Выбрать главу

Murchad quedó consternado.

– No lo había pensado.

– Para ser sincera, éste es el menor de los problemas. Lo más grave sería que, en efecto, hubiera sido asesinada y no se descubriera al culpable. La familia podría exigir que pagarais el valor completo de su honor… ¿no comentó sor Crella que era de una familia noble del norte? Ah, si tuviera mis libros de texto… No tengo mucha experiencia con la Muirbretha. Recuerdo la legislación fundamental, pero desearía tener un conocimiento más preciso. Haré lo posible para afrontar cualquier eventualidad, Murchad.

El capitán quedó abatido a la vista de la ingente labor que tenían por delante.

– Que los santos ayuden al buen fin de vuestras pesquisas -la animó con fervor.

Fidelma quedó pensativa un momento y luego preguntó con una mueca sardónica:

– ¿Y cuál sería un buen fin? ¿Descubrir que Muirgel ha sido asesinada? ¿O que sencillamente cayó al mar?

Murchad parecía tan desamparado, que Fidelma lamentó el comentario sarcástico, por lo que añadió con seriedad:

– Digamos que el buen fin será sencillamente descubrir la verdad. Empezaré ahora mismo.

Al salir a la cubierta principal, miró con disimulo la figura de sor Ainder, inconfundible pese a la escasa visibilidad, reclinada sobre la baranda de madera contemplando la amenazadora bruma que aún envolvía al barco. Fidelma decidió que empezaría con aquella hermana de rasgos angulosos.

La monja se puso tiesa cuando Fidelma la saludó. Ella, que no era de baja estatura, tuvo que alzar la vista para mirar a sor Ainder, una mujer alta. Ésta era una monja de edad madura, pero conservaba una belleza impresionante, si bien le costaba retener una sonrisa en aquel semblante rígido como una careta. Sus bellos ojos se hundían en un rostro simétrico y cetrino. Eran de un color oscuro y raras veces parpadeaban; miraba a Fidelma fijamente a los suyos con tal fuerza escrutadora, que tuvo la incómoda sensación de que sor Ainder veía, más allá de lo tangible, las profundidades de su alma. Sor Ainder irradiaba calma y tenía un porte altivo, como si no perteneciera a este mundo. Su voz era fuerte, y la modulaba y proyectaba con facilidad.

– Os debo mis disculpas por el lamentable modo en que ha acabado la ceremonia, sor Fidelma.

Dijo estas palabras entonando, y no tanto hablando, como una recitadora que lee mientras sus correligionarios comen. Fidelma no se había apercibido hasta ese momento de aquella curiosa manera de hablar. Tal vez porque en las otras ocasiones se había distraído con la presencia de los otros religiosos.

– No comprendo las pasiones de los jóvenes -añadió.

– ¿Os referís al intercambio de palabras entre sor Crella y el hermano Bairne? Lo cierto es que me ha parecido extraño el pasaje que ha elegido el hermano para el funeral.

– Hay cosas que es mejor callar -recalcó sor Ainder como si le diera la razón.

Fidelma le preguntó:

– ¿Sabéis de qué acusaba Bairne a Crella, o de qué le acusaba Crella a él? Me ha parecido ver que hay algo entre ellos.

– Sea lo que sea, desde luego no nos incumbe.

– Preferiría oír vuestra impresión, hermana, y sobre todo me gustaría saber más de sor Muirgel.

– ¿No aconseja un antiguo refrán que cada uno se ocupe de sus cosas y deje estar las del vecino? No veo a qué vienen esas preguntas -se quejó sor Ainder, exudando desaprobación.

Que Fidelma explicara su propósito extensamente, usando la excusa acordada con Murchad no supuso una gran diferencia para sor Ainder.

– La cuestión es sencilla y lo mejor es olvidarla. Sor Muirgel era lo bastante atolondrada como para subir a cubierta en plena tempestad, y pagó ese error con trágicas consecuencias.

Fidelma fingió estar de acuerdo concluyendo:

– Claro, sin embargo es prudente que Murchad me pidiera un informe oficial para asegurarse de que no es el responsable del… accidente, en caso de que la familia de la fallecida exija indemnización.

Sor Ainder movió ligeramente los hombros, como si se desentendiera del asunto.

– Yo no sé nada de su familia, pero no se puede culpar al capitán de que uno de sus pasajeros sea tan bobo como para poner su vida en peligro.

– Cierto -concedió Fidelma-, pero tengo que confirmar que ése fue el caso. La declaración de los testigos es importante.

La voz de la esbelta religiosa adquirió mayor frialdad.

– Yo no fui testigo, os lo aseguro.

– No me refería a testigos de la tragedia en sí; pero vos podríais proporcionarme algunos detalles de su vida. Porque vos conocíais a sor Muirgel, ¿verdad?

– Por supuesto.

Fidelma contuvo su irritación, que era cada vez mayor. Sacarle información a sor Ainder era como sacar una muela.

– ¿Dónde la conocisteis?

– En la abadía de Moville.

– De modo que la conocíais bien.

– No.

Fidelma trató de emplear otra táctica.

– ¿Cuándo decidisteis emprender este peregrinaje?

– Hace unas semanas.

– ¿Y viajasteis con sor Muirgel de Moville a Ardmore?

– Sí.

– ¿Podéis darme una idea de qué clase de persona era?

– La verdad es que no sabría deciros.

– Debisteis de pasar algo de tiempo con ella durante el viaje, ¿no?

– No.

– ¿No? -insistió Fidelma, exasperada.

– No.

De pronto sor Ainder cedió y ofreció algo más de información.

– De Moville partimos doce. Uno falleció cuando llevábamos recorridos poco más de treinta kilómetros. Era una hermana anciana, y no debía haber emprendido el viaje. El grupo era suficientemente grande para que yo no tuviera un interés particular por sor Muirgel.

– ¿No es algo extraño para un grupo de religiosos de la misma abadía que parte en peregrinaje hacia tierras lejanas? ¿Que no entablen amistad o, cuando menos, que sepan algo de la vida de cada uno?

Sor Ainder dio un resoplido desdeñoso.

– ¿Y por qué? Una peregrinación no tiene nada que ver con ser o no amigo de los otros religiosos del grupo. A veces ni siquiera nos alojábamos en la misma posada de camino al puerto. Además, aunque las abadías de Moville y Bangor no estén muy lejos la una de la otra, son dos instituciones diferentes.

Fidelma hizo un último intento.

– Bien, planteémoslo de otro modo: ¿había alguna enemistad dentro del grupo?

– No lo sé. Y tampoco veo qué relación pueden tener estas preguntas con el accidente que se llevó la vida de sor Muirgel durante la tormenta.

– Es mi manera de hacer las cosas.

Fidelma se sorprendió de reaccionar tan a la defensiva a la altanería de sor Ainder. En otras circunstancias habría reprendido con dureza la inflexibilidad de la religiosa.

– A mí me parece una pérdida de tiempo -replicó sor Ainder sin inmutarse-, así que ahora me voy a mi camarote para orar y meditar -dijo haciendo amago de marcharse.

– Un momento, hermana -la detuvo Fidelma, que se negaba a dejarse intimidar.

– ¿Sí? -preguntó sor Ainder mirándola desde su altura con aquellos ojos negros penetrantes.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a sor Muirgel?

La esbelta monja arrugó el entrecejo. Fidelma pensó que iba a negarse a responder.

– Creo que al embarcar. ¿Por qué?

– ¿Creéis? -repitió Fidelma, haciendo caso omiso de la pregunta.

– Eso he dicho.

Fidelma vio que sus ojos se encendían de enfado; hubo un momento de silencio en que pareció que sor Ainder estaba decidiendo si añadir algo a su respuesta negativa.

– La visteis al subir a bordo, ¿y no volvisteis a verla después?