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– Han dicho que subió a cubierta durante la tempestad y cayó al mar.

– Lo dices como si no lo creyeras, Wenbrit -observó Fidelma a juzgar por el tono de voz del chico.

Wenbrit dio un inesperado paso hacia adelante y sacó de la litera un hábito de color oscuro.

– Después del desayuno me han enviado a limpiar este camarote y a recoger las cosas de sor Muirgel. Éste era su hábito.

Fidelma miró la prenda.

– No entiendo adónde quieres ir a parar.

Wenbrit le cogió la mano y se la apretó contra la vestidura. Estaba húmeda.

– Mirad vuestra mano de cerca, hermana. Veréis que hay sangre.

Fidelma acercó los dedos a la luz temblorosa y vio que estaban manchados de algo oscuro.

Se quedó mirando a Wenbrit un momento. Cogió entonces el hábito y lo sostuvo en el aire: tenía una rasgadura irregular.

– ¿Dónde habéis encontrado la prenda?

– Escondida bajo esta litera.

– Si esto es sangre… -dijo Fidelma y calló, mirando con gesto pensativo al muchacho.

Ahora comprendía la mezcla de miedo y emoción en su rostro.

– Quiero decir que sor Muirgel estaba mareada. Anoche, antes de acostarme, vine a verla por si necesitaba cualquier cosa. Todavía se encontraba mal y me pidió que la dejara en paz.

– ¿Y lo hiciste?

– Por supuesto. Me fui a dormir. Pero algo me preocupaba.

– ¿Y qué era?

– Creo que sor Muirgel estaba asustada.

– ¿Por la tormenta?

– No, por la tormenta no. Veréis: cuando bajé a preguntarle si necesitaba algo, había cerrado con llave la puerta del camarote. Tuve que llamar e identificarme para que me abriera.

Fidelma se volvió a mirar el pestillo de la puerta.

– Pensaba que estas puertas no podían asegurarse cerradas -señaló.

El chico cogió el farol para levantarlo de manera que Fidelma viera mejor y le indicó:

– Mirad los arañazos. Basta con colocar aquí un trozo de madera, o el extremo de uno de esos crucifijos que lleváis los religiosos, para que el pestillo no pueda levantarse: con esto la puerta ya no puede abrirse.

Fidelma dio un paso atrás.

– ¿Y sor Muirgel aseguró la puerta de este modo?

– Sí. Estaba mareada y asustada. Es imposible que saliera a pasear por la cubierta con semejante tempestad y en su estado.

– ¿Volviste a verla luego?

– No. Volví a mi camarote a dormir. No me moví de la cama hasta el amanecer.

– ¿No estuviste en cubierta durante el temporal?

– No me corresponde subir a menos que el capitán lo especifique.

– De modo que no volviste a ver a sor Muirgel.

– No. Me despertó un monje que estaba registrando el barco justo después del alba. Le oí decir a los demás que echaba en falta a sor Muirgel. Era el hombre con el que habéis hablado hace un momento. Entonces oí al capitán diciendo que si no estaba en el barco podía haber caído al agua durante la noche. Para él era la única explicación posible.

– Bueno, Wenbrit -preguntó Fidelma con curiosidad-, ¿y tú que piensas de todo esto? ¿Tienes otra explicación?

– Yo sólo digo que sor Muirgel no estaba en condiciones para subir a cubierta, y menos con la mala mar que había anoche.

– La desesperación hace que la gente haga cosas incomprensibles -comentó Fidelma.

– Pero no una cosa como ésta -señaló Wenbrit.

– ¿Y qué opinas tú?

– Opino que se encontraba demasiado mal para valerse por sí misma; su vestidura tiene un rasgón y está llena de manchas de sangre. Si cayó al agua, no fue por accidente.

– Entonces, ¿qué crees que sucedió?

– Creo que primero la mataron y luego la arrojaron al mar.

CAPÍTULO IX

Quedaron unos instantes en silencio mientras Fidelma consideraba las implicaciones del hallazgo.

– ¿Habéis dicho ya al capitán algo de esto? -preguntó finalmente.

Wenbrit negó con la cabeza y respondió:

– Al enterarme de que conocíais las leyes, pensé que antes debía hablar con vos. No he dicho ni pío a nadie más.

– En tal caso tendré que hablar con Murchad. Quizá lo más sensato sea que no digamos nada a los otros. Es preferible que sigan pensando que sor Muirgel cayó al agua -sugirió Fidelma cogiendo el hábito para examinarlo otra vez-. Me lo llevaré -decidió.

De entrada había algo desconcertante: que la prenda estuviera rasgada hacía pensar que habían atacado y asesinado violentamente a sor Muirgel con un cuchillo. Sin embargo, había demasiada poca sangre en ella. No la cantidad que cabía esperar de las heridas profundas que sugerían los cortes en la tela. Y si después el asesino pretendía echar el cuerpo de sor Muirgel al agua, ¿para qué iba a molestarse en quitarle el hábito? ¿Y para qué dejarlo bajo la litera, donde alguien lo hallaría con toda seguridad?

Fidelma encontró a Murchad en su camarote. Rápidamente, lo informó del descubrimiento de Wenbrit.

– ¿Qué sugerís que hagamos, señora? -preguntó Murchad con preocupación-. Jamás había ocurrido algo así a bordo de mi barco.

– Como explicaba antes, vos sois el capitán y bajo la Muirbretha, tenéis los derechos propios de un rey y un jefe brehon mientras el barco esté en el mar.

Murchad la miró con una media sonrisa.

– ¿Yo? No tengo nada de rey ni de jefe brehon. Pero aunque me corresponda estar al mando de este navío, no sabría qué medidas tomar para dar con el responsable de este acto.

– Vos sois el representante de la ley y el orden en esta embarcación -insistió ella.

Murchad extendió las manos a ambos lados.

– Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Exigir que el culpable se muestre entre los pasajeros?

– Todavía no sabemos a ciencia cierta que el culpable sea uno de los pasajeros.

Murchad arqueó las cejas.

– Mi tripulación -bramó con indignación- me ha acompañado durante años. No: esta malignidad embarcó con esos peregrinos. Se lo aseguro. Debéis darme consejo, señora.

Parecía tan perplejo e irresoluto, que Fidelma accedió a ayudarle en el apuro.

– Podríais solicitarme que investigara; dadme autoridad para hacerlo en vuestro nombre.

– Pero si, como decís, alguien mató a esa mujer y la tiró al agua durante la tormenta, será imposible descubrir la verdad.

– Eso no lo sabremos hasta que no iniciemos la investigación.

– Podríais poner en peligro vuestra vida, señora. Un barco es un lugar pequeño con pocos rincones donde esconderse. Y cuando el asesino sepa que andáis tras la pista…

– También acontece a la inversa: igualmente para un asesino el barco es un lugar pequeño en el que es difícil esconderse.

– No me gustaría que la hermana de mi rey estuviera en peligro.

Fidelma quiso darle confianza.

– He corrido riesgos en diversas ocasiones, Murchad. Decidme pues: ¿tengo vuestro consentimiento?

El capitán se frotó la mandíbula, cavilando.

– Si estáis segura de que es el modo correcto de proceder, tenéis mi consentimiento por descontado.

– Excelente. Iniciaré una investigación, pero mantendremos en secreto la sospecha de asesinato por el momento. No diremos a nadie que hemos encontrado el hábito de sor Muirgel. ¿De acuerdo? Sencillamente diré que me habéis encargado una investigación porque las leyes de la Muirbretha os obligan a presentar a las autoridades jurídicas un informe que justifique la pérdida de un pasajero.

Tal obligación ni siquiera había pasado por la mente de sor Murchad.

– ¿Es así? ¿Tengo la obligación de hacerlo?

– Los familiares de un pasajero perdido en el mar pueden acusaros de negligencia y exigiros una indemnización a menos que pueda demostrarse que fue un accidente. Así lo establece la ley -le explicó.