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Se volvió hacia Gurvan sin perder más tiempo en explicaciones y alzó la vista hacia la vela.

– Mantendremos el rumbo hasta que yo lo diga.

Gurvan asintió con una breve inclinación de cabeza.

Fidelma se retiró a un rincón apartado de la cubierta principal y contempló la escena que empezaba a desarrollarse.

– ¡A cubierta! -se oyó gritar desde el tope-. Empieza a acortar la distancia.

El barco viraba la proa hacia ellos. Ésta era elevada y hendía el agua formando lomos de espuma a cada costado del barco. Los remos bajaban y subían: el agua cintilaba como hilos de plata al caer Fidelma oía el ritmo de lo que parecía un tambor. Por sus viajes a Roma, sabía que en las galeras un hombre se encargaba de marcar el ritmo para sincronizar a los remeros.

– ¿Cuántos creéis que son, Gurvan? -preguntó el capitán sin apartar la vista del frente-. ¿Veinticinco remos por banda?

– Eso parece.

– Remos. Les dan ventaja sobre nosotros… -Murchad parecía estar pensando en voz alta-. No obstante, que usen remos podría significar que no confían en su habilidad para navegar sólo a vela en las distancias cortas. Quizá les llevemos ventaja en esto.

Miró la vela mayor.

– Tensad las drizas de estribor -bramó-. Están demasiado flojas.

Cuanto más se atesara la vela, más deprisa irían; pero con el viento que soplaba corrían el riesgo de hacer virar el barco y exponerlo a una corriente desfavorable. Con esto también se sometería al palo mayor a un exceso de tensión.

– Capitán, si el viento afloja, sin remos estaremos perdidos -indicó Gurvan con inquietud.

En aquel momento Wenbrit apareció junto a Fidelma.

– ¿No vais a resguardaros, señora? -le preguntó, preocupado-. Los demás están abajo, y les he dicho que ni se muevan de allí. Aquí correréis peligro.

Fidelma negó firmemente con la cabeza.

– Abajo me desesperaría sin saber qué está pasando arriba.

– Esperemos que nadie muera -murmuró el chico con la vista fija en la nave que se aproximaba-. Rezad por que Dios nos mande un viento fuerte.

– ¡Soltad las escotas de babor! ¡Repicad las drizas de babor! -gritó Murchad.

Los marineros corrieron a cumplir órdenes, y la inmensa vela pasó al lado opuesto de un golpe con un ángulo inclinado.

Murchad había calculado el cambio de dirección del viento con tal precisión, que la vela se hinchó casi en el acto, y Fidelma sintió la aceleración de la nave sobre las olas.

Wenbrit señaló al barco sajón con excitación cuando empezó a aumentar la distancia que los separaba. La vela del otro barco se aflojó. Durante unos valiosos momentos, la nave sajona quedó al pairo.

Pese al murmullo sibilante del mar y del susurro del viento contra la vela y las jarcias, Fidelma percibió un grito apagado que llegaba del mar.

– ¿Qué ha sido eso? -se preguntó.

Wenbrit hizo una mueca.

– Están invocando a su dios de la guerra para que los asista. ¿Oís ese grito? «¡Woden! ¡Woden!» Lo he oído en boca de sajones otras veces.

Fidelma lo miró con ojos interrogantes.

– Las tierras de mi pueblo lindan por el este con el país de los sajones occidentales -explicó Wenbrit-. Asaltaban a menudo nuestro territorio y siempre invocaban a gritos a Woden para que los ayudara. Tienen la creencia de que lo más grande que puede sucederles es morir espada en mano y con el nombre del dios Woden en los labios. Luego, dicen que este dios les conducirá a un gran templo de héroes, donde morarán eternamente.

Wenbrit se volvió y escupió al mar sobre la baranda para mostrar su desprecio.

– No todos los sajones son así -objetó Fidelma al venirle en mente la imagen de Eadulf-. Muchos de ellos son ya cristianos.

– Los de ese barco no -la corrigió Wenbrit con un gesto sarcástico.

El otro navío había empezado a ganar viento; habían retirado los remos y la vela empezaba a inflarse. Fidelma vio con más claridad el relámpago dibujado en la vela. Wenbrit la vio entornar los ojos para fijarse mejor.

– Tienen otro dios al que llaman Thunor, que empuña un gran martillo. Cuando golpea con él, causa truenos, y las chispas que salen son los relámpagos -la informó solemnemente-. Incluso tienen un día de la semana consagrado a ese dios: el día de Thunor. Es el día al que los cristianos llamamos Dies Jovis.

Fidelma se abstuvo de explicar al muchacho que ese nombre latino era simplemente el de otro dios pagano, pero en este caso romano. Explicarlo habría sido una pedantería superflua. Ahora bien, ella había oído algo de Thunor por las largas charlas que solía mantener con el hermano Eadulf sobre las antiguas creencias de su pueblo. Le costaba creer que todavía quedaran sajones que creyeran en los antiguos dioses después de dos siglos de contacto con los britanos cristianos y los misioneros irlandeses que habían convertido los reinos del norte y hecho que abandonaran sus antiguas supersticiones salvajes, fundadas en la guerra y la sed de sangre. Siguió mirando al barco sajón, que volvía a alcanzarlos.

– Ahora está usando el viento, capitán -oyó gritar a Gurvan-. Parece un barco rápido y su capitán sabe hacerlo navegar con viento de popa.

Con aquellas palabras se quedaba corto, porque hasta Fidelma apreciaba que el navío que se aproximaba era más veloz que el Barnacla Cariblanca. Al fin y al cabo estaba construido para la guerra y no para pacíficas actividades comerciales como el de Murchad.

El capitán miraba ahora a las velas, ahora al barco que se arrimaba. Soltó un juramento. Jamás había oído Fidelma semejante reniego; era el reniego despachado a gusto de un marino.

– A esa velocidad lo tendremos encima en un soplo. Es más pequeño y raudo y, lo que es peor, nos adelantará por barlovento.

Fidelma habría deseado entender qué quería decir el capitán con aquello. Wenbrit percibió su frustración.

– Por el lado de donde viene el viento, señora -le explicó-. El viento no sólo hará que el sajón nos alcance, sino que, debido a nuestro ángulo con respecto al viento, estamos siendo empujados hacia el rumbo que sigue el sajón. En otras palabras: la corriente nos desplaza hacia la trayectoria que sigue ese barco y no podemos mantener una distancia paralela con él.

Una sensación de temor la invadió.

– Entonces, ¿el barco sajón nos va a alcanzar?

Wenbrit la miró con una sonrisa tranquilizadora.

– Antes su capitán ha cometido un error; puede que cometa otro. Hace falta un buen marinero para superar a Murchad en el manejo de un navío. Nuestro capitán hace honor a su nombre.

Y Fidelma recordó que el nombre de Murchad significaba «batallador de la mar».

Ahora el capitán iba de acá para allá, golpeándose la palma de una mano con la otra cerrada, con el ceño fruncido como si tratara de resolver un problema.

– ¡Orzad el barco! -gritó de pronto.

Gurvan se asustó primero, pero reaccionó al instante y él y su compañero se apoyaron sobre la espadilla.

El Barnacla Cariblanca viró de golpe. Fidelma tropezó y se agarró a la baranda. Durante unos momentos el gran navío pareció quedar al pairo, y entonces Murchad gritó la orden de ceñir.

Absorta en el repentino cambio de táctica de Murchad, Fidelma se tomó un instante para mirar el barco sajón.

El capitán contrario tenía tal convencimiento de que iba a adelantar y a acostarse a su presa, que tardó valiosos momentos en percatarse de las intenciones de Murchad. El barco de guerra sajón, de construcción ligera, a velas desplegadas y con el viento de popa ganaba rapidez. Había avanzado casi una milla antes de que redujese las velas y cambiase de dirección para seguir el nuevo rumbo del Barnacla Cariblanca.