El hermano Tola la miraba con un gesto ceñudo, claramente indignado por lo que él consideró una impertinencia.
– No me digáis… ¿y con qué derecho? -quiso saber-. ¿Y cómo lo sabéis?
Fidelma miró a Murchad, como si no hubiera oído las preguntas.
– ¿Sois el dueño de este barco, Murchad?
El capitán respondió asintiendo con un golpe seco de cabeza, aunque parecía desconcertado por la pregunta.
– ¿Y en qué puerto estáis matriculado?
– Ardmore.
– Por tanto, a efectos prácticos, la embarcación está sujeta a las leyes de Éireann.
– Supongo -asintió Murchad sin convencimiento, pues no sabía adónde quería ir a parar su pasajera.
– En tal caso, ahí está la respuesta a la pregunta del hermano Tola -explicó sin molestarse en mirar a éste.
El hermano Tola no quedó satisfecho.
– No, eso no es una respuesta.
Sólo entonces lo miró Fidelma, y con cara de pocos amigos.
– Sí, sí lo es. La Muirbretha, la legislación marítima, es aplicable en este caso.
El hermano Tola estaba atónito, y sus facciones empezaron a formar una sonrisa condescendiente.
– ¿Y qué sabréis vos de tal legislación?
Fidelma suspiró y abrió la boca para responder, pero Cian se le adelantó.
– Porque es dálaigh, abogada de los tribunales. Porque tiene el título de anruth -respondió con cierta mordacidad en el tono.
Todos sabían que el título de anruth era solamente un grado inferior al título superior que podían otorgar las universidades eclesiásticas y seculares.
Durante el instante de silencio que siguió a la aclaración de Cian, sor Ainder regresó al comedor.
– Crella está descansando -anunció, ajena al nuevo momento de tensión-. No hay que olvidar que era amiga íntima y pariente de sor Muirgel. Su muerte la ha afectado mucho. No es necesario hacer comentarios desconsiderados en semejantes circunstancias, hermano Tola.
El hermano Tola puso mala cara y preguntó a Cian:
– ¿Qué decíais sobre esta mujer?
– Fidelma de Cashel es abogada de los tribunales, y su reputación se ha extendido a Tara y la corte del rey supremo.
– ¿Es eso cierto? -exigió Tola sin quedar convencido.
– Así es -intervino Murchad para confirmarlo-. También es hermana del rey de Muman.
La sangre se agolpó en las mejillas de Tola, que agachó la cabeza para ocultar su turbación, fingiendo examinar la mesa.
Fidelma habría preferido que su rango hubiera quedado al margen del asunto. Miró a todos con un gesto de incomodidad.
– Lo único que digo es que bajo la Muirbretha, la legislación marítima, en su barco Murchad tiene las mismas potestades que un rey. De hecho, tiene incluso más poder, pues, al igual que un rey, también goza de la autoridad de un jefe brehon. En otras palabras, es el gobernante de todos los que vayan en su barco. De todos. Creo que he explicado con claridad la situación. ¿O tenéis más dudas, hermano Tola?
El alto religioso levantó la vista para mirarla con irritación.
– No, no tengo más dudas -respondió con frialdad.
Fidelma se volvió hacia Murchad.
– Quedad tranquilo, pues vuestras normas se obedecerán estrictamente y todos los presentes están al corriente de que la desobediencia conllevará un castigo.
Murchad sonrió en muestra de reconocimiento, si bien con cierto nerviosismo.
– Mi único propósito es proteger vuestras vidas. El… accidente de sor Muirgel nunca debería haber ocurrido.
Se disponía a salir del comedor, cuando la joven sor Gormán lo retuvo.
– ¿Podemos… nos permite oficiar un funeral sencillo para el reposo del alma de sor Muirgel, capitán?
Murchad pareció violentarse un momento.
– Es nuestro deber cristiano -recalcó sor Ainder para apoyarla.
– Cómo no -murmuró el capitán-. Podéis oficiar el funeral a mediodía, cuando la bruma se haya disipado.
– Gracias, capitán.
Murchad los dejó cuando Wenbrit empezaba a repartir aguamiel y agua. Comieron en absoluto silencio, y Fidelma agradeció volver a la cubierta. La niebla seguía siendo espesa y humeante, y al mediodía aún no se había levantado.
El funeral fue sencillo. Todos se reunieron en la cubierta principal, salvo Gurvan y otro marinero por tener que controlar la espadilla, y un vigía al que no se veía por estar encaramado en el palo mayor, envuelto en niebla, y cuya labor consistía en detectar algún claro por donde el cielo empezara a escampar. Ya hacía rato que Murchad había arriado velas y echado las anclas para evitar que la corriente arrastrara al barco hacia algún peligro. Pero Fidelma notaba que el navío se desplazaba pese a estar anclado, y Murchad miraba de acá para allá con inquietud, alerta a un posible contratiempo.
Formaban un grupo peculiar allí, de pie, rodeados por la bruma como espectros en un escenario de ultratumba. Lo sorprendente fue que el hermano Tola se encargara de leer las oraciones para el descanso del alma de sor Muirgel. Su voz retumbaba como si estuviera en el interior de un sepulcro. Concluida la oración, entonó unos versículos del Libro de Jeremías que Fidelma reconoció, si bien se extrañó de que hubiera escogido aquéllos en concreto:
Porque nos echan de la tierra, nos
arrojan de nuestras moradas.
Porque, oíd, mujeres, la palabra
de Yahvé,
Y perciban de vuestros oídos la palabra
de su boca,
Para que enseñéis a vuestras hijas
a lamentarse
Y enseñen unas a otras endechas
Pues la muerte ha subido por nuestras
v entanas
Y penetró en nuestras moradas,
Acabó con los niños en las calles…
Fidelma miró con cierta perplejidad al adusto monje pues, a su juicio, las severas cadencias que empleaba no eran adecuadas para oficiar una ceremonia por el reposo de un alma. Miró a los demás dolientes y vio, a pesar de la niebla, que a sor Gormán le brillaban los ojos y asentía con la cabeza al ritmo del recitado. A su lado estaba Cian con expresión de absoluto aburrimiento. Los demás parecían impasibles, acaso arrobados por el tenor de las declamaciones religiosas.
Los cadáveres de los hombres yacen
Como estiércol sobre el campo…
De pronto, el hermano Bairne carraspeó ruidosamente. Lo hizo con intención de interrumpir, y lo consiguió.
– Yo también querría recitar unas palabras del Libro Sagrado para el descanso del alma de nuestra difunta hermana -anunció, haciendo callar al hermano Tola-. Creo que yo la conocía tan bien como el resto de cuantos hoy nos hemos reunido.
Nadie lo contradijo.
Empezó a declamar, y Fidelma vio que lo hacía mirando al frente con seriedad, como si dirigiera las palabras a alguien. En concreto, miraba al lado opuesto del círculo. Desde su posición y, a causa del espesor de la niebla, no veía muy bien a quién observaba en concreto el hermano Bairne. ¿Sería sor Crella, que tenía los ojos bajos? ¿O acaso Cian, que seguía con la vista hacia arriba, aburrido? Por otra parte, junto a éste estaba la joven sor Gormán. Era difícil saber a quién dirigía el hermano Bairne la mirada.
Y no castigaré las fornicaciones
d e vuestras hijas
Ni los adulterios de vuestras nueras,
Porque ellos mismos se van aparte