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– ¿Puedo preguntaros dónde estabais durante la tormenta de anoche? Quiero asegurarme de que nadie vio a sor Muirgel subir a cubierta durante el temporal.

– Nosotros no salimos de aquí mientras duró la tempestad -confirmó el hermano Dathal-. Fue una tormenta muy intensa; apenas podíamos mantenernos de pie, y no digamos pasearnos por el barco.

El hermano Adamrae asintió con la cabeza.

– La comparamos con la gran tormenta que cayó sobre los Hijos de Gael en su viaje a Gotia. Sucedió cuando Eber, el hijo de Tat, y Lamhghlas, el hijo de Aghnon, murieron y poco después las sirenas surgieron del mar tocando una melodía tal que el sueño se apoderó de los Hijos de Gael; y sólo Caicher el Druida fue inmune a ella, y consiguió salvar a los demás vertiendo cera fundida en sus oídos. Al llegar al cabo de Sliabh Ribhe, Caicher vaticinó que no hallarían su última morada hasta llegar a un lugar llamado Éireann, pero añadió que ellos nunca llegarían: sólo sus descendientes.

Fidelma observaba con atención a aquel joven entusiasta relatando la historia sin aliento. Todo él se había animado con la narración.

– Parece que os interesan mucho los años antiguos -comentó-. Vuestro trabajo debe de deleitaros.

– Queremos escribir un libro sobre la historia de los Hijos de Gael antes de su llegada a los Cinco Reinos -explicó el hermano Dathal, que ya sonreía abiertamente.

– En tal caso os deseo suerte en el empeño. Me fascinaría leer una obra semejante. Sin embargo, debo terminar mi indagación. Decís que los dos permanecisteis en todo momento dentro del camarote y que no llegasteis a ver a sor Muirgel después de subir a bordo.

– Un resumen conciso, hermana -asintió el hermano Adamrae.

Fidelma contuvo un suspiro de frustración.

Alguno de los peregrinos mentía. Alguien debía de haber entrado en el camarote de sor Muirgel y le clavó un puñal, la arrastró hasta la cubierta y la arrojó al agua. Fidelma estaba segura. Luego le vino a la mente la pregunta que ya se había hecho en otro momento: ¿para qué alguien querría tirar el cuerpo al agua y dejar el hábito manchado de sangre, con las evidentes rasgaduras de la daga? Aquello sí que era extraño.

– ¿Cómo decís? -preguntó Fidelma al advertir que el hermano Dathal le estaba hablando.

– Decía que es triste rechazar el valor de una vida humana. Pero para ser honesto, pocos llorarán por sor Muirgel.

– Tengo entendido que hay quien la aborrecía.

– Hay quien incluso la odiaba. Como el hermano Tola. Y sor Gormán también. Muchos son los que no llorarán por ella.

– ¿Vosotros dos entre ellos? -se apresuró a preguntar Fidelma.

El hermano Dathal lanzó una mirada a su amigo.

– Nosotros no la odiábamos. Pero no es que fuera una persona por la que tuviéramos simpatía -reconoció.

– ¿Y por qué motivo vosotros no le teníais simpatía?

El hermano Adamrae se encogió de hombros.

– Ella nos despreciaba. Tenía una libido exacerbada. Creo que no es necesario deciros por qué nos despreciaba al hermano Dathal y a mí. En fin, no se puede sentir amor y caridad por todo el mundo. Mirad al hermano Tola. No me habría apenado nada, de haberlo perdido a él.

Al recordar la opinión de Tola sobre la erudición, Fidelma no pudo evitar una sonrisa fugaz.

– Os comprendo. Pero ¿había algo concreto que despertara vuestra antipatía por sor Muirgel?

– ¿Algo concreto? -preguntó el hermano Dathal, soltando una risilla-. Yo diría que todo en ella nos causaba irritación. Le gustaba que los demás supieran que era hija de un jefe y consideraba que por rango le correspondía estar al mando de todo.

– ¿Por qué decidisteis entonces emprender la peregrinación…?

La respuesta se le ocurrió en cuanto se le escapó la pregunta.

– Porque al partir sor Canair estaba al cargo. Muirgel era un miembro más del grupo. Sor Canair era capaz de controlarla, pese a que Muirgel trataba de imponer su autoridad.

– ¿Eran muy distintas la una de la otra?

– Muchísimo. Sor Muirgel tenía malicia, la consumía la envidia, y era altanera y ambiciosa.

El hermano soltó sus palabras con ponzoña. Fidelma se lo quedó mirando, sorprendida. El hermano Adamrae fue al rescate de su compañero.

– Yo creo que se puede perdonar que Dathal tenga pensamientos tan impropios de un cristiano -lo disculpó con una sonrisa amable-. Decir la verdad también puede considerarse algo duro y poco compasivo.

– ¿Qué era lo que Muirgel ambicionaba?

Adamrae y Dathal intercambiaron una mirada furtiva, y éste respondió:

– Supongo que Muirgel deseaba poder. Poder sobre los demás; poder sobre los hombres.

– Tengo entendido que tiranizaba a sor Gormán.

– Es la primera vez que lo oigo -respondió Adamrae-. Pero Gormán era muy reservada.

– Habéis dicho que Muirgel tenía envidia. ¿De quién la tenía? -preguntó, dirigiéndose a Dathal.

– De sor Canair, por supuesto. Preguntad a sus compañeros de Moville. No la conocimos hasta iniciar el viaje, si bien oímos muchas cosas durante el viaje a Ardmore. Es imposible hacer camino durante días con un grupo de personas y no enterarse de cosas que otros tratan de ocultar. Muirgel envidiaba a sor Canair con un ardor que asustaba.

– ¿A qué se debía su envidia?

– Creo que en sor Muirgel había un odio arraigado que podría haberse convertido en violencia.

– Corría la voz de que Muirgel envidiaba a sor Canair por… por su relación con el hermano Cian.

– ¿Quién os lo dijo?

– El hermano Bairne -respondió Dathal.

– ¿Os preocupasteis, pues, cuando sor Canair no acudió la mañana en que zarpaba el barco, y sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

El hermano Adamrae negó con la cabeza y respondió:

– Podía haber sido motivo de preocupación, pero por dos razones. Por una parte, sor Canair no nos acompañó a Ardmore porque se desvió para hacer una visita antes de que llegáramos a la abadía. Por tanto, era lógico suponer que ni siquiera había llegado a Ardmore. Por otra parte, sor Muirgel se alojó en la abadía con nosotros. Luego llegamos al muelle, y Canair no estaba, pero teníamos que subir a bordo o perder el barco. Dathal y yo habríamos embarcado hubiera estado allí Canair o no, ya que no habríamos renunciado a la ocasión de viajar al reino de los suevos para concluir nuestra labor de investigar la historia antigua de nuestro pueblo.

Fidelma cavilaba.

– Tengo otra pregunta.

El hermano Dathal sonrió.

– Las preguntas siempre dan lugar a más preguntas.

– ¿Estáis seguros de que Muirgel tenía celos de sor Canair y Cian? He oído que Muirgel quería acabar su relación con Cian.

– Bueno, Bairne también tiene sus problemas. Estaba trastocado por Muirgel. Pero sé que Muirgel detestaba a Canair. Puede que simplemente tuviera sed de poder y ansiara la exigua autoridad que Canair poseía.

El hermano Adamrae asintió con resolución.

– Creo que ya os hemos ayudado en lo posible, hermana. No creo que halléis las respuestas que buscáis en nuestras habladurías. Supongo que ya habréis hablado o hablaréis con el hermano Bairne de esto, ¿no?

Dicho esto, se levantó y abrió la puerta del camarote. Fidelma salió de allí más confusa que antes.

Llamó entonces a la puerta de Cian y entró. Éste alzó la mirada con un gesto de sorpresa.

– ¿Qué se te ofrece? -le preguntó-. ¿Has venido para lamentarte otra vez del pasado?

Fidelma le respondió con frialdad.

– Buscaba al hermano Bairne, que comparte camarote contigo.

– Ya ves que aquí no está.

– Ya lo veo -confirmó Fidelma-. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? -ironizó.