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– ¿Creéis que eso es relevante?

– Sólo quiero entender qué la movió a salir del camarote y subir a cubierta pese a encontrarse tan mal.

– El pavor, supongo -respondió Crella-. Yo llegué a pensar en algún momento que el barco se iría a pique por el modo en que se movía arriba y abajo. En ninguno de los viajes a Iona habíamos encontrado nunca tan mala mar.

– ¿Cuántas veces habéis cruzado el estrecho de Iona?

– Muirgel y yo llevamos recados del abad de Moville a Iona en diversas ocasiones.

– ¿Y nunca se mareó entonces? Porque suele ser un estrecho azotado por las tempestades, ¿verdad? Yo solamente lo atravesé en una ocasión, pero comprendí que la gente lo encontrara temible, pues la furia del mar puede ser espantosa.

– No recuerdo haberla visto mareada nunca.

– Sin embargo, vos creéis que anoche el miedo se apoderó de ella y que corrió a cubierta en medio de la tormenta.

– Es la única conclusión que puede sacarse. Quizá sólo quiso respirar aire fresco porque el del camarote era agobiante y estaba viciado.

Fidelma quedó en silencio un instante y añadió en voz baja:

– No me habéis dicho nada de cómo era Muirgel.

La respuesta de Crella fue inmediata y entusiasta.

– Era decidida y aguda. Sabía lo que quería. Quizá por eso yo seguía su ejemplo. Era a ella a quien se le ocurrían todas las ideas.

– Ya. -Fidelma se puso en pie de repente-. Habéis sido de gran ayuda, Crella… Oh, una cosa más… ¿cuándo decidió Cian unirse al grupo?

Crella hizo una mueca de fastidio.

– ¿Ése? Pues cuando sor Canair anunció su propósito de guiar a un grupo al Santo Sepulcro.

– ¡Vaya! Así que la idea de peregrinar al Sepulcro de Santiago fue de Canair?

– Iba a ser nuestra guía. Cian era de Bangor, aunque venía a Moville con frecuencia. Lo conocíamos bien. Hacía de emisario del abad de Bangor para los recados a Moville. Cuando Canair anunció la peregrinación, Cian se unió al grupo desde el principio.

De pronto oyeron un grito procedente de la cubierta por encima de ellas y Wenbrit apareció corriendo.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Fidelma al verlo pasar como una exhalación.

– La bruma escampa -exclamó el muchacho-, pero creo que hay dificultades.

CAPÍTULO X

Fidelma encontró a varios pasajeros reunidos en la cubierta, deseosos de averiguar a qué venía el alboroto que armaba la tripulación del Barnacla Cariblanca. Era casi mediodía y el sol había dispersado buena parte de la niebla, aventándola como volutas de humo de una hoguera.

Al asomarse a cubierta, había oído otro grito procedente del palo mayor; era un grito de alarma. Se volvió hacia la cubierta de popa, donde vio a Murchad de pie junto a sus timoneles; Fidelma siguió la mirada del capitán, a babor. Entre la niebla que rápidamente se dispersaba distinguió la albura del oleaje que rompía contra unos escollos sobre los que una bandada de cormoranes posaba como centinelas rutilantes. Entonces se apercibió de que en derredor, aquí y allá, sobresalían a flor de agua rocas e islotes como aquéllos.

Gurvan, el oficial de cubierta, acudió como alma que lleva el diablo junto al capitán.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó Fidelma a voz en cuello.

– Sylinancim -gruñó el bretón, que no parecía contento-. La tempestad nos ha empujado demasiado al sureste.

Así que Murchad estaba en lo cierto cuando le había dicho que la tormenta los había desviado fuera de rumbo hacia el este.

Ni Gurvan ni Murchad pusieron objeción alguna a que Fidelma siguiera al bretón hasta la cubierta de popa para quedarse junto al capitán que tenía el semblante preocupado.

– No sabía que las islas Sylinancim fueran tan desoladas e inhóspitas -observó, maravillada ante los peñascos escabrosos que los rodeaban.

– Las islas principales están habitadas y tienen partes en las que es posible desembarcar -explicó Gurvan-. Normalmente evitamos esta zona navegando en dirección oeste. Hemos pasado de largo el estrecho de Broad, que habría sido un paso seguro, y ahora los vientos y la marea están impeliendo el barco hacia el istmo de Crebawethan.

Estas últimas frases iban dirigidas a Murchad, que asentía con la cabeza a la evaluación del oficial de cubierta. Fidelma nada sabía de aquellos lugares, pero captó la desazón en el tono de voz del bretón, normalmente flemático.

– ¿Es un mal sitio por el que pasar? -preguntó.

– Digamos que no es conveniente estar aquí -respondió Gurvan-. Si logramos sortear el istmo, quizá podamos evadir por el sur los arrecifes de Retarrier… más rocas. Una vez los hayamos esquivado podremos navegar en línea recta hasta la isla de Uxantis. Nos habremos desviado un día de nuestro rumbo, claro, siempre y cuando…

De pronto cayó en la cuenta de que estaba hablándole a una pasajera y lanzó una mirada de culpabilidad a su compañero. Murchad estaba demasiado preocupado para percatarse.

– ¿Siempre y cuando consigamos sortear el istmo de Crebawethan? -terminó Fidelma por él.

– Eso mismo, señora.

El capitán miraba la vela hinchada con ojo avizor; hizo señales a uno de los hombres encargados de la espadilla para que cambiara su puesto con él. Algunos marineros se agolpaban en la proa, prontos para avisar a gritos en caso de que el barco se acostara demasiado a los escollos.

– ¡Asegurad la bolina! -gritó Murchad.

Dos marineros corrieron al costado de barlovento y agarraron un cabo amarrado a la vela cuadra. Tiraron de él, y la vela se movió hacia estribor de manera que el viento daba de lleno contra toda la extensión de cuero.

Murchad se volvió hacia Fidelma y le dijo gritando:

– Señora, preferiría que todos los peregrinos estén en cubierta durante este pasaje. ¿Os importaría pedir al resto que suba?

Dado que el capitán debía seguir prestando atención a la espadilla, dejó que Gurvan explicara sus razones a Fidelma.

– Si… -vaciló Gurvan y luego se encogió de hombros-. Si abordáramos contra los escollos, bueno… más vale que los peregrinos estén en cubierta, porque tendrían más posibilidades.

– ¿Tan peligroso es? -preguntó ella, pero vio la respuesta afirmativa en los ojos del timonel.

Sin decir nada más, Fidelma se apresuró a través de la cubierta para bajar por la escalera de cámara. Allí encontró a Wenbrit.

– El capitán quiere a todos en cubierta -le explicó al joven.

Wenbrit dio media vuelta y desapareció. En cuestión de segundos lo oyó apremiando a los peregrinos que había en los camarotes a subir arriba con el resto. La mayor parte salió a regañadientes. Wenbrit tomó el mando y les indicó dónde debían colocarse. Casi nadie estaba al corriente del peligro que corrían, e incluso cuando Fidelma secundó los ruegos del joven grumete, se movieron con lentitud exasperante y sin dejar de quejarse. Pero cuando algunos vislumbraron la proximidad de rocas y escollos, se impuso el silencio al comprender al fin el peligro en que se hallaban.

Los peregrinos se apiñaron en la cubierta principal, apoyados contra la baranda para contemplar las rocas negras, bañadas por la espuma amarillenta, que pasaban raudas y peligrosamente a ambos costados del navío.

Soplaba un viento fresco, pero sobre el oleaje empezaban a formarse blancas cabrillas que no auguraban nada bueno. A diestro y siniestro se oía el murmullo de las aguas rápidas, y Fidelma se dio cuenta de que ello suponía una amenaza mayor para el barco que la de los afloramientos de granito negro, de mayor altura. Significaba que había rocas bajo la superficie que podían romper la quilla en un decir amén.

Fidelma se estremeció. El sol había adquirido un cariz débil y frío. Nubes blancas se extendían como luengos vellones por la bóveda celeste. Una extraña reverberación cubría las aguas con tal intensidad, que Fidelma se frotó los ojos. La sal de las gotas suspendidas los irritaba. El viento decaía. La vela perdió fuerza; flameaba con desánimo, casi con languidez.