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Fidelma contuvo su enfado.

– Hebreos, doce -afirmó con una sonrisa tensa con la que trataba de demostrar que él no iba a impresionarla con su conocimiento de las Escrituras-. Pero ahora debo haceros unas preguntas de parte de Murchad, el capitán.

– Ya lo sé, como os he dicho. Sor Ainder me ha hablado de vuestras indagaciones.

– Bien. Vos sois el mayor del grupo, hermano. ¿Por qué os unisteis a este peregrinaje?

– ¿Es necesario que responda?

– No puedo obligaros a hacerlo.

– No me refería a eso, sino a que la respuesta es evidente.

– ¿Debo entender que ha sido vuestra convicción religiosa la que os ha movido a la peregrinación? Por supuesto, eso es evidente. Pero, ¿por qué decidisteis uniros al grupo de sor Canair precisamente? Son todos bastante jóvenes, aparte de sor Ainder. Y según habéis insinuado, vuestros compañeros de viaje no tienen intereses puramente religiosos.

– El grupo de sor Canair era el único que viajaba al Santo Sepulcro de Santiago. Si no me hubiera unido a ellos, quizá no habría encontrado otro grupo hasta dentro de un año. Y como había sitio para mí, me incorporé.

– ¿Conocíais a sor Canair y al resto antes de uniros?

– No conocía más que a los de mi propia abadía, la de Bangor.

– Es decir, los hermanos Cian, Dathal y Adamrae.

– Exacto.

– Habéis comentado que os parecía un grupo variopinto.

– Así es.

– ¿Incluye a sor Muirgel esta definición?

El hermano Tola abrió mucho los ojos y contrajo sus facciones con un espasmo.

– ¡Una joven de lo más desagradable! ¡Es la que menos me gustaba de todos!

A Fidelma le sorprendió su vehemencia en el tono.

– ¿Y eso?

– Aún recuerdo la primera vez que intentó asumir el liderazgo de nuestro grupo de viajeros alegando para ello que su padre había sido jefe de los Dál Fiatach. Esa mujer no tenía nada de lo que sentirse orgullosa; era una granuja malévola con ansias de acumular poder y engrandecerse. Sor Muirgel era hija de su padre.

– Dada vuestra opinión, esto os debió de suscitar dudas antes de uniros al grupo de sor Canair, ¿no?

– Yo no sabía que sor Muirgel iba a estar en el grupo hasta que partimos. Entonces decidí que evitaría su proximidad durante el viaje.

– ¿La conocíais personalmente, o sólo por el hecho de que era hija de un jefe al que aborrecíais?

– La conocía por los rumores que circulaban por la abadía.

– ¿Rumores sobre qué? -preguntó Fidelma con curiosidad.

– Sobre su promiscuidad, sobre sus relaciones impuras con otros hermanos. Sobre la manera en que utilizaba a la gente para fines propios, y sobre el hecho de que era lo contrario de una persona genuinamente religiosa.

– Un juicio implacable, el vuestro -comentó Fidelma.

– Alguien más poderoso que yo la juzgará. «Esperando y acelerando el advenimiento del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, en llamas se derretirán. Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su propia morada la justicia, según su promesa.»

A Fidelma no le impresionó la cita bíblica y la pasó por alto.

– ¿Cómo es que tales rumores circulaban por la abadía de Bangor si Muirgel pertenecía a la de Moville?

– Había mucho trato entre las dos comunidades. Nuestro abad siempre tenía algún recado que enviar al abad de Moville. En una ocasión tuvo que informarle de que había oído tales rumores y que no permitiría que su comunidad degenerara en un pozo de iniquidad.

– ¿Qué respondió a esto el abad de Moville?

– No respondió.

– Quizá pensó que el abad de Bangor no era quién para decirle cómo debía dirigir su comunidad -sugirió Fidelma con un sonrisa falta de humor-. Fuera como fuera, vos os formasteis una idea despiadada de sor Muirgel.

El hermano Tola entonó:

Sima profunda es la ramera,

Y pozo estrecho la extraña.

También ella, como el ladrón, está al acecho…

Fidelma lo interrumpió bruscamente.

– Aparte de que me parece recordar que Cristo dijo que las rameras precederían en los cielos a muchos jefes religiosos, ¿insinuáis ahora que sor Muirgel era una ramera?

A modo de respuesta, Tola se limitó a seguir citando el Libro de los Proverbios.

Estaba yo un día en mi casa a la ventana

Mirando a través de las celosías,

Y vi entre los simples un joven,

Entre los mancebos un falto de juicio,

Que pasaba por la calle junto a la esquina

E iba camino de su casa.

Era el atardecer cuando ya oscurecía,

Al hacerse de noche en la tiniebla.

Y he aquí que le sale al encuentro una mujer

Con atavío de ramera y astuto corazón.

Era parlanchina y procaz

Y sus pies no sabían estarse en casa;

Ahora en la calle, ahora en la plaza,

Acechando por todas las esquinas.

Agarrole y le besó,

Y le dijo con toda desvergüenza:

«Tenía que ofrecer un sacrificio,

Y hoy he cumplido ya mis votos»…

Fidelma alzó una mano para acallar aquella recitación grandilocuente, pero al final tuvo que intervenir abruptamente.

– Yo también recuerdo las palabras del capítulo séptimo de los Proverbios. ¿Qué queréis decir al recitar este pasaje? ¿Despreciáis a sor Muirgel porque mantenía relaciones con hombres, o porque vendía su cuerpo a quien pagara? Precisemos. ¿Qué entendéis vos por ramera?

– Vos sois la abogada; podéis interpretarlo como mejor os parezca. Yo sólo digo: dejad que los necios la sigan como bueyes de camino al matadero.

Fidelma había oído antes ideas intransigentes como aquellas a otros eclesiásticos que abogaban por reformar la Iglesia de Irlanda según los dictados de la Iglesia de Roma. Por tanto, decidió que el hermano Tola debía aclarar su postura.

– Decidme, hermano Tola, ¿sois de los que creen que los eclesiásticos deben ser célibes? Pues he oído muchas veces este argumento en Roma.

– ¿Acaso no dice Mateo que Nuestro Señor Jesucristo ordenó el celibato a sus discípulos?

Era el argumento predilecto entre los partidarios de que religiosos y religiosas hicieran voto de castidad. Fidelma lo había oído muchas otras veces, y no tuvo dudas al responder:

– Cuando el discípulo preguntó a Cristo si era mejor no contraer matrimonio, Él respondió que no todo el mundo podía aceptar la castidad; ésta era para aquellos a quienes Dios había ordenado ser castos. Él dijo que, así como muchos eran incapaces de contraer matrimonio porque su naturaleza se lo impedía, o porque otros hombres los habían impedido para hacerlo, también los había, ciertamente, que habían renunciado al matrimonio por el Reino de los Cielos. Jesús lo dejó a la elección de cada cual. Permitid que aquellos que puedan lo acepten. Hasta ahora, las religiones de Cristo se han adherido a esta libre opción…

Tola reflejaba en el semblante su irritación. Era evidente que no le gustaba que le contradijeran recurriendo a las Escrituras.

– Yo acepto las enseñanzas de Pablo sobre esta cuestión. La castidad es el ideal de la victoria cristiana sobre el mal del mundo y debe ser la base de la vida religiosa.

– En Roma existe un grupo preeminente, partidario de adoptar la castidad -concedió Fidelma, aunque en un tono que indicaba su desacuerdo con este argumento-. Pero si Roma lo acepta como dogma de Fe, estarán afirmando que la Fe se opone a lo que Dios creó. Si Dios hubiera querido que fuéramos célibes, así nos habría creado. Ahora bien, prefiero volver al asunto que nos ocupa en vez de seguir hablando de teología. Salta a la vista que no teníais simpatía por sor Muirgel.