Выбрать главу

Murchad miró hacia arriba y movió los labios, acaso soltando una maldición. Fidelma se lo podía perdonar. Entonces Gurvan corrió hacia la proa y gritó una orden. En la proa quedaron dos hombres, pero los demás corrieron a colocarse de pie en medio del barco, a la espera de instrucciones.

Las rocas seguían pasando a los lados de la nave, que se desplazaba todavía por el impulso que le daban la marea y la velocidad.

Fidelma miró alrededor y la embargó una tremenda sensación de aislamiento. Allí, en medio del mar y el golpeteo del oleaje contra las rocas, se sentía terriblemente vulnerable y sola. Estaba aterida por el frío, y abrumada por los presentimientos.

Cuando fue a darse cuenta estaba murmurando algo:

– Deus miseratur…

Le sorprendió descubrir que era un Salmo.

Apiádese Dios de nosotros y bendíganos,

Haga resplandecer su faz sobre nosotros,

Para que se conozcan en la tierra t us caminos,

Y tu salvación entre todas las gentes.

Estaba de pie, con las manos sobre la baranda del barco, cuando el bauprés se sumergió en la espuma y volvió a surgir, como un corcel inclina y alza el testuz con afán de competir. Fidelma oyó un crujido; asustada, levantó la vista al palo mayor, cuya parte superior se doblegaba como una fusta las vergas se combaban, al tiempo que las ráfagas de viento amenazaban con partir por la mitad las velas atesadas. Murchad estaba de pie con las piernas separadas, ambas manos sujetando la espadilla y gesto impávido, concentrado en su quehacer.

Fidelma pensó que, si alguien caía a las turbulentas aguas no resistiría ni medio segundo. Sólo podían confiar en el arte de navegación del capitán. Fidelma perdía el sosiego si no tenía cierto grado de control sobre las circunstancias. Puesto que nada podía hacer en aquéllas, sentía frustración.

Murchad seguía impertérrito; su cabello ondeaba al viento y tenía los ojos entornados con fuerza. Sólo daba órdenes a su compañero mientras ambos agarraban la espadilla con fuerza.

Se adentraron entonces en un paso estrecho entre lo que parecía un gran islote rocoso a estribor y un grupo disperso de rocas y escollos a babor. El agua hervía alrededor y el barco parecía moverse azarosamente, arrastrado por corrientes que lo precipitarían a la fatalidad. Fidelma rezó por que Murchad y su compañero sostuvieran la espadilla con mano firme.

El viento aullaba a su paso entre los palos y cabos del aparejo, y el navío parecía estar fuera de control; brandaba y cabeceaba peligrosamente cerca de los peñascos de granito escarpado que afloraban por todas partes. No obstante, Murchad y su compañero resistían.

Procedente de proa, les llegó un alarido que atrajo a dos o tres miembros de la tripulación. Fidelma volvió a la baranda y se asomó para ver qué sucedía.

Iban derechos a un enorme risco negro que se alzaba justo en medio de su trayectoria entre corrientes de espuma amarillenta que rompían contra las paredes y se derramaban luego por los lados. A medida que se aproximaban, el estruendo del agua desvelaba la presencia de un arrecife bajo el agua. Era como una caldera bullendo. Fidelma cerró los ojos e imaginó por un momento al barco rompiéndose en pedazos, engullido por aquella vorágine. La cubierta se ladeó y dio una sacudida que hizo perder el equilibrio a Fidelma sin que llegara a caer. Pensó que habían chocado contra las rocas. Sintió que un brazo la rodeaba y oyó la voz de Gormán reprendiéndola:

– ¡No os soltéis de la baranda!

Fidelma abrió los ojos y vio ante sí las rocas pasando como flechas junto al costado del barco en medio de la hondonada que formaba el oleaje. De haber querido, podría haberlas tocado. El escollo negro más elevado pasó volando y de pronto, con una brusquedad asombrosa, entraron en aguas tranquilas.

Los marineros de proa lanzaron un grito de triunfo.

Fidelma vio cómo el semblante taciturno de Gurvan se descomponía en una media sonrisa de alivio.

– ¿Nos hemos librado? -le preguntó.

– Hemos pasado por el istmo -respondió Gurvan con solemnidad-. Desde aquí ya podremos cambiar de rumbo al sur por aguas más tranquilas.

Dicho esto se volvió y gritó una orden a Wenbrit para que permitiera a los pasajeros bajar si querían.

Fidelma aún estaba agarrada a la baranda, contemplando el agua negra que se deslizaba al paso del barco, cuando Cian se le acercó.

– ¿Cuánto tiempo más vas a mantener tu antagonismo? -le preguntó de sopetón y con cierta beligerancia-. Sólo pretendo ser amable. Al fin y al cabo compartiremos el mismo barco durante mucho tiempo todavía.

Fidelma volvió a la realidad de su situación con una fuerte exhalación. Se disponía a contestarle, cuando cambió de parecer.

– De hecho, Cian -le dijo con dureza, volviéndose hacia él-, sí que necesito hablar contigo.

Era evidente que Cian no esperaba aquella aquiescencia. La miró pasmado, y a continuación asomó a sus ojos una mirada triunfal.

– Ya sabía yo que acabarías entrando en razón.

Fidelma detestaba aquella mirada ufana de quien ha obtenido la victoria. Pero apartó la idea de su mente y, con frialdad, simplemente lo informó:

– Murchad me ha pedido que realice una investigación oficial con motivo de la desaparición de sor Muirgel a fin de protegerlo contra una posible demanda por negligencia por parte de los familiares. Tengo que hacerte unas preguntas.

Cian cambió el gesto, evidenciando así que ésa no era la respuesta que él esperaba.

– Me han dicho que te has adjudicado el liderazgo del grupo.

Cian cerró la boca con fuerza y avanzó el mentón.

– ¿Acaso hay otro mejor cualificado para ello?

– No me corresponde a mí poner en duda tu competencia, Cian; no formo parte de vuestro grupo. Sólo pregunto para que conste claramente en el informe.

– Hace falta un guía. Lo vengo diciendo desde que salimos de la abadía.

– Pensaba que sor Canair era la guía de esta peregrinación.

– Y era Canair… -Se interrumpió y se encogió de hombros-. Canair ya no está entre nosotros.

– ¿Qué te llevó a preocuparte tanto de la seguridad del grupo anoche? ¿Qué te llevó a pasar por todos los camarotes para cerciorarte de que todo el mundo estaba bien, y al amanecer? No te correspondía a ti hacerlo, ¿no? ¿Te despertó la tormenta?

– No, no me despertó.

Fidelma arqueó un poco una ceja ante la rotunda negativa.

– Creía que la violencia de la tormenta nos había despertado a todos -comentó.

– Tú ya sabes que soy… que era… un guerrero. Estoy acostumbrado a situaciones de…

– Entonces dormiste a pierna suelta durante toda la tempestad -cortó Fidelma.

– No exactamente, pero…

– Entonces te despertó, como a todos los demás. -Fidelma se regodeaba con vindicación al insistir en aquel aspecto-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué te pareció que debías comprobar que todos los del grupo estaban bien?

– Como he dicho, alguien debe estar al mando. Es evidente que sor Muirgel no estaba en condiciones de controlar la situación.

– Entonces solamente lo hiciste para reivindicar tu derecho al liderazgo.

Cian frunció el entrecejo.

– Yo sólo quería asegurarme de que nadie estaba en apuros.

– ¿Y por eso te arrogaste el cargo de guardián para vigilar a los demás?

– Al final resultó ser una buena idea.

– Porque todo el mundo estaba sano y salvo en su camarote, salvo sor Muirgel, ¿no es así?