dicho que se asomó a vuestro camarote, pero vio que dormíais.

¡De modo que aquello la había despertado!: una puerta cerrándose con suavidad. La enfureció que Cian, de entre todos, hubiera entrado en su camarote mientras dormía, y se sintió ultrajada por ello.

– Proseguid -dijo, decidida a asegurarse de que no se le volviera a permitir el acceso a su camarote.

– Bueno, resulta que el hermano Cian no encontraba por ninguna parte a un miembro del grupo. Tampoco estaba en su camarote. Al acudir a mí y contarme lo que se temía, he ordenado a Gurvan una búsqueda rigurosa en todo el barco. Pero no ha encontrado nada. Acabo de ordenar una segunda búsqueda.

Aquello explicaba, pues, la curiosa visita de Gurvan a su camarote momentos antes. Como si hubieran invocado su presencia, Gurvan apareció por la cubierta, bamboleándose.

Murchad lo miró con ojos preocupados, y el oficial respondió negando con la cabeza a la pregunta que el capitán no había pronunciado.

– De proa a popa, patrón. Ni rastro. -Gurvan era hombre de pocas palabras.

Murchad miró a Fidelma con congoja.

– Era la última oportunidad de encontrarla.

Tenía la esperanza de que el miedo la hubiera llevado a buscar algún hueco en el barco para esconderse.

Fidelma sintió cierto abatimiento. No era un principio auspicioso para un peregrinaje. La primera noche fuera de Ardmore, y perdían un peregrino.

– ¿De quien se trata? -preguntó-. ¿Quién es la persona que falta?

– Es sor Muirgel. Mejor será que bajemos: los demás están tomando el desayuno. Más vale que dé la triste noticia a sus compañeros. No quiero perder más pasajeros en esta travesía.

Dejó a Gurvan al mando del barco mientras él estuviera abajo. Afectada, Fidelma siguió al capitán por la escalera de cámara.

El día anterior, sor Muirgel apenas podía levantar la cabeza de la litera de tan mareada que estaba. La idea de que, en medio de aquella tempestad tremebunda, la joven y pálida monja hubiera sido capaz de salir de su camarote, subir a cubierta sin que nadie la viera y caer al mar, era sumamente asombrosa.

En el camarote del comedor de oficiales, el joven Wenbrit servía una comida compuesta de pan, fiambre y fruta a los peregrinos congregados. Fidelma advirtió al momento que el hermano Bairne se había unido al grupo en esta ocasión. Dadas las circunstancias, murmuraron un saludo poco caluroso cuando Fidelma se sentó a la mesa y Murchad fue a ocupar la cabecera. Era indudable que todos ya estaban al corriente de la desaparición de sor Muirgel. Cian fue el primero en pedir noticias a Murchad.

– Me temo que tengo muy malas nuevas que comunicaros -empezó diciendo el capitán-. Puedo confirmar que sor Muirgel no está a bordo. Se ha realizado una búsqueda minuciosa por toda la embarcación. La única explicación que queda es que una ola se la llevó por la borda durante la tormenta de anoche.

Se impuso un silencio desalentador entre los comensales. Entonces, una de las religiosas -a Fidelma le pareció que fue sor Crella, la hermana de rostro ancho- emitió un sonido parecido al de un sollozo contenido.

– Jamás había perdido a un pasajero -siguió diciendo Murchad con gravedad-. Y no pienso perder otro. Por consiguiente, me veo obligado a repetiros que deberéis permanecer en vuestros respectivos camarotes, o entre cubiertas, si vuelve a haber temporal. De darse el caso, sólo se os permitirá subir a cubierta bajo mis órdenes expresas. Por supuesto, mientras haga bonanza, podréis subir a cubierta, pero sólo cuando alguno de mis hombres pueda vigilaros.

Con gesto de contrariedad, Adamrae, el hermano pelirrojo, protestó:

– Somos adultos, capitán, no niños. Hemos pagado el pasaje, y no esperamos que nadie nos tenga encerrados como si fuéramos… delincuentes -dijo tras hacer una pausa para dar con la palabra adecuada.

Cian movía la cabeza en señal de asentimiento.

– El hermano Adamrae tiene cierta razón, capitán.

– Ninguno de vosotros sois navegantes preparados -objetó Murchad con brusquedad-. La cubierta de un barco puede ser peligrosa con mal tiempo si no se sabe cómo actuar.

Cian enrojeció, molesto.

– No todos hemos pasado la vida enclaustrados entre las paredes de una abadía. Yo fui guerrero y…

El adusto hermano Tola levantó la voz para interrumpirlo, entrando así en el debate:

– Sólo porque una necia que, a decir de todos, estaba demasiado mareada para saber qué se hacía, subiera a cubierta cuando no tocaba y cayera luego al agua no significa que todos tengamos que pagarlo.

Sor Crella soltó una exclamación con enfado. Se puso en pie de un salto e, inclinada sobre la mesa, exigió:

– ¡Retirad esas palabras, hermano Tola! Muirgel era hija de la nobleza, ante la cual, de no haber llevado vos ese hábito marrón y artesanal, habríais tenido que arrodillaros. Muirgel era mi prima. ¿Cómo osáis insultarla? -preguntó en un tono que había subido hasta el histerismo.

Sor Ainder, alta e imponente, se levantó sin esfuerzo aparente, apartó a Crella de la mesa y la llevó con ella hacia la zona de los camarotes, emitiendo sonidos extraños, como una madre que reconforta a su hija.

El hermano Tola permaneció en su lugar, incómodo por la reacción que había provocado.

– Sólo intentaba decir, como el hermano Adamrae, que hemos pagado un dinero por el pasaje. ¿Y si nos negamos a obedecer esa orden?

– El capitán tendrá derecho a encerraros -respondió Fidelma en un tono bajo, pero que penetró el murmullo suscitado por las palabras de Tola, hasta que decayó en un silencio sepulcral mientras todos se volvían hacia ella.