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c on rameras

Y c on las hieródulas ofrecen sacrificios,

Y el pueblo, por no entender, perecerá.

Sor Crella levantó la cabeza bruscamente.

– ¿Qué tienen que ver estas palabras con sor Muirgel? -exigió en tono amenazador-. ¡Tú no la conocías en absoluto! ¡Te concomían los celos! -Se volvió hacia sor Ainder, que parecía indignada por la interrupción-. Acabad con esta farsa. Proclamad una bendición y terminemos de una vez.

Abochornados, los tripulantes que habían asistido a la ceremonia se dispersaban con discreción. Fidelma se preguntaba qué pasiones ocultas se estaban removiendo en aquel humilde acto.

Ruborizada, sor Ainder entonó una bendición para salir del paso, y el grupo de religiosos empezó a diseminarse. Sólo el hermano Bairne permaneció en su lugar con la cabeza gacha, rezando en silencio.

Al marcharse, Fidelma se topó con Murchad. Parecía perplejo.

– Un extraño grupo de religiosos, hermana -murmuró.

Fidelma sólo podía darle la razón.

– ¿Qué han querido decir con esa última parte sobre rameras y sacrificios? -añadió Murchad-. ¿Aparece de verdad en el Libro Sagrado de los cristianos?

– En Oseas -afirmó Fidelma y puso cara compungida-. Creo que el hermano Bairne citaba los versículos del capítulo cuarto.

Cuantos son ellos, tantos fueron

s us pecados contra mí;

Trocaron su gloria por la ignominia.

Se alimentan de los pecados

d e mi pueblo

Y c odician sus iniquidades.

Y lo que el pueblo será,

eso será también del sacerdote.

Murchad la miró, maravillado.

– Muchas veces he querido decir eso mismo sobre algunos religiosos que he conocido.

– Por lo visto Dios lo dijo primero, capitán -respondió Fidelma con solemnidad.

– ¿Cómo podéis recordar semejantes cosas, señora?

– ¿Cómo recordáis el modo de gobernar el barco, conocer los vientos y las mareas, así como las señales para evitar que el Barnacla Cariblanca no se exponga al peligro? No tiene ningún misterio. Todos tenemos memoria para memorizar cosas. Lo importante es cómo utilizamos nuestros conocimientos.

Dicho esto, se dirigió hacia la escalera de cámara para bajar al comedor en busca de agua. En la entrada estaba Wenbrit, que no había subido a cubierta para el funeral. Se fijó en lo pálido que estaba su rostro y en el aspecto exhausto del muchacho. Parecía alegrarse de verla.

– Señora, tengo que… -Se interrumpió con brusquedad y alzó la vista parar mirar arriba y a la espalda de ella.

Fidelma frunció el ceño.

– ¿De qué se trata, Wenbrit?

– Esto… -dijo, distraído-. Sólo quería recordaros que no tardaremos en servir la comida.

El chico avanzó para dirigirse a los camarotes, chocó con ella al pasar y añadió bajando la voz de modo que apenas si pudo oírlo:

– Os espero en el camarote donde se alojaba la monja fallecida. Lo más pronto que podáis.

Alguien tosió sobre Fidelma; levantó la cabeza y vio que Cian la había seguido hasta la escalera. Estaba de pie, unos escalones por encima de ella.

– Debo hablar seriamente contigo, Fidelma. -Aún tenía aquella sonrisa confiada-. Al final no terminamos la conversación de ayer.

Fidelma le dio la espalda para esconder su rabia. Era evidente que a Wenbrit le apremiaba hablar con ella, pero no en presencia de Cian.

– Tengo cosas que hacer -respondió, cortante.

A Cian no pareció molestarle su actitud.

– ¿No tendrás miedo de hablar conmigo?

Lo miró sin disimular su inquina. No había modo de evitar su presencia. No podía seguir dándole excusas. Sabía que tarde o temprano tendrían que hablar. Y quizás era mejor hacerlo cuanto antes, pues todavía quedaban muchos días de travesía por delante. Deseó que lo que Wenbrit tenía que decirle pudiera esperar. Los recuerdos acudieron a su mente.

CAPÍTULO VIII

Grian fue la portadora de la noticia. Había ido a la posada donde trabajaba y había entrado en su habitación sin llamar. Fidelma estaba en la cama, mirando al techo, tumbada. Puso cara de pocos amigos al ver entrar a su amiga.

– Espero que no vengas a aleccionarme otra vez -le espetó con hostilidad antes de que Grian pudiera abrir la boca.

Ésta se sentó en la cama.

– Todos te echamos de menos, Fidelma. Nadie quiere verte así.

Fidelma hizo una mueca, cada vez más enfadada.

– No es culpa mía que ya no esté en la escuela -objetó-. Morann es quien se inmiscuyó en mi vida. Él me expulsó.

– Lo hizo por tu bien.

– A él no le incumbía.

– Él cree que sí.

– Yo no me entrometo en su vida privada, así que él tampoco debería entrometerse en la mía.

Grian estaba disgustada a ojos vistas.

– Fidelma, me siento responsable de lo sucedido. Por culpa de mi necedad…

– No tienes más derechos sobre mi situación por haberme presentado a Cian -le reprochó con dureza.

– No he dicho que los tenga, sólo que me siento responsable. Mi acción podría haber echado a perder tu vida… y eso, no puedo tolerarlo.

– Morann es quien ha echado a perder mis estudios, y no tú.

– Pero Cian…

– Ya está bien de hablar de Cian. Sé que es inmaduro a veces, pero tiene buenas intenciones. Cambiará.

Grian guardó silencio unos momentos, y luego dijo con calma:

– A ti te gusta citar a Publio Siro. ¿Acaso no dice que el amante airado se engaña con mentiras? Lo mismo puede aplicarse a las mujeres. Los amantes saben lo que quieren, pero no saben qué necesitan. Tú no necesitas a Cian, y él no te quiere.

Fidelma intentó incorporarse, furiosa, pero Grian la empujó contra la almohada. Fidelma no sabía que su amiga tenía tanta fuerza.

– Ahora vas a escucharme aunque ésta sea la última vez que hablamos. Hago esto por tu bien, Fidelma. Esta mañana, Cian se ha desposado con Una, la hija del administrador del rey supremo, y se han establecido en Aileach, entre los Cenel Eoghain.

Se apresuró a decirlo para que su amiga no tuviera tiempo de hacerla callar.

Fidelma la miró a los ojos, asimilando en silencio sepulcral lo que entrañaban sus palabras. Entonces su rostro adquirió una rigidez pétrea.

Grian esperó a que su amiga dijera algo, a que reaccionara, y al ver que no lo hacía, añadió:

– Yo ya te lo había advertido. Seguramente lo sabías, seguramente te dabas cuenta…

Fidelma sintió ser ajena a la realidad, como si estuviera sumergida en agua fría. Estaba aturdida; se había quedado sin palabras. Grian la había advertido y, si era sincera consigo misma, sospechaba -temía, incluso- que podía ser cierto. Intentó engañarse y negarlo, pero al final consiguió articular uno de los pensamientos que se agolpaban en su mente.

– Vete y déjame sola -le gritó con la voz quebrada por la emoción.

Grian la miró con preocupación.

– Fidelma, debes comprender que…

Fidelma se abalanzó contra su amiga gritando, golpeándola y arañándola. Si Grian no hubiera sido experta en el arte de troidsciathaigid («lucha defensiva»), Fidelma podría haberle hecho daño. Conocía bien aquella técnica inventada siglos atrás, cuando los sabios de los Cinco Reinos debían defenderse de ladrones y bandidos. Sus creencias les impedían defenderse con armas y se vieron obligados a desarrollar otro método de defensa. Ahora, muchos de los misioneros que viajaban a otros países eran adeptos de este arte.