– Como ya sabéis, después se encerró en su camarote por el mareo.
– ¿Vos no fuisteis a verla para saber sobre su estado?
– No tenía interés alguno en hacerlo.
– ¿La tormenta no os despertó en ningún momento anoche?
– Yo diría que la tormenta nos despertó a todos.
– Pero vos no salisteis de vuestro camarote.
– ¿Adónde queréis ir a parar con estas preguntas? -objetó sor Ainder con dureza.
– Sólo quiero cerciorarme de si alguien vio salir a sor Muirgel de su camarote y subir a cubierta, desde donde supuestamente cayó al agua.
Con el semblante pétreo sor Ainder aseguró:
– Yo no salí de mi camarote.
– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había desaparecido?
– Cuando sor Gormán me despertó con la noticia… o más bien, cuando la oí hablar de ello con el hermano Cian.
– ¿Sor Gormán?
– Compartimos camarote. Al parecer el hermano Cian la había despertado porque estaba buscando a Muirgel. Yo suelo tener un sueño profundo. Pero me despertaron sus voces, montando un alboroto para nada.
– ¿Para nada? Pero si al final Muirgel había caído al mar. No es el vuestro un comentario generoso.
– Me refería al alboroto que armaron al discutir -espetó sor Ainder-. Ahora, si me permitís…
– ¿Estaban discutiendo?
Sor Ainder no quiso dar más detalles, pero Fidelma volvió a intentarlo.
– ¿De qué discutían?
– No sabría deciros.
– Supongo que, como compartís camarote con sor Gormán, la conoceréis bien. -Fidelma quería volver al asunto por otro derrotero.
– ¿Si la conozco? Apenas. Es una muchacha abobada.
– Por curiosidad, decidme, ¿a quién conocéis vos del grupo? -preguntó Fidelma cáusticamente.
Sor Ainder volvió a entornar los párpados con furia.
– Depende del grado de conocimiento al que os referís con «conocer».
– ¿Qué significado le daríais vos? -replicó Fidelma con frustración.
– Le daría varios significados. Pero ahora creo que ya hemos perdido bastante tiempo con este asunto.
Dio media vuelta y se marchó. Fidelma se acordó de un juego al que solía jugar de niña. Consistía en poner unas cuantas manzanas dentro de un barreño con agua, e intentar coger cuantas fuera posible sin usar las manos. Obtener información de sor Ainder era como aquel juego. Era como si estuviera basado en el mismo principio.
Fidelma quedó sumamente desconcertada. No recordaba haber interrogado a nadie con tanta exhaustividad ni a nadie que respondiera de un modo tal que no proporcionara ni una brizna de información. Permaneció allí de pie, respirando hondo, sintiéndose como una joven alumna derrotada después de un debate con el brehon Morann. Aunque si algo le había enseñado Morann era a no abandonar ante el primer muro con que topara.
Bajó otra vez al comedor principal en busca de otros peregrinos. Al principio pensó que no había nadie, pero luego atisbó una sombra inclinada sobre algo en un rincón. Fidelma carraspeó ruidosamente.
La figura encapuchada se enderezó de golpe, volviéndose hacia ella al mismo tiempo con agilidad felina. La cogulla cayó, dejando al descubierto la cara de sor Crella. La joven de rostro amplio tenía los ojos enrojecidos como si hubiera llorado.
– Lamento haberos asustado, hermana -se disculpó Fidelma con una sonrisa tranquilizadora.
– Pensaba que… no os he oído entrar.
– Con los crujidos y gemidos de este barco, tendríais que tener buen oído para distinguir unos pasos -comentó Fidelma-. Debería haber anunciado mi llegada, pero creía que el comedor estaba vacío.
– Se me ha caído algo por aquí y lo estaba buscando.
– ¿Queréis que os ayude? -se ofreció Fidelma, mirando hacia la tenue luz del farol que aún chisporroteaba sobre la mesa.
– No -se apresuró a responder sor Crella, recuperada al parecer del susto-. Pensaba que se me había caído aquí, pero debo de habérmelo dejado en el camarote. No es nada importante.
Fidelma se fijó en los gestos ligeramente antagonistas de la monja.
– Muy bien -dijo-. ¿Tenéis tiempo para hablar un momento?
Crella entornó los ojos con suspicacia.
– ¿Para hablar de qué?
– De sor Muirgel.
– Supongo que os referís a lo ocurrido en el funeral, ¿verdad? No pienso disculparme. El hermano Bairne siempre ha sido estúpido y celoso.
– ¿Por qué escogió un pasaje del libro de Oseas? Parecía fuera de lugar para una ceremonia de este tipo.
Crella aspiró aire por la nariz con enfado.
– «Porque el espíritu de fornificación le ha descarriado, y fornicaron, alejándose de su Dios» -recitó-. Me conozco bien el pasaje. El hermano Bairne tenía celos de Muirgel y yo porque somos atractivas para algunos hombres, y porque nos atraían algunos hombres. Eso es todo. Lo desaprobaba.
– Deduzco que él no era uno de los hombres que os atraían.
Crella se rió con dureza.
– Decididamente no.
– ¿Sor Muirgel sentía la misma aversión hacia Bairne?
– Por supuesto. Las dos lo considerábamos un zafio. Y ahora, si habéis terminado…
– No exactamente. La cuestión principal de la que quería hablar con vos era la trágica pérdida de sor Muirgel.
Crella se sentó a la mesa con brusquedad. Fidelma se colocó en el banco de enfrente. Bajo la luz de la lámpara, Fidelma vio con claridad que la joven había estado llorando.
– Me ha parecido oíros comentar durante el desayuno que sor Muirgel era vuestra prima -comenzó con delicadeza.
– Y mi amiga más íntima -afirmó la chica con vehemencia, como si ello se hubiera puesto en duda.
Fidelma extendió la mano y tocó el brazo de Crella para transmitirle comprensión.
– El capitán me ha pedido que investigue el asunto. La ley lo obliga a presentar un informe sobre la muerte de sor Muirgel a las autoridades legales de su puerto de matrícula o, de lo contrario, su familia podría demandarle por negligencia.
Los ojos de Crella se abrieron de par en par con inocencia.
– Pero yo soy pariente, y sé que Murchad no tiene la culpa de la muerte de mi prima.
– Bueno, pero Murchad tiene que demostrarlo ante la ley. Por otra parte, aunque vos tengáis buenas intenciones, algún pariente próximo podría exigir una indemnización por su honor; su padre, por ejemplo, o su hermano. Como soy abogada, el capitán me ha solicitado que haga unas cuantas preguntas y elabore un informe.
Crella hizo un ruido a mitad de camino entre un sollozo y un suspiro.
– Yo no sé nada. Estuve en mi litera toda la noche; tenía tanto miedo, que no osé ni moverme durante la tormenta.
– Sí, claro. Más bien quiero preguntaros detalles sobre ella. Decís que erais prima y amiga íntima de sor Muirgel. En tal caso podréis hablarme de su familia.
Crella se mostró reacia. Miró a Fidelma con cierto recelo.
– Somos de la abadía de Moville. Se alza en la cima de Loch Cúan. El bienaventurado Finnian la fundó hace unos cien años. Comcille estudió allí, y en la actualidad es uno de los colegios eclesiásticos más célebres del país.
– Lo sé -afirmó Fidelma-. Así que las dos erais miembros de la comunidad de Moville.
– Éramos primas. Nuestros padres pertenecían a la familia gobernante Dál Fiatach.
Fidelma la miró con firmeza.
– ¿Los Dál Fiatach cuyas posesiones incluyen Moville?
– Y la gran abadía de Bangor -añadió Crella casi con orgullo-. El territorio Dál Fiatach es uno de los subreinos más grandes de Ulaidh.
– Vaya. Y sor Muirgel…
– … tendría un elevado precio de honor -se adelantó sor Crella-: siete cumals.