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– ¿Alguien protestó por partir sin sor Canair?

– Todo el mundo estaba de acuerdo en que, si sor Canair se hubiera propuesto seriamente acompañarnos, habría llegado a la hora concertada con nosotros en el muelle al amanecer. Sor Crella recalcó que Canair no había dejado un recado siquiera.

– ¿Por qué sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

– Era la siguiente en la jerarquía de la abadía.

– Yo diría que el hermano Tola o sor Ainder tenían prioridad.

– Tola era de la abadía de Bangor, y sor Ainder era mayor sólo en edad.

– Pero parece que ahora el jefe es el hermano Cian. Y él es de Bangor.

– No tiene derecho a ocupar tal cargo. Sor Muirgel no se lo permitió. Ella tenía muy presente su rango. Habría hecho falta una persona muy poderosa para arrebatarle la posición.

– Así que ella asumió el mando y subisteis todos a bordo. ¿Qué aconteció después?

– Cada uno se fue a su camarote.

– ¿Quién organizó la distribución de ocupantes?

– Muirgel.

– ¿En qué momento?

– No bien subimos al barco.

– ¿Y por qué Muirgel y Crella no compartían camarote, si tan amigas eran?

– Muirgel no quiso por el motivo que os he dicho. Muirgel y Crella discutían sobre mí.

– Crella me dijo que le había prometido a Canair compartir camarote con ella.

– Es la primera noticia que tengo de ello -respondió el hermano Guss sin darle importancia-. Además, sor Canair no estaba.

– ¿De modo que sor Muirgel no se puso mala tan pronto como para desatender sus deberes como nueva jefa del grupo?

– Era consciente de sus obligaciones -respondió Guss-. Pero no sabía que vos ibais a viajar a bordo. Lo organizó todo de modo que pudiera tener un camarote propio. Los planes, los hicimos luego… -dijo con un escalofrío, llevándose las manos a la cara.

– Debió de ser un incordio que un pasajero inesperado, como yo fui, entrara en su camarote -supuso Fidelma.

– Sí, lo fue -asintió Guss.

– ¿Y cómo lo sabéis? -se apresuró a preguntar Fidelma.

Guss no se inmutó.

– Porque fui a verla.

– Pero se encontraba tan mal que me dijo que no quería ver a nadie.

– Pero a mí sí.

– Muy bien. ¿Cuándo fue la última vez que la visteis?

– Debió de ser pasada la medianoche. La tormenta estaba en pleno apogeo.

– Contadme qué sucedió.

– Le llevé algo de comer y beber y charlamos un rato. Eso es todo. Oh, hubo un momento en que oímos a alguien al otro lado de la puerta. Oímos su voz pese al estruendo del temporal, pero creo que era alguien que hablaba solo. Era como si alguien recitara en voz alta contra el viento y el rugido del mar.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Era una voz femenina. Fuera quien fuera, no llegó a entrar ni a llamar. Se quedó tras la puerta mascullando. Cuando cesó la salmodia, salí a mirar. No había nadie, pero me parece que oí una puerta cerrándose.

– ¿Y luego qué hicisteis?

– Muirgel dijo que aquella noche quería descansar y me pidió que regresara a mi camarote. Dijo que habría más ocasiones de vernos en los días venideros. Luego, por la mañana, Cian llegó con la noticia de que había caído al agua. Pero yo no me lo creí.

– ¿Y la impresión que esto os ha causado os ha retenido en vuestro camarote?

El hermano Guss se encogió de hombros.

– No he tenido valor para enfrentarme a los demás, sobre todo a Crella.

Fidelma se levantó para dirigirse a la puerta.

– Gracias, hermano Guss. Me habéis prestado una gran ayuda.

El joven la miró desde la litera.

– Sor Muirgel no cayó al mar -aseguró con furia.

Fidelma no le respondió. Sin embargo, en su fuero interno estaba completamente de acuerdo. Sin embargo, algo le causaba desasosiego. El hermano Guss no mostraba los signos de dolor propios de alguien que acaba de perder a la persona que dice amar.

CAPÍTULO XII

Atardecía. El cielo estaba despejado y el sol, aunque tenue, rielaba sobre el mar con un baile de luces. Fidelma se apoyaba en la baranda de proa, recapitulando cuanto había oído hasta el momento sobre la extraña desaparición de sor Muirgel.

Empezaba a definirse un panorama curioso. Algunos peregrinos tenían ideas muy definidas acerca de sor Muirgel. El hermano Guss aseguraba estar enamorado de ella, pese a lo poco afectado que parecía por su muerte. Era evidente que mentía sobre algo pero, ¿sobre qué exactamente? ¿Sobre su relación con Muirgel? ¿O sobre otra cosa?

Un grito procedente del tope interrumpió sus pensamientos. Había un trasiego extraño en la popa, donde Murchad se hallaba, de pie en su postura acostumbrada, junto a la espadilla. Fidelma pasó por la crujía, y vio que el capitán y algunos de sus hombres tenían la vista fija en el noreste.

Miró en aquella dirección, pero no alcanzó a ver más que un mar plateado y espumoso.

– ¿Qué sucede? -preguntó a Murchad-. ¿Algo va mal?

El capitán parecía preocupado.

– El vigía del tope ha divisado un navío -respondió.

– Desde aquí no se ve nada.

Fidelma volvió a mirar fijamente en la dirección en que todos estaban concentrados.

– Está en posición de casco encubierto al noreste, pero navega a velas desplegadas.

Fidelma no sabía muy bien qué significaban aquellos términos náuticos, y preguntó.

– El mar oculta el casco del barco -explicó Murchad-. Normalmente, en un día como éste tenemos una visibilidad de cuatro o seis millas. Sea el barco que sea, está justo por debajo de nuestro campo de visión, pero la vela se vislumbra desde lo alto del mástil por estar en una posición más elevada.

– ¿Hay motivos para preocuparse? -se interesó Fidelma.

– Hasta que no se sabe quién lo gobierna, un barco desconocido siempre es motivo de preocupación -respondió Murchad.

Gurvan, que estaba a la espadilla con otro marinero llamado, según había oído Fidelma, Drogan, gritó a Murchad desde su posición:

– Ese barco viene con viento de popa, capitán. Dentro de una hora lo avistaremos entero.

– Debemos mantenernos a barlovento de ese navío hasta que lo identifiquemos. ¿Quién tiene vista de águila?

– Hoel, capitán.

Murchad se volvió y gritó en dirección al aljibe del barco:

– ¡Hoel!

Un hombre fornido de brazos musculosos apareció caminando de aquel modo tan peculiar que Fidelma asociaba a los marineros.

– Sube al tope, Hoel, e infórmanos del avance de ese navío.

El hombre acató la orden y, de un salto, se encaramó a las jarcias con una agilidad que Fidelma jamás habría sospechado. A los pocos segundos había trepado por los cabos hasta lo alto del mástil para reemplazar al hombre que había avistado la nave.

Fidelma percibía la curiosa tensión que se respiraba en el barco.

– El océano no es tan grande como para alarmarse por avistar otra embarcación, ¿no?

El capitán le sonrió con tirantez.

– Como decía antes, hasta que no revelamos la identidad del otro barco, hay que ser precavido. ¿Recordáis de qué os avisaba el otro día? En estas aguas del norte abundan los barcos sajones de esclavos; y si no son sajones, son francos, o hasta godos. Son navegantes habituales de esta área.

Fidelma miró al horizonte que ocultaba la nave que al parecer envolvía una posible amenaza.

– ¿Pensáis que se trata de un barco pirata?

Murchad se encogió de hombros.

– Es mejor ser cauto que crédulo. En cuestión de una hora tendremos suficiente información para saberlo.

La respuesta decepcionó a Fidelma.