– ¿Te hirieron en combate? -preguntó, desoyendo la acusación.
– Fui herido por una flecha en pleno antebrazo derecho; me perforó los músculos y dejó el brazo inservible.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace unos cinco años, durante las guerras de fronteras entre el rey supremo y el rey de Laigin. Mis compañeros me trasladaron a la Casa de los Pesares de Armagh. No tardaron en descubrir que ya no podía ser guerrero, así que en cuanto sané, me obligaron a entrar en la abadía de Bangor.
Era evidente que Cian consideraba que se le había tratado injustamente.
– ¿Te obligaron? -quiso aclarar Fidelma.
– ¿Qué iba a hacer sino? ¿Qué trabajo puede hacer un hombre con un solo brazo?
– ¿La herida es irreversible? En Tuam Brecain hay muy buenos médicos.
Cian movió la cabeza con un gesto de amargura.
– Ni eran ni son lo bastante buenos. Pasé unos años en la abadía realizando cuantas labores insignificantes podía con el brazo bueno.
– ¿Has consultado a otros médicos?
– Tal es el propósito de mi viaje -reconoció-. Me han hablado de un médico íbero llamado Mormohec que vive cerca del Santo Sepulcro de Santiago.
– ¿Y vuestra intención es visitar a Mormohec?
– Hay suficientes tumbas y sepulcros de hombres santos en los Cinco Reinos para que no me inspiren a viajar allende el mar para visitar otro. Sí, voy en busca de ese tal Mormohec. Es mi última oportunidad de recuperar una vida de verdad.
Fidelma levantó las cejas ligeramente.
– ¿Una vida de verdad? ¿Tu actual dedicación religiosa no te parece una vida de verdad?
Cian soltó una carcajada llena de sarcasmo.
– Tú me conoces, Fidelma. Me conoces muy bien. ¿Me imaginas viviendo una vida tranquila como un frater orondo, recluido entre las paredes de una abadía toda mi vida, o lo que queda de ella, cantando salmos piadosos?
– ¿Qué opina tu esposa?
Cian parecía desconcertado.
– ¿Mi esposa?
– Según recuerdo, te casaste con la hija del administrador del rey de Aileach. Una, se llamaba. ¿No fue por ello por lo que me dejaste sin más en Tara?
– ¿Una? -repitió Cian, haciendo una mueca como quien ha probado algo de sabor desagradable-. Una quiso divorciarse en cuanto los médicos declararon que mi herida era irreversible y que sería un lisiado para el resto de mis días.
Fidelma contuvo un gesto de pura satisfacción maliciosa. Se reprochó para sí que su sentir personal se inmiscuyera en la desgracia ajena, y a la vez la dominaba todavía lo ocurrido diez años atrás.
– Debió de ser un golpe duro… que te pagaran con tu misma moneda.
Las palabras afloraron antes de poder reprimirlas, pero Cian estaba distraído con sus pensamientos y no oyó el final de la frase que Fidelma había pronunciado con tanta satisfacción.
– Un golpe duro… Sí que lo fue. ¡Esa bruja mercenaria!
Fidelma desaprobó su vehemencia.
– Si no estuvieras ya divorciado, Cian, acabas de pronunciar uno de los motivos fundamentales por los que una mujer puede divorciarse de su esposo según las leyes de Cáin Lánamna -señaló con timidez.
Sin embargo, Cian no se refrenó.
– Diría cosas peores de ella si mereciera la pena.
– ¿Llegasteis a tener hijos?
– ¡No! -exclamó-. Ella decía que la culpa era mía, motivo al que se acogió para divorciarse, por no atreverse a reconocer la verdad: que no quería seguir viviendo con un hombre que ya no podría darle una vida de lujo.
– ¿Te acusó de esterilidad?
Fidelma sabía muy bien que la incapacidad sexual por parte del esposo podía ser causa de divorcio. Un hombre estéril era una de las causas que la ley contemplaba como motivo de divorcio. Fidelma dudaba que Cian, el arquetipo de hombre lozano y viril siempre dispuesto a demostrar su masculinidad, pudiera ser acusado de estéril. No obstante, no dejaba de ser irónico que él precisamente se hubiera divorciado por este motivo.
– Yo no era estéril. Ella no quería tener hijos -se quejó Cian con resentimiento en la voz.
– Pero el tribunal bien debió de exigir y examinar las pruebas para demostrar aquello de que se te acusaba, ¿no?
Fidelma sabía que la ley era muy severa con las mujeres que dejaban a sus maridos sin causa justificada, del mismo modo que lo era con los hombres que abandonaban a sus esposas sin motivos legales. Una mujer que no pudiera demostrar con pruebas las razones que alegaba era declarada «infractora de la ley conyugal» y perdía sus derechos en la sociedad hasta que desagraviaba al esposo.
Cian aspiró aire entre los dientes apretados. Al bajar la vista al suelo un instante, Fidelma supo que los tribunales jamás le habrían dado la razón a Una sin evidencia. Era como si al fin, de manera natural, se hubiera hecho justicia con Cian. ¿Qué solía decir su mentor, el brehon Morann?… «Entre la injusticia y la justicia, la justicia se hace más difícil de soportar para el culpable.»
– Bueno -prosiguió Cian, sacudiéndose como si con ello espantara los fantasmas del pasado-, pero me alegro de que las Parcas nos hayan vuelto a reunir, Fidelma.
Ella apretó los labios con un gesto sarcástico y preguntó:
– ¿Y por qué te alegras? ¿Quieres desagraviarme por la angustia que me hiciste pasar cuando era una muchacha?
Cian le sonrió con el mismo encanto de antaño que Fidelma había terminado odiando.
– ¿Angustia? Tú sabes que siempre me atrajiste y que siempre te admiré, Fidelma. Lo pasado, pasado. Yo creía que estaba haciendo lo mejor para ti. Tenemos un viaje muy largo por delante y…
Fidelma sintió una punzada gélida ante el intento de Cian por desarmarla, y dio un paso atrás.
– Ya hemos hablado suficiente, Cian -respondió con frialdad.
– Vamos, Fidelma -le instó-. Sé que todavía sientes algo por mí o, de lo contrario, no reaccionarías con tanta pasión. Veo el sentimiento en tu mirada…
Hizo un intento de atraerla hacia sí con el brazo bueno. Fidelma mantuvo el equilibrio sobre un pie y, con el otro, le dio una patada en la espinilla. Cian chilló y la soltó con un reniego.
El odio impregnaba el semblante de Fidelma.
– Eres patético, Cian. Si quisiera, podría informar de tu acción al capitán de este navío. Aparta de mi vista tu existencia insignificante y miserable.
Sin esperar a que así lo hiciera, lo apartó de un empujón para ir en busca de Wenbrit. No había nadie en el corto pasillo que separaba los camarotes de popa. Se detuvo ante el que ocupaba sor Muirgel, al ver que la puerta estaba entornada. Se oyó movimiento al otro lado. Abrió la puerta un poco más y preguntó en voz baja en la oscuridad:
– ¿Wenbrit? ¿Estás ahí?
Percibió otro movimiento en la penumbra.
– ¿Eres tú, Wenbrit? -susurró Fidelma.
Oyó un roce y, a continuación, una luz trémula iluminó el camarote. Wenbrit había ajustado la mecha de un farol. Fidelma suspiró de alivio, entró y cerró la puerta.
– Pero, ¿qué haces en la oscuridad? -preguntó.
– Esperándoos.
– No entiendo nada.
– Durante el desayuno he oído que hablaban de vos como experta en resolver misterios. ¿Es verdad que sois dálaigh de los tribunales de vuestro país?
– Sí.
– Pues aquí hay un misterio que debería resolverse, señora.
El muchacho hablaba con emoción contenida y algo más; quizá fuera tensión, casi miedo.
– Más vale que me cuentes de qué se trata.
– Bien. Se trata de la monja que ocupaba este camarote, sor Muirgel.
– Prosigue.
– Se encontraba mal, como ya sabéis.
Fidelma aguardó sin impacientarse.