Выбрать главу

– Quizá no conozcáis el antiguo proverbio que dice: «Jamás un millar de maldiciones rasgaron una camisa» -dijo Fidelma para tranquilizar a la chica.

Ésta alzó la cabeza para decirle:

– He maldecido a sor Muirgel y he causado su muerte. Ahora yo debo ser condenada.

Empezó a mecer el cuerpo adelante y atrás, rodeándose los hombros con los brazos y cantando con voz suave:

Perezca el día en que nací

Y la noche en que se dijo: «¡Ha sido concebida una niña!».

Conviértase ese día en tiniebla, no se c uide Dios desde lo alto,

No resplandezca sobre él un rayo de luz,

Apodérese de ella oscuridad y sombras d e muerte;

Encobe sobre él negra nube, llénelo d e terrores la negrura del día.

Hagan presa de aquella noche l as tinieblas,

No se junte a los días del año,

Ni entre en él cómputo de los meses.

Sea noche de tristeza,

No haya en ella regocijos.

Maldíganla…

Fidelma dejó a aquel ser desequilibrado salmodiando solo y salió de allí algo ahuyentada. ¿A cuál de todas las religiosas difíciles debía acudir para pedir que se ocuparan de ella? La joven necesitaba consejo, y ahora Fidelma no podía asumir esa responsabilidad. Sin embargo, no creía que nadie fuera a hacerse responsable. Sor Ainder no era suficientemente compasiva y Crella también era demasiado joven. Fidelma tendría que encargarse del asunto más adelante. Por el momento tenía que entrevistar todavía a Dathal, Adamrae, Bairne y Tola.

De pronto Fidelma reparó en que había un miembro del grupo de peregrinos al que aún no había visto: el hermano Guss. No había salido de su camarote desde que embarcaron, y tampoco había aparecido después de que Murchad ordenara a todo el mundo que subiera a cubierta al pasar entre los escollos. Compartía camarote con el hermano Tola, al que había visto leyendo al lado de un barril de agua de lluvia bajo el palo mayor. Por tanto, pensó que era un buen momento para abordar al monje esquivo.

Llamó a la puerta de su camarote y esperó.

Oyó el movimiento de una persona al otro lado, y luego una pausa larga. Volvió a llamar. Una voz débil la invitó a pasar y así lo hizo; la penumbra la hizo pestañear y esperó a que la vista se hubiera acostumbrado. Distinguió la figura de un hombre sentado sobre una de las literas.

– El hermano Guss, me imagino.

Se detuvo en el umbral y vio que la cabeza oscura del religioso se volvía hacia ella.

– Así es: Guss -respondió con voz trémula.

– ¿Podemos iluminar un poco más el camarote? -sugirió Fidelma y, sin esperar que respondiera, tomó la linterna del pasillo y la llevó dentro.

La luz reveló a un monje joven. Varias cosas llamaron la atención de Fidelma: el cabello rojo y desgreñado, abundantes pecas sobre una tez pálida, así como unos ojos azules, grandes y asustadizos, y un cuerpo alto pero enjuto. El joven bajó la mirada como un niño culpable al cruzarse con la de ella.

– No os hemos visto en la cubierta ni en ninguna comida -dijo Fidelma, tomando la iniciativa al tiempo que se sentaba en la litera a su lado-. ¿Os encontráis mal todavía?

El hermano Guss la miró con desconfianza.

– Me encontraba mal… es por el vaivén del mar, ¿sabéis? ¿Quién sois?

– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.

– El hermano Tola me ha hablado de vos. Yo me encontraba mal -repitió.

– Eso me habían dicho. ¿Y os encontráis mejor?

El hermano Guss dio la callada por respuesta.

– El mar está mucho más en calma y no es bueno pasar tanto tiempo encerrado en el camarote. Os convendría subir a cubierta a tomar el aire. De hecho, no os he visto allí cuando el capitán ha dado la orden de subir.

– No sabía que la orden me concerniera.

– ¿No estabais al corriente del peligro?

El joven evitó responder otra vez y siguió mirándola con recelo.

– Guss es un nombre poco habitual -volvió a probar Fidelma-. Es un nombre muy antiguo, ¿verdad?

La mejor manera de hacerle perder la desconfianza hacia ella era animarlo a hablar.

El joven inclinó la cabeza un poco.

– Significa, según recuerdo, «vigor» o «fiereza». Supongo que la gente te llama Gusán -añadió Fidelma, refiriéndose al diminutivo y esperando provocarle con la referencia a su mocedad.

Y así fue. El joven puso mala cara y reaccionó, molesto.

– Me llamo Guss.

– ¿Y sois de la abadía de Moville?

– Estudio en la abadía -confirmó.

Apenas tenía más de veinte años.

– ¿Qué estudiáis?

– Estudio la ciencia de los astros con el Venerable Cummian, y ayudo a mantener un registro de los fenómenos meteorológicos -explicó el joven con un vislumbre de ufanía en la voz pese a su congoja.

– ¿Cummian? ¿Entonces sigue vivo? -dijo Fidelma con asombro genuino.

El joven frunció el ceño.

– ¿Conocéis al Venerable Cummian?

– Su fama le precede. Estudió con el gran abad de Bangor, Mo Sinu maccu Min, y ha escrito muchos libros de cómputo astronómico. Pero debe de ser muy anciano. ¿Y decís que sois alumno suyo?

– Uno de varios -afirmó Guss con orgullo-. Pero yo ya he obtenido el título de la quinta orden de sabiduría.

– Excelente. Es bueno saber que entre los pasajeros hay alguien capaz de reconocer el mapa orbe y trazar el recorrido para llegar a tierra desde este mar tempestuoso.

Así animó Fidelma al joven, engatusándolo y mitigando su hostilidad inicial por la intrusión. Advirtió que de vez en cuando se llevaba la mano derecha al brazo contrario y lo apretaba. Distinguió una mancha oscura en la manga.

– Parece que os hayáis hecho daño en el brazo -le preguntó con interés-. ¿Os habéis cortado? ¿Queréis que lo examine?

El joven monje se ruborizó y volvió a fruncir el ceño.

– No es nada. Es sólo un arañazo -respondió para volver a guardar silencio.

Fidelma insistió.

– ¿Qué os decidió a emprender este peregrinaje, hermano Guss?

– Cummian.

– ¿Queréis decir que Cummian os animó a emprenderlo?

– Cummian había peregrinado al Santo Sepulcro de Santiago, y me recomendó que hiciera el viaje porque me convendría para mi educación.

– Ver mundo -supuso Fidelma.

El joven movió la cabeza con un gesto condescendiente.

– No, para ver las estrellas.

Fidelma se paró a pensar un momento antes de entender a qué se refería.

– ¿El Santo Sepulcro de Santiago del Campo de Estrellas?

– Cummian dice que si una noche clara miras al cielo desde el santo lugar puedes localizar el Camino de la Vaca Blanca, que se curva directamente sobre los reinos de Éireann. Cuentan que hace miles de años nuestros antepasados siguieron el Camino de la Vaca Blanca hasta llegar a las costas de la tierra donde se establecieron -explicaba el joven subiendo el tono con entusiasmo.

Fidelma sabía que el Camino de la Vaca Blanca recibía muchos nombres: en latín lo llamaban Circulus Lacteus, la Vía Láctea.

– Por eso el lugar se llama Campo de Estrellas, porque las estrellas se ven con mucha claridad -añadió el muchacho.

– ¿Así que fue Cummian quien sugirió que te embarcaras en este peregrinaje?

– Cuando sor Canair anunció que lo estaba organizando, Cummian lo dispuso todo para que yo pudiera acompañarla.