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– No me esfuerzo por disimularlo, no.

– Bien. Aparte de ser, a vuestros ojos, una mujer dada a mantener relaciones sexuales indiscriminadas, no acabo de entender la razón que subyace a vuestra antipatía por ella.

– Seducía y pervertía a hombres jóvenes.

– ¿Podéis darme algún ejemplo?

– El hermano Guss, por ejemplo.

– Por tanto, sabíais que el hermano Guss dice haber estado enamorado de sor Muirgel.

– Ella lo engañó con sus artimañas, como os he intentado decir hasta ahora.

– Lo que decís es muy severo. ¿Acaso el hermano Guss carecía de libre albedrío?

– Yo ya advertí al muchacho.

Dicho esto, el hermano Tola miró hacia arriba para recordar otro pasaje que recitar de memoria.

Óyeme, pues, hijo mío,

Y atiende a las palabras de mi boca.

No dejes ir tu corazón por sus caminos,

No yerres por sus sendas.

Porque a muchos ha hecho caer traspasados

Y son muchos los muertos por ella.

Su casa es el camino del sepulcro,

Que baja a las profundidades d e la muerte.

– Parece que el capítulo séptimo de los Proverbios es de vuestro agrado -recalcó Fidelma con ironía-. ¿Lo citáis a menudo?

– Hice lo posible para avisar al pobre hermano Guss -respondió Tola, sin hacer caso del tono de ella-. Bendita sea la mano de Dios que arrojó a la ramera al agua.

Fidelma no dijo nada durante unos instantes. Era evidente que el hermano Tola tenía estrictas convicciones religiosas, hasta el extremo de la intransigencia radical. Y ella conocía a hombres que habían llegado a matar por su intolerancia religiosa.

– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había caído al agua? -preguntó Fidelma.

– En el mismo momento en que todos los demás. Esta mañana.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Muirgel?

– Al embarcar. Creo que se encontró mal desde el momento en que nos llevaron en bote al barco. No, me equivoco. Empezó a encontrarse mal al subir al barco. En ausencia de sor Canair, Muirgel asumió el mando y asignó los camarotes. Cada uno se fue al suyo, y casi todos permanecimos abajo hasta que zarpó el barco. No volví a verla, y me dijeron que estaba mareada. Quizá fuera una advertencia del castigo de Dios que estaba por venir.

– ¿Dormisteis durante la tormenta?

– ¿Anoche? ¿Cómo iba a dormir? No fue precisamente la mejor experiencia de mi vida. Aunque conseguí echar un sueño algo después. Por agotamiento, eso sí.

– Supongo que el hermano Guss tampoco podría dormir.

– Supongo. Pero podéis preguntárselo a él mismo.

– ¿Estabais despierto cuando salió del camarote?

El hermano Tola arrugó la frente y reflexionó sobre la pregunta. Al fin dijo:

– Pero ¿salió del camarote en algún momento?

– Eso dice.

– En tal caso será cierto. Ah… ahora lo recuerdo. Cierto, salió. Pero sólo un momento.

– ¿Y sabéis adónde fue?

– Me figuro que iría al excusado. ¿En qué lugar si no puede uno desaparecer por un momento en este barco?

Fidelma se lo quedó mirando unos instantes; estaba convencida de que el hermano Tola sabía muy bien que Guss había salido a verse con sor Muirgel antes de la medianoche. ¿Quería sencillamente proteger a Guss, o había otro motivo por el cual quería encubrir al joven?

Fidelma suspiró para sí, pues sabía que no iba a obtener nada más del hermano Tola. Se puso de pie con cuidado.

– Quisiera aclarar un aspecto de la cuestión -solicitó-. Es obvio que tenéis una opinión rigurosa acerca de aquellas mujeres religiosas que se enamoran o que mantienen relaciones. Rameras y prostitutas, las llamáis. No he oído que condenéis a ningún religioso que suela seducir a esas mismas jovencitas. ¿No os parece que sostenéis un argumento viciado?

El hermano Tola no se dejó impresionar.

– ¿Acaso no fue una mujer quien sucumbió primero a la tentación al comer del árbol de la fruta prohibida y quien sedujo al hombre, y por lo que Dios nos expulsó a todos del Jardín del Edén? Las mujeres son las culpables de todo nuestro sufrimiento. Recordad lo que Pablo escribió a los corintios: «Porque os celo con celo de Dios, pues os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen. Pero temo que como el reptil engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros pensamientos, apartándolos de la sinceridad y de la santidad debidas a Cristo».

– Conozco el pasaje -replicó Fidelma-. Pero dado que decís que «el reptil» engañó a Eva con su astucia, parece que para vos era del sexo masculino. Bueno, os dejo meditar tranquilo, hermano Tola. Os agradezco el tiempo que habéis dedicado a responder a mis preguntas. Habéis sido de gran ayuda.

El hermano Tola entornó los ojos con suspicacia al oír la última frase. Algo le decía a Fidelma que lo último que deseaba el hermano Tola era ser de ayuda en el enigma de la desaparición de sor Muirgel.

Fidelma se dio la vuelta para alejarse cuando otro grito procedente del palo mayor la llevó a mirar al frente.

¡La nave misteriosa ya se divisaba con absoluta claridad! Se había enfrascado tanto en la conversación con Tola, que no había reparado en lo mucho que se había aproximado.

El sol de la tarde le permitió entrever varios detalles: una vela cuadra baja con un dibujo que parecía un relámpago; una hilera de remos que ascendían y descendían rítmicamente; y el resplandor del sol reflejado contra objetos en la banda de la embarcación que estaba de cara a ella.

Se apresuró a volver junto a Murchad, que observaba el navío con gesto ceñudo.

– Debo pediros que vos y el resto de los peregrinos vayáis abajo -dijo el capitán en cuanto Fidelma estuvo cerca.

– ¿Qué sucede?

– Por el corte de las velas, es un barco sajón. ¿Veis el dibujo del relámpago sobre la mayor?

Fidelma asintió en silencio.

– Son paganos, sin duda -prosiguió Murchad-. Es el símbolo de su dios del trueno, Thunor.

– ¿Tienen malas intenciones?

– Buenas, desde luego que no -respondió Murchad con preocupación-. ¿Veis la hilera de remos y el reflejo del sol en las armas? Supongo que pretenderán prender el barco, y aquellos a los que no maten, los venderán como esclavos.

De pronto Fidelma sintió sequedad en la boca.

Sabía que algunos reinos sajones seguían siendo paganos pese a los esfuerzos de los misioneros procedentes de los Cinco Reinos de Éireann y de Roma. Sobre todo los sajones del sur se aferraban a sus antiguas deidades y rechazaban incluso a los misioneros sajones de los reinos del este y el norte. Tragó saliva para disipar la sensación arenosa de su boca.

– Id abajo, señora -insistió Murchad-. Estaréis más segura allí si nos abordan.

– Me quedaré aquí a mirar -respondió con firmeza, pues no podía imaginar peor situación que estar a oscuras sin saber qué estaba sucediendo.

Murchad se disponía a quejarse cuando comprendió, por su mandíbula ligeramente saliente, la firmeza de su resolución.

– Muy bien, pero manteneos donde no os puedan causar daño, y si ese barco se acerca, bajad sin que os lo tenga que ordenar otra vez. En el primer ataque la sed de sangre les ciega y tanto les da matar un hombre que una mujer.