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– ¿Que os obligaron?

Fidelma no era tan ingenua como para ignorar que tras los muros de abadías e instituciones religiosas, como en cualquier otra institución, también había quien tiranizaba a otros.

– ¿Las dos, sor Muirgel y sor Crella, os daban órdenes?

– Sor Muirgel mandaba y sor Crella acataba. Muirgel siempre llevaba la voz cantante en estas cosas.

– Por eso no lamentáis su muerte.

– ¿Acaso no dice la carta de san Pablo a los Romanos: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis»? Si así debe ser, mi alma está condenada. Pero no me importa.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Bueno, dadas las circunstancias, creo que se os perdonará lo que sentís. De entre todas las cosas, amar a nuestros enemigos es de las más difíciles.

– Pero, ¿perdonar a nuestros enemigos no es acaso uno de los actos de gracia fundamentales que nos definen como bienaventurados? -preguntó la joven con obstinación.

– El perdón es un tema principal en los Evangelios -concedió Fidelma-. Los Evangelios nos dicen que la voluntad de Cristo de perdonarnos está supeditada a nuestra voluntad de perdonar a nuestros enemigos. El que éramos antes debe renacer como alguien nuevo y bondadoso si quiere ser aceptado en el Reino eterno de Dios.

Sor Gormán parecía apenada.

– En tal caso la condenación pende sobre mí.

– Ahora que sor Muirgel ha muerto, seguro que…

– Sigo sin poder perdonar a sor Muirgel por el sufrimiento que me causó.

Fidelma se echó hacia atrás, pensativa.

– Si la odiabais tanto, ¿por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Sor Canair era quien iba a estar al mando. Pero sor Canair era mala persona.

– ¿En qué sentido? -Fidelma se sorprendió-. ¿También os tiranizaba?

– Oh, no -aseguró la joven moviendo la cabeza-. Sor Canair no me tomaba en cuenta. Yo para ella no existía. ¡Cuánto los odiaba a todos! Cómo deseaba…

La chica empalideció de pronto y miró a Fidelma con ansia.

– Yo no deseaba que sor Muirgel muriera de ese modo. Yo sólo quería castigarla.

– ¿Castigarla? ¿A qué os referís?

Sor Gormán parecía preocupada.

– Lo juro, no era mi intención.

– ¿Vuestra intención? -preguntó Fidelma con el ceño fruncido-. ¿A qué os referís con que no era vuestra intención? ¿Intentáis decirme que estáis implicada en la desaparición de Muirgel?

Con ojos muy abiertos, la muchacha miraba a Fidelma como si los pensamientos que habían acudido a su mente la horrorizaran.

– Le eché un mal de ojo. Ayer a medianoche me puse delante de la puerta de su camarote y la maldije.

Fidelma no sabía si debía reír o asombrarse ante la revelación teatral de la joven.

– ¿Decís que estabais delante de su camarote ayer a medianoche durante la tormenta…? ¿Y que la maldijisteis? ¿Eso habéis dicho?

Sor Gormán asintió moviendo la cabeza lentamente.

– Sí, durante el temporal.

– ¿Entrasteis en su camarote a verla?

– No. Me quedé fuera y la maldije con palabras de los Salmos.

Y empezó a recitar en un tono gemebundo:

Que sus ojos se oscurezcan y no vean,

Y que su lomo vacile siempre

Derrama sobre ella tu ira;

Que el furor de tu cólera la alcance;

… y acrecentó el dolor del que t ú llagaste.

Añade esta iniquidad a sus iniquidades,

Y que no tenga parte en tu justicia.

Que sea borrada del libro de la vida

¡Y no sea inscrita con los justos!

Fidelma parpadeó ante la vehemencia de la joven y luego trató de sacar algo en claro.

– Pero si es una versión modificada del Salmo 69 -observó.

– ¡Pero surtió efecto! ¡Surtió efecto! ¡Mi maldición surtió efecto! -exclamó con una nota de histeria-. Debió de subir a cubierta al poco rato, y la mano vengadora de Dios se la llevó.

– No lo creo -respondió Fidelma con sequedad-. Si intervino alguna mano, fue humana.

Sor Gormán se la quedó mirando y luego tuvo un cambio brusco de ánimo. En sus ojos había recelo.

– ¿Qué queréis decir? Todo el mundo ha dicho que una ola la arrastró al mar, ¿no?

Fidelma advirtió que había hablado más de la cuenta.

– Simplemente quiero decir que no ocurrió a causa de tu maldición ni tu invocación.

Sor Gormán se paró a pensar un momento.

– Pero una maldición es algo terrible, y yo debo expiar mi pecado. Sin embargo, no puedo hacerlo perdonando a sor Muirgel, ni sintiéndome culpable.

– Decidme una cosa solamente, sor Gormán -pidió Fidelma, que empezaba a aborrecer el egocentrismo de la muchacha, así como su empeño en autoinculparse por la muerte de sor Muirgel-. Habéis dicho que salisteis de vuestro camarote sobre la medianoche.

La joven asintió con la cabeza.

– Lo compartís con sor Ainder, ¿cierto?

– Así es.

– ¿Os vio salir del camarote?

– Concilió el sueño en el acto. Suele dormir como un leño. No creo que me viera salir.

– ¿La tormenta ya se había desatado?

– Sí.

– Vuestro camarote está junto a las escaleras, o como se llamen. Si lo he entendido bien, descendisteis por ellas hasta su camarote, ¿y no os cruzasteis ni visteis a nadie?

Sor Gormán movió la cabeza y confirmó lo dicho:

– No había nadie por allí a esa hora, y la tormenta era muy fuerte.

– Entonces, repito, si lo he entendido bien, os quedasteis frente a la puerta: no llegasteis a entrar en el camarote, sino que permanecisteis fuera maldiciéndola. ¿Y nadie os oyó?

– En ese momento la tormenta arreciaba. Dudo que nadie hubiera podido oírme aun estando a mi lado.

Fidelma la miraba sin convencerse de aquellas palabras. Parecía una versión muy extraña pero, por otra parte, la verdad solía ser lo increíble, y la mentira lo plausible.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis frente a la puerta del camarote echando esa maldición? -quiso saber.

– No estoy segura. Unos momentos. Un cuarto de hora quizá. No lo sé.

– ¿Qué hicisteis tras echar la maldición?

– Regresé a mi camarote. Sor Ainder aún dormía y la tormenta seguía rugiendo. Me tumbé en la cama, pero no me dormí hasta que la tormenta no amainó.

– ¿Oísteis algo en el pasillo?

– Me pareció oír un portazo en el camarote de enfrente. Empezaba a adormecerme y el golpe me despertó.

– ¿Cómo ibais a oírlo con el estruendo de la tormenta? Acabáis de decir que nadie os habría oído a vos. ¿Cómo ibais a oír entonces una puerta cerrándose?

Sor Gormán apretó las mandíbulas con pugnacidad.

– La oí porque fue después de que la tormenta empezara a amainar.

– De acuerdo. Sólo quiero asegurarme de que he entendido bien los hechos. Y la puerta del camarote a la que os referís, la que oísteis cerrar de un golpe, ¿decís que era la del camarote frente al vuestro?

– Es el que comparten Cian y Bairne.

– Vaya. Y luego os volvisteis a dormir.

Sor Gormán parecía muy inquieta.

– Mi maldición la mató. Supongo que merezco un castigo.

Fidelma se puso en pie y se quedó mirando con lástima a la joven. Sor Gormán era decididamente inestable y, desde luego, precisaba la ayuda de su alma amiga, el compañero que todos tenían, encargado de escuchar los problemas y hablar de ellos. Todas las personas de las iglesias de los Cinco Reinos escogían para ello a un anamchara, o alma amiga.