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Personajes principales

Sor Fidelma de Cashel, dálaigh o abogada de los tribunales de Irlanda en el siglo VII.

En Ardmore (Aird Mhór)

Sor Canair de Moville (Magh Bíle), guía de los peregrinos

Hermano Cian, monje de la abadía de Bangor (Beannchar) y antiguo miembro de la escolta del rey supremo

Sor Muirgel, de la abadía de Moville

Sor Crella de Moville

Sor Ainder de Moville

Sor Gormán de Moville

Hermano Guss de Moville

Hermano Bairne de Moville

Hermano Dathal de Bangor

Hermano Adamrae de Bangor

Hermano Tola de Bangor

La tripulación del Barnacla Cariblanca

Murchad, el capitán

Gurvan, el oficial de cubierta

Wenbrit, el grumete

Drogan, miembro de la tripulación

Hoel, miembro de la tripulación

Otros

Toca Nia, superviviente de un naufragio

Padre Pol de Uxantis

El brehon Morann, mentor de Fidelma

Grian, amiga de Fidelma en Tara

Me alegraré y me gozaré en tu piedad,

Pues has visto mi aflicción

Y has considerado las aflicciones de mi alma.

Salmos, 30, 8

CAPÍTULO I

Bahía de Ardmore, costa sur de Irlanda, mediados de octubre de 666 d. C.

Por el camino que recorre el cabo abrupto y rocoso, Colla el posadero sofrenó al par de asnos robustos que tiraban de un carro demasiado cargado. Era una suave mañana otoñal y el sol ya ascendía por el este. Un mar en calma se explayaba a los pies del cabo reflejando un cielo surcado apenas por unas nubes blanquecinas. Ya asomaba la brisa del noroeste, moviendo con ella la marea matutina. Desde aquella altura y por el nivel y el tono atenuado del agua, el mar parecía plano y en calma. Sin embargo, los años de experiencia junto a aquella vasta extensión le decían que era sólo un espejismo. Desde aquella altura, la vista no distinguía el oleaje ni los escarceos de unas aguas traicioneras e inquietantes.

En el cielo, las aves marinas y costeras revoloteaban, pasando como flechas en medio de una algarabía de trinos matutinos. Los araos se concentraban a lo largo de la costa, preparándose para emigrar los crudos meses de invierno. En aquella época del año aún se veía alguna que otra alca: ya abandonaban los nidos de los acantilados para partir en las próximas semanas. Las pocas aves estivales que quedaban, las más fuertes, como los cormoranes, desaparecían por momentos para dar paso a las gaviotas. Empezaban a imponerse densas bandadas de gaviotas canas, más pequeñas y apacibles que la gran gaviota hiperbórea de lomo negro.

Colla se había levantado antes del alba para subir con el carro a la abadía de St. Declan, que se erigía en la cumbre del empinado cabo de Ardmore, sobre la aldea de pescadores. Además de ser el posadero del lugar, Colla comerciaba con mercaderes que fondeaban sus naves al abrigo del puerto natural de la bahía; mercaderes que zarpaban de las costas de Éireann rumbo a tierras lejanas como Britania, Galia y otras más remotas.

Aquella mañana había entregado a la abadía cuatro toneles con vino y aceite de oliva que habían llegado con la marea de la noche anterior en un barco mercante galo. A cambio de las mercancías, los industriosos monjes de St. Declan elaboraban bienes de cuero como zapatos, monederos y bolsos, y demás objetos de piel de nutria, ardilla y liebre. Ahora Colla regresaba al puerto para entregar los bienes al mercante galo, que partiría con la marea nocturna. En esta ocasión, el intercambio había satisfecho bastante al abad, así como a Colla, pues la comisión recibida había sido lo bastante sustanciosa para que sus rasgos curtidos mudaran en una sonrisa complaciente a su regreso por el sendero del cabo.

No obstante, había querido hacer un alto para contemplar la vista que se extendía a sus pies. Al mirar abajo despertaba en su interior un ansia de dominación, un ansia de poder. Desde aquella altura divisaba el minúsculo puerto de la ensenada con diversos barcos anclados que se mecían. Se sentía como un rey guardando su reino.

Una ráfaga de viento frío del noroeste lo estremeció e interrumpió sus ensoñaciones. Aquella mañana había notado un leve cambio en la brisa, que era cada vez más intensa y fresca. Hacía una hora que había salido el sol, y la marea estaba cambiando. De un momento a otro despertaría también el trasiego en el puerto. Colla atizó a los asnos con las riendas y, con atención, condujo el carro y la carga por el camino escarpado y sinuoso que descendía a la bahía arenosa.

Se fijó en las siluetas negras de un par de enormes barcos de altura, los ler-longa, fondeados entre otras embarcaciones al socaire del puerto. Desde aquel mirador parecían diminutos y frágiles, pero sabía que en realidad eran grandes y resistentes y que medían veinticinco metros de eslora, suficiente para afrontar los vastos océanos que existían lejos de la costa.

Dio un respingo al oír un chasquido explosivo por encima del alboroto general de las aves y el fragor distante del mar. Un clamor escandaloso respondió al chasquido, lo que espantó a las aves marinas, que alzaron el vuelo sobre la bahía entre graznidos de contrariedad. Era el ruido y la actividad que Colla estaba esperando. Con ojos vivarachos, vio que un de los ler-longa se apartaba lentamente del ancladero. El chasquido provenía del barco: al izar la vela de piel ésta flameaba contra el viento; una vez arriba, venciendo las rachas, era atesada. Colla sonrió con la expresión del buen conocedor. Seguramente al capitán le acuciaría aprovechar el viento crepuscular del noroeste y el cambio de marea. ¿Cómo lo definían los marineros? Marea de sotavento que se mueve en la dirección del viento. Con buenas artes de navegación, el barco no tardaría en salir de la bahía y alejarse del cabo de Ardmore, rumbo al sur, hacia el vasto mar abierto.

Colla aguzó la vista para identificar la nave, aunque sabía que sólo una embarcación zarparía con la marea de aquella mañana. Era el Ge Ghúirainn de Murchad, el Barnacla Cariblanca. Murchad le había contado que en esta ocasión transportaría a un grupo de peregrinos con destino a un santo sepulcro de ultramar. De hecho, de camino a la abadía Colla se había cruzado con un grupo de monjes y monjas a pie, que descendían al puerto para embarcarse. La escena no era nada inusual. Peregrinos procedentes de todos los rincones de los Cinco Reinos de Éireann frecuentaban la abadía de St. Declan, donde solían alojarse antes de subir a bordo de la embarcación que los conduciría a sus respectivos destinos. Según el carácter, había quienes preferían dormir en la posada de Colla. La noche pasada había alojado a algunos, que ya estarían a bordo del Barnacla Cariblanca. Entre ellos se contaba una religiosa que había llegado bien entrada la noche y que estaba ansiosa por embarcar al alba. Por otra parte Menma, un sobrino que le ayudaba en la posada, le había dicho que un hombre y una mujer habían cogido una habitación algo antes, y viajarían asimismo en el barco de peregrinos.