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– Pero el control no le duró mucho -observó Fidelma secamente-. De hecho, dos de los guías no han podido disfrutar mucho tiempo de su cargo. ¿Estás seguro de que quieres ocuparlo ahora? -le preguntó con una sonrisa sarcástica en los labios.

Las facciones de Cian se tensaron.

– No sé qué insinúas.

Fidelma ensanchó la sonrisa.

– Nada, es sólo una sugerencia. Gracias por tu tiempo y por responder a mis preguntas.

Cian dio media vuelta para irse y vaciló un momento. Levantó el brazo sano con un curioso movimiento de impotencia.

– Fidelma, no deberíamos estar enemistados. Tanto rencor…

Ella lo miró con desdén.

– Ya te lo he dicho antes, Cian: no hay enemistad entre nosotros. Para haberla tendría que mediar algún sentimiento entre los dos. Y ya no queda nada. Ni siquiera rencor.

Pese a pronunciar esas palabras en voz alta, Fidelma sabía muy bien que mentía. El desprecio que sentía por él era en sí un sentimiento; y no le gustaba ni gota. Si de verdad se hubiera recuperado del daño que le había causado entonces, no habría sentido nada en absoluto. Y esta realidad la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.

CAPÍTULO XI

Fidelma decidió que el siguiente en ser interrogado sería el oficial de cubierta bretón, Gurvan, que había realizado una búsqueda exhaustiva por el barco. Preguntó a Murchad dónde podía encontrarlo, a lo que éste le respondió que estaba abajo, «calafateando». Fidelma no supo a qué se refería, pero Murchad hizo una seña a Wenbrit y le mandó conducirla a donde Gurvan se hallaba trabajando.

Gurvan estaba en una parte delantera del barco, donde al parecer se guardaban pertrechos. Estaba algo más allá del lugar donde colgaban los coyes de la tripulación del Barnacla Cariblanca; los coyes eran las camas colgantes de malla de tela suspendidas a ambos extremos de cabos que iban atados a las vigas del barco de manera que se balanceaban con el vaivén del navío. Algunos marineros dormían, exhaustos tras pasar la noche en vela debido a la tormenta. Con un farol en la mano, Wenbrit pasó entre los coyes con cuidado de no tocarlos y llegó a un camarote lleno de cajas y toneles.

Gurvan había movido las cajas necesarias para tener acceso al costado de la embarcación. Había equilibrado un farolillo sobre unas cajas y estaba encorvado; sostenía un cubo y metía barro -o eso le pareció a Fidelma- entre las juntas de la madera. Wenbrit los dejó después de asegurarse de que Fidelma sabría volver sola a la cubierta principal.

Gurvan no interrumpió su labor y Fidelma se agachó junto a él. Advirtió que de entre las junturas del barco brotaban regueros de agua aquí y allá y, de pronto, comprendió que al otro lado de los tablones estaba el mar.

– ¿Hay peligro de que el agua inunde el barco? -susurró.

Gurvan se rió con picardía.

– No, señora, por Dios. Hasta los mejores barcos tienen filtraciones, sobre todo después del pasaje endemoniado que acabamos de superar. Primero la tormenta y luego el paso por el istmo. Lo raro es que no se haya roto algún tablón. Pero el nuestro es un buen barco, sólido y resistente. Los tablones están unidos a tope: contienen la presión de cualquier mar.

– ¿Y entonces que estáis haciendo?

Fidelma no estaba convencida del todo y no quería reconocer que no tenía idea de qué quería decir «unidos a tope».

– A esto se le llama calafatear, señora -dijo y señaló el cubo-. Eso de ahí son hojas de avellano. Las meto entre las juntas de los tablones y sirven para taponar herméticamente los resquicios.

– Parece tan… endeble frente a la turbulencia del agua.

– Es un método de calidad probada -le aseguró Gurvan-. Los grandes navíos de nuestros antepasados veneti combatieron contra Julio César con barcos calafateados de un modo similar. Pero no habréis venido a preguntarme sobre esto, ¿no?

Fidelma le dio la razón con renuencia.

– No. Sólo quería preguntaros acerca de la búsqueda de sor Muirgel.

– ¿La religiosa que cayó al mar? -preguntó.

Se detuvo un momento a examinar su trabajo y luego dijo:

– El capitán me pidió que llevara a cabo una busca. En un barco de veinticuatro metros de eslora no hay muchos rincones donde esconderse, ya sea accidental o intencionadamente. Enseguida nos percatamos de que esa mujer no iba a bordo.

– ¿Buscasteis en todas partes?

Gurvan sonrió sin perder la paciencia.

– En cualquier parte donde alguien podría esconderse si quisiera. Bueno, salvo en el pantoque, porque pensé que una mujer nunca se escondería allí… Es la parte más honda del casco, donde se suelen juntar ratas, ratones y desperdicios.

Fidelma tuvo un escalofrío involuntario. Gurvan sonrió con cierto sadismo al ver su reacción.

– No, señora, aparte de los camarotes de los pasajeros, donde ya se había buscado, miré por todas partes. Sólo podemos sacar en conclusión que la pobre cayó por la borda.

– Gracias, Gurvan.

Fidelma se puso de pie y regresó por donde había venido.

Aunque no había pensado en interrogar a sor Gormán a continuación, pensó en hacerlo al pasar por delante de su camarote. Sor Gormán estaba sentada en su litera, pálida y cabizbaja.

– ¿No molestaré? -preguntó Fidelma al entrar después de ser invitada a ello.

– Sor Fidelma -dijo la muchacha, alzando la vista con nerviosismo-. No me importa que me molesten. Esta travesía no está siendo como esperaba.

– ¿Y qué esperabais? -preguntó Fidelma al sentarse.

– Oh -se lamentó e hizo una pausa para pensar-. Creo que nada está siendo como cabría esperar; un peregrinaje, un viaje al sepulcro donde yace el cuerpo de un hombre que conoció a Cristo… debería ser un viaje memorable y excitante.

– ¿Acaso no os parece un viaje excitante? Yo diría que lo es; y un viaje lleno de incidentes -respondió Fidelma manteniendo un tono suave.

Sor Gormán apretó los labios. Fidelma esperó y, al no obtener respuesta, se sentó en una silla junto a la muchacha y adoptó un tono más serio.

– La pérdida de sor Muirgel ha sido un golpe duro para vuestro grupo.

La joven arrugó la nariz con desdén.

– ¡Muirgel! -exclamó, resumiendo en esa palabra su aprensión.

Fidelma captó el tono de inmediato.

– Veo que no erais amiga de sor Muirgel.

– Lamento que esté muerta -respondió sor Gormán a la defensiva.

– ¿No le teníais simpatía?

– No me siento culpable por tenerle antipatía.

– Nadie ha insinuado que debierais sentirla.

– Cuando alguien muere uno siempre se siente culpable de abrigar malos pensamientos hacia el fallecido.

– ¿Y vos los abrigabais?

– Yo y todos, ¿no?

– Yo no lo sé: no soy de vuestro grupo. Yo pensaba que erais peregrinos que viajabais juntos.

– Y así es. Pero eso no quiere decir que congraciemos entre nosotros. Yo no tengo nada en común con nadie de este grupo salvo con… -Se interrumpió y se apresuró a añadir-: Sor Muirgel era una tirana y yo… ¡yo la odiaba!

La hermana Gormán casi escupió su última frase. Fidelma miró a la joven con seriedad.

– ¿Y ahora creéis que deberíais sentir culpa por el odio que le teníais?

– Sí, pero no la siento.

– ¿Qué os hacía odiar a sor Muirgel en concreto?

Sentada en la cama, la joven se paró a reflexionar.

– Siempre se metía conmigo porque soy joven y provengo de una familia pobre. Mi padre no era jefe como el suyo, sino palafrenero. Aprendí a leer un poco y entré en la abadía de Moville para proseguir mis estudios. Muirgel y Crella me obligaron a ser su criada.