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No le resultó difícil dominar la furia desatada de Fidelma, pues un ataque físico sin control se limita a sí mismo. En unos instantes Grian ya la había inmovilizado, sujetándola boca abajo contra la cama.

En aquel momento el posadero irrumpió en el cuarto, reclamando explicaciones por el alboroto que había perturbado la calma de los demás huéspedes; de inmediato, reparó con indignación en la silla y las vasijas que se habían roto antes de que Grian hubiera reducido a Fidelma.

Grian le gritó que se fuera y que pagarían por cualquier daño.

Retuvo a su amiga durante mucho tiempo hasta que las ganas de luchar y la exaltación abandonaron su cuerpo, y la tensión se disipó y los músculos se relajaron.

Finalmente Fidelma dijo en un tono tranquilo y razonable:

– Ya estoy bien, Grian. Puedes soltarme.

Grian la liberó con recelo y Fidelma se sentó.

– Preferiría que me dejaras sola un rato.

Grian la miró con inquietud.

– No te preocupes -dijo Fidelma en voz baja-. Te prometo que no volveré a hacer ninguna tontería. Puedes volver a la escuela.

Aun así, Grian vacilaba en dejarla sola.

– Vete -insistió Fidelma sin apenas contener los sollozos-. Te lo he prometido… ¿no te basta con eso?

Convencida de que se le había pasado el arrebato de locura, Grian se levantó.

– Recuerda, Fidelma, que tienes amigos a tu lado.

* * *

Tuvo que pasar cerca de un mes para que Fidelma regresara a la escuela del brehon Morann. El anciano reparó en las pequeñas arrugas que tenía en las comisuras de ojos y labios: una crispación que no le había visto nunca.

– ¿Habéis aprendido la lección de Esquilo, Fidelma? -preguntó el brehon Morann a modo de saludo y sin preámbulos cuando su alumna se presentó en la sala.

Ella lo miró sin comprender.

– «¿Quién sino los dioses pueden vivir sin sufrimiento eternamente?»

Fidelma guardó silencio un momento. Luego, sin responder, anunció:

– Quisiera reanudar mis estudios.

– Supondría una gran alegría para mí que así lo hicierais.

– ¿Me permitís reanudar mis estudios? -preguntó con voz queda.

– ¿Hay algo que os lo impida, Fidelma?

Fidelma levantó la barbilla con su característico gesto de desafío, y esperó unos segundos antes de responder con decisión:

– No, nada.

Con tristeza, el anciano soltó un suspiro leve, casi imperceptible.

– Si vuestro corazón alberga rencor, el estudio no será el azúcar que lo disuelva.

– ¿Acaso no dicen los antiguos bardos que del sufrimiento se aprende?

– Cierto, pero según mi experiencia, el que sufre reflexiona, bien demasiado, bien poco en lo que le hace sufrir. Y temo que vos reflexionéis demasiado, Fidelma. Si reanudáis el estudio, deberéis dedicar la mente al estudio y no al mal que sentís por haber sufrido.

Fidelma apretó los labios.

– No os preocupéis por mí, brehon Morann. Ahora me aplicaré en mis estudios.

Y así lo hizo. Pasaron los años. Obtuvo el título tras ocho años de estudio y acabó siendo la mejor alumna que el brehon Morann había formado jamás. Así lo reconocía el anciano, que no era hombre que elogiase fácilmente a sus alumnos. Sin embargo, Fidelma ya no era la inocente muchacha que llegara a su escuela. Cierto es que ni la inocencia ni la juventud son eternas, pero lo que entristecía al viejo Morann era el cambio de carácter. Donde debía habitar la dicha, habitaba la amargura. Fidelma jamás volvió a recuperar su naturalidad. El rechazo de Cian la había desencantado y la había hecho sentirse despreciada; y aunque los años fueron templando su sentir, no consiguieron hacerle olvidar lo ocurrido, ni le permitieron recuperarse del todo. La amargura dejó una profunda cicatriz e hizo de ella una persona desconfiada. Tal vez eso mismo la había convertido en una buena dálaigh; esa suspicacia, ese modo de poner en duda las intenciones ajenas.

* * *

Fidelma volvió al presente de malhumor.

– Muy bien, Cian -dijo con desgana-. Hablemos si quieres.

Fidelma no hizo esfuerzo alguno por hacerle sentir cómodo. Cian intentó dominar la situación bajando unos escalones para hacerla descender hasta el comedor a fin de que pudieran sentarse, pero ella no se movió, impidiéndole avanzar. Estaban de pie en el espacio estrecho entre los camarotes y Fidelma obstaculizaba el paso.

Cian tomó la iniciativa.

– Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, Fidelma.

– En concreto, diez -interrumpió ella, tajante.

– ¿Diez años? Y tu nombre es ahora pronunciado como el de quien ha cosechado fama. Me dijeron que regresaste para proseguir los estudios con el brehon Morann.

– Es evidente. Tuve suerte de que me readmitiera en su escuela después de casi malbaratar mis posibilidades.

– Yo pensaba que querías dedicarte a la enseñanza y no al derecho.

– Yo quería muchas cosas cuando era joven. Cambié de idea al descubrir que tenía talento para obtener la verdad de quienes pretendían ocultarla. Desarrollé ese talento a partir de la cruda experiencia.

Cian no acentuó el tono mordaz de ella. Se limitó sonreír con aire distraído, sin darse por aludido.

– Me alegro de que hayas prosperado en la vida, Fidelma. Es más de lo que yo he conseguido en la mía.

Fidelma esperó a que Cian explicara algo más, y luego añadió con acritud:

– Me sorprende que hayas renunciado a tu profesión para llevar una vida religiosa. Pues, de todas las vocaciones que existen, la religiosa no es precisamente la que más se ajusta a tu temperamento, ¿no?

Cian se rió; había un desagradable tono taciturno en la carcajada.

– Has dado en el clavo enseguida, Fidelma. No fue decisión mía cambiar de profesión.

Aguardó en silencio una explicación.

Entonces Cian tomó su mano derecha con la izquierda y la levantó como si no pudiera hacerlo por sí misma. La sostuvo en el aire y la soltó. Ésta cayó con languidez. Cian volvió a reírse.

– ¿Quién quiere a un guerrero manco en la escolta del rey supremo?

Por primera vez desde el reencuentro con Cian, Fidelma advirtió que la mano derecha le colgaba junto al cuerpo y que empleaba la izquierda para todo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Acababa de jactarse de su capacidad observadora y no se daba cuenta hasta ese momento de que Cian sólo tenía pleno uso de un brazo. ¡Menuda dálaigh estaba hecha! Abrigaba tanto odio por él, que lo veía con los mismos ojos de diez años atrás en Tara. No se había fijado en su estado actual. Le parecía recordar, no obstante, que Cian llevaba el brazo derecho oculto bajo el hábito. Un impulso compasivo la llevó a extender la mano para tocárselo levemente.

– Lo…

– ¿Lamentas? -la interrumpió, casi con un gruñido-. ¡No quiero lamentaciones de nadie!

Fidelma permaneció callada con la vista al suelo. Al parecer su actitud enfadaba a Cian.

– ¿No vas a decirme que es normal que un guerrero acabe siendo herido? ¿Que es uno de los riesgos propios de la profesión? -preguntó con sarcasmo.

Fidelma se sorprendió del gemido lastimero que iba quebrando su voz. Le pareció repulsivo y su compasión inicial se desvaneció con la misma rapidez que había surgido.

– ¿Por qué? ¿Eso es lo que quieres oír? -le echó ella en cara.

Su tono desató aún más la furia de Cian.

– Se lo he oído decir muchas veces a gente dispuesta a que los que son como yo hagan el trabajo sucio por ellos para luego repudiarnos.