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– Donde haya una vela, que se aparte un remo -bromeó-. Ah, ahí la tenemos… -dijo ladeando la cabeza, y luego asintió con satisfacción.

Fidelma se preguntó qué querría decir con aquello.

– La brisa matutina… sí, el viento está cambiando. A lo largo del día llegaremos a Uxantis. Puede que hacia el mediodía, y si el viento arrecia -anunció, y volvió la cabeza hacia el resplandor rojo que se disipaba-, podremos guarecernos allí del mal tiempo. Si puedo evitarlo, prefiero no atravesar el mar de Vizcaya si hay mala mar.

Murchad parecía haber recuperado su jovialidad tras comprobar la efectividad de la táctica para evadir al asaltante sajón.

– Mantened el rumbo, Gurvan. Estaré tomando el desayuno. Sor Fidelma, ¿os gustaría desayunar conmigo en mi camarote?

Fidelma aceptó aquella invitación inusual, y Murchad llamó a Wenbrit para pedirle que llevara comida para dos.

Fidelma pensó que, al fin y al cabo, era mucho más ameno desayunar con Murchad que con los demás, sobre todo después de la tensión de las últimas horas. Murchad sacó a colación el asunto que más preocupaba a los dos.

– ¿Y bien? ¿Qué habéis podido averiguar sobre la muerte de esa mujer… Muirgel?

Fidelma se sentó en una de las dos sillas a ambos lados de una mesita de madera. El capitán sacó una botella de un armario y dos tazas de barro.

– Corma -anunció al servir el contenido-. Ayuda a soportar el frío matutino.

En circunstancias normales, la idea de tomarse de buena mañana una bebida alcohólica tan fuerte la habría repugnado. Pero el día había amanecido fresco y Fidelma tenía frío. Cogió la taza y tomó unos sorbos de aquella bebida ardiente y la dejó correr sobre la lengua; luego, con el extremo de ésta la extendió sobre los labios. Tosió un poco.

– Ya he hablado con todo el grupo, Murchad -respondió-, sin decirle a nadie que sospechamos que no cayó al agua sin más. Ahora bien, es interesante que al menos dos de ellos sospechen que la asesinaron.

– ¿Y? -la animó a seguir Murchad con interés.

– No hay respuestas fáciles para esta cuestión…

Llamaron a la puerta del camarote, y Wenbrit apareció con una bandeja de fiambres, quesos varios y fruta, con pan duro de acompañamiento.

Wenbrit anunció a Fidelma con una sonrisa picarona:

– El hermano Cian ha preguntado por vos. Le he dicho que estabais desayunando con el capitán. Parecía muy resentido.

Fidelma no se molestó en responder. No le preocupaba que Cian la estuviera buscando.

– ¿Has comunicado ya a los pasajeros que hemos esquivado al barco asaltante, mozalbete? -preguntó Murchad.

– Pocos parecían interesados -respondió-. Otro gallo habría cantado si los sajones nos hubieran alcanzado, seguro.

Se volvió para salir y después vaciló.

– ¿Quieres decir algo? -gruñó Murchad, que al parecer conocía muy bien al muchacho.

Wenbrit se dio la vuelta hacia ellos con el ceño fruncido.

– No es nada. Al fin y al cabo, los peregrinos han pagado su pasaje y,…

– ¿De qué se trata? ¡Habla! -exclamó Murchad, impaciente por tanta dubitación.

– He reparado en que alguien está cogiendo comida. He echado en falta fiambres, pan y fruta. Aunque no mucha cantidad. De hecho, ayer por la mañana ya noté que faltaban cosas, y esta mañana otra vez…

– ¿Que falta comida?

– Y un cuchillo de cortar carne. Primero pensaba que me confundía, pero ahora estoy seguro. Creo que no he servido raciones frugales. Si alguien quiere algo más, no tiene más que pedírmelo. Pero los cuchillos tienen cierto valor.

– Wenbrit -dijo Fidelma, inclinándose hacia él con interés repentino-, ¿qué os hace pensar que haya sido uno de los pasajeros? Estoy de acuerdo en que las raciones que servís son abundantes. ¿Cabe la posibilidad de que el responsable sea un tripulante?

Wenbrit negó con la cabeza.

– La comida de la tripulación se guarda aparte. Este barco se utiliza para transportar pasajeros, de modo que debemos costear y almacenar los alimentos aparte para ellos. Ninguno de los marineros robaría provisiones destinadas a los pasajeros.

Murchad carraspeó, irritado.

– Anunciaré a los peregrinos que, si quieren raciones adicionales, sólo tienen que pedirlas. Para ser equitativo, también se lo haré saber a mi tripulación.

El chico saludó al capitán y salió.

Fidelma miró a Murchad con gesto pensativo.

– Le tenéis mucho cariño a ese muchacho, ¿verdad?

La pregunta pareció incomodar al capitán un momento.

– Es huérfano. Lo saqué del mar. Dios no nos concedió la bendición de tener hijos, a mi esposa y a mí. El chico es el hijo que nunca tuve. Es un muchacho espabilado.

– Pues creo que acaba de darme una idea. Más tarde quisiera que Gurvan me acompañara en otra busca por el barco -solicitó Fidelma.

Murchad frunció el ceño.

– No os comprendo, señora.

– Os lo explicaré luego, cuando haya meditado sobre el problema.

Murchad extendió el brazo y levantó el jarrón de corma, pero Fidelma declinó un segundo trago del fuerte licor.

– Con una taza tengo de sobra, Murchad.

El capitán se sirvió una cantidad generosa y se echó hacia atrás.

– Parece que ese hermano Cian tiene un interés más que pasajero en vos, señora -conjeturó.

Fidelma sintió que el rostro se le encendía.

– Ya os dije que le conocí hace diez años, en mi época de estudiante.

– Cierto. Por lo poco que he tratado con él, diría que es un hombre resentido. Me figuro que será por el brazo que tiene inutilizado.

– Será por el brazo -afirmó Fidelma.

– Bueno, estábamos hablando de sor Muirgel. -Murchad cambió de tema al notar que Fidelma se violentaba-. Decíais que no iba a ser fácil obtener respuestas. Tampoco lo esperaba. Pero ¿existe algo que nos indique lo que sucedió?

Fidelma soltó un breve suspiro de exasperación.

– Creo que es evidente que se ha perpetrado un asesinato a bordo, pero no puedo decir con certeza quién es el culpable.

– Pero ¿tenéis alguna idea, alguna sospecha?

– Parece que muchos de los peregrinos que viajan a bordo sentían aversión por sor Muirgel, y que ésta era objeto de envidias y celos ilimitados. Sin embargo, de lo que estoy segura es de que la persona que hundió el cuchillo en su hábito sigue a bordo. Lo que no sé es si seré capaz de descubrirla antes de que el barco llegue al reino de los suevos.

– Pero ¿vais a intentar desenmascarar al asesino?

– Ésa es mi intención. Sin embargo, tardaré en hacerlo -asintió Fidelma, seria.

– Todavía tenemos varios días de viaje antes de llegar al reino de los suevos -consideró Murchad en un tono sombrío-. No me gusta pensar que navegaremos desconociendo la identidad del asesino. Todos podríamos correr peligro.

Fidelma movió la cabeza y aseguró:

– No lo creo. Tengo el convencimiento de que el asesino escogió a sor Muirgel porque era objeto de un sentimiento de odio que lo abrumaba. Dudo que nadie más corra peligro en estos momentos.

Murchad la miró con aprensión.

– Pero ¿tenéis alguna sospecha de quién podría ser el asesino, Fidelma?

En la voz del capitán se adivinaba una tensión que demandaba palabras tranquilizadoras.

– Nunca digo nada hasta que no estoy segura -respondió ella-. Pero descuidad, que en cuanto lo esté, os informaré.

Había terminado de mordisquear unos bocados suculentos de la comida que había servido Wenbrit. Fidelma nunca acostumbraba a desayunar en abundancia; por lo general le bastaba con un poco de fruta. A continuación se puso de pie.