Fidelma lo miró con desprecio.
– Deberías recordar en qué contexto se formuló esa pregunta antes de usarla para burlarte -respondió, y se retiró antes de que Cian pudiera replicar.
Encontró al hermano Bairne sentado a la mesa del comedor con la mirada acongojada sobre una jarra de aguamiel. Tenía los ojos enrojecidos, y era innecesario preguntarse cómo se sentía.
Levantó la vista cuando la vio entrar y sentarse cerca.
– Ya lo sé -dijo el monje-. Venís a hacer unas preguntas. Ya me han contado que estáis investigando. Sí, yo estaba enamorado de Muirgel. Y no, no la vi tras desatarse la tormenta anoche.
Fidelma recibió su declaración sin sorprenderse.
– Dijisteis que erais de Moville, ¿verdad?
– Estaba estudiando allí para predicar la Palabra entre los paganos -confirmó.
– ¿Conocíais bien a sor Muirgel por entonces?
– Ya os he dicho que estaba enamorado…
– Con todos los respetos, eso no es lo mismo que conocer a alguien.
– Hacía unos meses que la conocía.
– Y a sor Crella también, imagino.
– Sí, claro. Eran más o menos inseparables. Muirgel y Crella lo compartían todo.
– ¿Los novios también?
El hermano Bairne se ruborizó, pero no dijo nada.
– ¿Muirgel os correspondía?
– Veo que habéis preguntado a sor Crella su parecer.
– Lo tomaré como una respuesta negativa. Un amor no correspondido es difícil de llevar. ¿Detestabais a Muirgel por rechazaros?
– Claro que no. Yo la quería.
– Solamente os lo pregunto porque me ha llamado la atención que esta mañana escogierais una cita del libro de Oseas.
– Estaba disgustado. No sabía lo que me decía. Deseaba arremeter…
– ¿Arremeter contra Muirgel?
– No… creo que no. Si Muirgel hubiera acudido a mí, yo la habría amado y protegido. Pero rehusó mi amor y prefirió a personas que podían perjudicarla y que, de hecho, la perjudicaron. Hasta ese rufián lisiado con el que me ha tocado compartir camarote se las ingenió para persuadirla…
– ¿El hermano Cian? -inquirió Fidelma.
– ¡Cian! Si me hubiera instruido en el manejo de las armas, le habría dado una lección.
– ¿Vos dijisteis a Dathal y Adamrae que Cian había mantenido una relación con Muirgel? ¿Que Muirgel todavía sentía algo por él y que tenía celos de Canair porque Cian había iniciado una relación con ella?
– Yo sabía que él la había dejado por sor Canair; ése siempre termina por las mismas razones con las mujeres a las que seduce. En aquel momento Canair tenía mucho más que ofrecerle.
– ¿Y Muirgel estaba celosa?
– ¿Acaso no es eso lo que cualquiera siente al ser rechazado?
Fidelma notó que se sonrojaba. Se preguntó si Bairne sabría algo de lo ocurrido en el pasado, pero el joven no apartaba la vista de la jarra que tenía ante sí.
– ¿Cuándo visteis a Muirgel por última vez?
– ¿Cuándo la vi? Anoche. Hablé con ella a través de la puerta de su camarote antes de medianoche.
– ¿A través de la puerta? ¿A que os referís exactamente?
– No me abrió cuando llamé. Le pregunté si se encontraba mejor y si quería que le llevara alguna cosa. Gritó desde dentro que sólo quería estar sola. Entonces me fui a la cama.
– ¿Os levantasteis durante la noche?
Negó con la cabeza.
– ¿Y a qué hora os despertasteis?
– Debía de estar amaneciendo. Tenía que usar el defectora -explicó, empleando por educación el término latino en vez del coloquial.
– Ah, sí. Me han dicho que no usasteis el defectora situado en la popa, sino que fuisteis hasta el de proa. Queda muy lejos. ¿Por qué lo hicisteis?
El hermano Bairne la miró con gesto de sorpresa.
– Supongo que se me olvidó que había también en popa. No sabría deciros.
– ¿Y al regresar visteis a alguien?
– Vi al rufián de Cian en la puerta del camarote de Muirgel. Dijo que estaba comprobando que todos estuvieran bien después de la tormenta, o algo así. Esperé, porque pensé que tal vez pretendía volver con Muirgel. Pero a los pocos segundos volvió a salir y dijo que Muirgel no estaba allí.
– ¿Y cuándo os enterasteis de que no había rastro de ella a bordo?
El hermano Bairne se inclinó sobre la mesa y la miró de cerca.
– Si queréis saber la verdad, hermana, os la contaré. Yo no creo que Muirgel cayera al agua. Creo que alguien la empujó. Y os diré quién lo hizo.
Hizo una pausa dramática que obligó a Fidelma a instarle a hablar:
– ¿Quién lo hizo?
– Sor Crella.
Fidelma trató de mantener una expresión inescrutable.
– Me habéis dicho quién lo hizo; ahora decidme el por qué.
– ¡Los celos!
Fidelma observó el semblante atento de Bairne con cautela.
– ¿De quién iba a estar celosa?
– De Muirgel. ¿De quién si no? Preguntadle. Toda la culpa es de ese canalla obstinado que…
Fidelma lo interrumpió.
– ¿De quién estáis hablando?
– De ese rufián lisiado, Cian. ¡Él es el responsable de todo esto! ¡Recordad lo que os digo!
Fidelma se despertó temprano. Aunque no clareaba todavía, dejó el calor de la litera. Deshaciendo el ovillo que formaba a los pies de la cama, el señor de los ratones dio un bufido de protesta por el movimiento repentino de Fidelma.
Se lavó con diligencia y se vistió; habría deseado darse un baño en toda regla, pues se sentía sudorosa e incómoda. Se puso la pesada capa y salió a cubierta.
Una tenue luz en el horizonte oriental indicaba que faltaba poco para amanecer. Reinaba un silencio inquietante y extraño en el barco, a pesar de ver las figuras oscuras de algunos marineros expectantes; al igual que ella, aguardaban el amanecer.
Fidelma se acercó con cautela a popa, donde, como esperaba, encontró a Murchad y a Gurvan de pie, codo con codo. Las otras dos figuras imprecisas estaban atentas a la espadilla. Sólo se oía el viento contra las jarcias y el suave ondear de las velas de piel.
La oscuridad había caído con el barco sajón a la zaga, navegando contra el viento. Apenas se hizo de noche, Murchad ordenó apagar las luces a fin de no delatar su posición. Fijaron el rumbo al norte durante una hora antes de virar y navegar de popa en un ángulo que les llevaría al suroeste, alejándolos de la última posición que conocían de la nave sajona.
Con el alba había llegado el momento de averiguar si la estratagema había resultado.
A aquellas horas hacía frío, la aurora era gris y la fuerza del viento escasa. El tiempo se despejaba y el fino resplandor grisáceo ya se extendía.
Nadie había pronunciado un saludo. Todos estaban en sus lugares, inmóviles como estatuas contemplando el cielo de levante.
– Rojo -murmuró Gurvan, rompiendo el silencio.
Nadie dijo nada más. Todos sabían qué había querido decir. Un cielo rojo al amanecer significaba mal tiempo por delante. Sin embargo, había algo más importante que tener en cuenta, ahora que la luz del sol empezaba a derramarse por todo el mar. Los presentes contemplaban la tenue penumbra que se desvanecía con la luz matutina.
– ¡Mástil! ¡Hoel! ¿Qué ves?
Hubo un instante de silencio. Luego les llegó un grito débil.
– ¡El horizonte está limpio! ¡No hay velas a la vista!
Murchad fue el primero en dar muestras de tranquilidad.
– No hay velas -murmuró-. Ni velas ni palos.
– Creo que ha resultado, capitán -afirmó Gurvan.
Murchad dio una palmada de júbilo. Tenía en los labios una sonrisa de puro gusto.