Fidelma se sorprendió de que la muchacha lo supiera.
– Conocéis bien lo que vale vuestro honor.
La suma equivalía al valor de veintiuna vacas lecheras.
– El padre de Muirgel era jefe del territorio y mi padre era su tánaiste o presunto heredero. Nos enseñaron todo esto de pequeñas.
– ¿Y qué os movió a entrar en la vida religiosa?
Sor Crella vaciló un momento y luego extendió los brazos a ambos lados con un gesto abarcador.
– Muirgel. Muirgel me lo sugirió. En casa teníamos hermanos y hermanas, así que Muirgel pensó que sería una buena idea irnos de casa para estudiar.
– ¿Qué edad tenía Muirgel?
– La misma que yo: veinte años.
– ¿Cuándo entrasteis en la abadía de Moville?
– Cuando teníamos dieciséis.
– ¿Por qué emprendisteis este peregrinaje?
– Fue… -Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo.
Fidelma adivinó con una sonrisa alentadora:
– También fue idea de Muirgel, ¿no?
Sor Crella asintió sin decir nada.
– ¿Siempre seguíais a Muirgel?
Crella volvió a ponerse a la defensiva.
– Siempre fuimos muy íntimas. Era más una hermana que una prima. Siempre estábamos juntas.
Fidelma se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa inconscientemente.
– ¿Por qué no compartíais camarote con Muirgel en este viaje?
Crella se desconcertó.
– No sé qué queréis decir.
– Es por curiosidad. Si vos y Muirgel erais tan íntimas y emprendisteis el viaje porque fue idea suya, lo normal sería que compartierais camarote si era necesario hacerlo. Al embarcar me asignaron el camarote en el que estaba ella.
– Ah, sí. Yo le había prometido a sor Canair que compartiría el suyo con ella porque tenía miedo. La pobre nunca había hecho una travesía por mar.
– Claro. Pero sor Canair no llegó a embarcar, ¿cierto? No llegó a tiempo para zarpar.
Sor Crella parecía turbada.
– Iba a la cabeza de nuestro grupo de peregrinos. Era de Moville también, y una buena amiga nuestra.
– ¿Y tenéis idea de por qué propuso conduciros hasta Ardmore y perder el barco luego?
– No. Al embarcar esperaba encontrarla a bordo, por eso yo estaba en un camarote y Muirgel en otro.
– ¿Cuántos erais al partir de Moville?
– Dathal, Adamrae, Cian y Tola venían de Bangor; el resto, de Moville.
– Me han dicho que una hermana murió al poco de partir.
– La anciana sor Sibán. Era muy mayor. Aún no habíamos salido del territorio de Dál Fiatach cuando se desvaneció y murió. Era de Moville.
– De modo que al salir erais doce.
– Ahora sólo quedamos nueve.
– ¿Por qué creéis que sor Canair no se reunió con vos? Si había recorrido el camino entero de Moville a Ardmore con vos, ¿por qué iba a detenerse allí?
Crella se encogió de hombros con un movimiento rápido y nervioso.
– ¿Quién sabe? Quizá temía hacerse al mar o se cansó de nuestra compañía.
El instinto le decía a Fidelma que sor Crella no se creía los motivos que sugería. Decidió no insistir en el asunto para centrarse en la desaparición de Muirgel.
– ¿Cuándo visteis a vuestra prima por última vez?
– Al poco de empezar la tormenta. No sabría decir qué hora era. Ya había oscurecido bastante. Pasé a verla por si quería que le llevara algo que aliviara su malestar. O por si quería que me trasladara a su camarote, pues ya sabía que sor Canair no estaba a bordo.
– ¿Y accedió?
– ¿Si accedió a qué?
Sor Crella no comprendió qué le preguntaba Fidelma.
– ¿Accedió Muirgel a que os trasladarais a su camarote?
La muchacha tuvo un instante de duda y luego movió la cabeza.
– No, no quiso. Dijo que prefería estar sola.
– ¿Os sorprendió la respuesta? -se apresuró a preguntar.
Sor Crella se ruborizó y reflexionó un momento, como si quisiera poner cuidado en la respuesta.
– Somos chicas jóvenes. A veces es… inconveniente compartir habitación o camarote.
Fidelma consideró la respuesta y decidió no continuar por ese camino en aquel momento. No tardaría en averiguar si el recelo evidente de Crella era o no acertado. Pero que Muirgel estuviera esperando compañía masculina durante la tormenta no encajaba con su malestar.
– ¿Cómo se encontraba sor Muirgel cuando la visteis? -preguntó.
– Todavía estaba mareada y débil. Nunca la había visto tan afectada por un mareo.
– ¿Había viajado por mar otras veces?
– Hemos hecho varios viajes a Iona, pero Muirgel no se mareó ni una sola vez.
– Vuestro camarote está al lado del suyo, ¿verdad?
– Así es.
– Pero no fuisteis a ver cómo se encontraba cuando se desató la tormenta.
– Es que tenía miedo.
– Imaginaos cómo se sentiría ella, mareada como estaba.
– Yo misma estaba mareada -se quejó Crella-. ¿Insinuáis que debí haberme levantado para intentar llegar a su camarote? ¿Que podría haber evitado que subiera a cubierta y que una ola se la llevara? -preguntó en un creciente tono quejumbroso.
– No, no insinúo tal cosa. Ya juzgar por lo que decís, creo que sospecháis que Muirgel no estaba tan mal como ella decía y que, sin duda, esperaba a alguien.
Crella levantó la barbilla como si fuera a negarlo. Pero luego agachó la cabeza y se quedó callada.
– ¿Sabéis quiénes eran los amigos de Muirgel? ¿Estáis segura de que el hermano Bairne no era uno de ellos?
– ¿Bairne? -respondió Crella con una risa forzada-. Ya os he dicho que sería la última persona en quien Muirgel se habría interesado. Uno era… -vaciló.
– ¿Sí? -la instó Fidelma.
– Bueno, el hermano Cian es amigo vuestro…
Esta vez fue Fidelma quien se ruborizó.
– ¡No lo es! Lo conocí hace diez años en Tara y no lo había visto desde entonces, hasta que puse los pies en este barco. Da lo mismo. ¿Decíais de Cian?
– Cian tenía cierta fama en Moville. Pocas son las mujeres en edad de merecer a las que Cian no haya convencido de compartir su cama; desde pimpollos papanatas como Gormán hasta mujeres más maduras como mi prima. Pero tengo la impresión de que Muirgel tenía pensado acabar su relación con Cian antes de salir de la abadía. Empezó a mostrarse reservada, lo cual era raro en ella.
A Fidelma no le sorprendió que los puntos flacos de Cian salieran a la luz.
– ¿Había alguien a quien Muirgel temiera? -preguntó.
Sor Crella negó con la cabeza y miró a Fidelma con curiosidad.
– ¿Qué tienen que ver estas preguntas con la investigación sobre cómo cayó al agua Muirgel? No lo entiendo.
Fidelma sabía que había ido demasiado lejos y que había empezado a suscitar sospechas en la mente de la joven, así que dio otro rumbo a las preguntas.
– Sólo quería información de sor Muirgel, nada más. En lo que a vos respecta, permanecisteis en vuestro camarote hasta el día siguiente.
– Mi intención era pasar a verla esta mañana, pero al amanecer el hermano Cian ha entrado en nuestro camarote diciendo que quería comprobar que todos estaban bien. El muy arrogante… -Crella se contuvo-. Se ha puesto al mando de nuestro grupo y se cree en el deber de guiarnos como si fuéramos sus ovejas descarriadas.
Fidelma se inclinó un poco hacia delante.
– Así que Cian entró para supervisar… Y fue al amanecer. ¿Qué ocurrió luego?
– Poco después de haberse ido volvió para decirme que Muirgel no estaba en su camarote y que iba a dar la voz de alarma al capitán.
– ¿Qué tipo de carácter tenía Muirgel?