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– ¿Cuál será el siguiente paso? -quiso saber Murchad.

– Voy a registrar a fondo el camarote y las pertenencias de Muirgel.

Murchad se despidió con renuencia.

– Bueno, mantenedme informado. Y llevad cuidado. Una persona que ha matado una vez no tendrá reparo en matar otra, sobre todo si cree que vais a descubrirla. No comparto vuestra opinión de que nadie corra ya peligro.

Con una breve sonrisa, Fidelma lo tranquilizó desde el umbral.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Estoy segura de que se trata de un crimen causado por cierta pasión y que sólo implica a sor Muirgel.

Fuera, la luz del sol ya lo invadía todo. La mañana era limpia y azul, pero se había levantado un viento frío. El resplandor rojo del cielo se había desvanecido; pese a que ello anunciaba una fase de calma, también significaba que daría paso al mal tiempo. Y es que no hay tiempo variable que llegue sin avisar. De niña, Fidelma había aprendido a detectar las señales del cielo. Sólo había que observarlas e interpretarlas correctamente. Podía parecer que había amanecido un día radiante y que el pálido sol ascendería y lo calentaría todo, pero Fidelma dudaba que eso fuera a pasar. Se avecinaba mal tiempo. ¿Qué había sido de la fe que tenía el capitán en el veranillo de san Lucas?

Bajó a la entrecubierta, a la parte de los camarotes; se detuvo al oír voces procedentes del comedor. Los peregrinos todavía estaban desayunando. Era un momento idóneo para registrar el camarote y las pertenencias de sor Muirgel con tranquilidad. Ya informaría de sus sospechas al grupo más adelante, pero deseaba poder hacerlo revelando al mismo tiempo quién podría haber empujado al agua a su compañera.

El problema era que varias personas podían haber matado fácilmente a sor Muirgel; había varios sospechosos. La experiencia le decía que uno nunca podía fiarse de lo evidente. ¿Pero qué hacer cuando había demasiados claros sospechosos? Detestaba reconocerlo, incluso para sí, pero habría deseado que el hermano Eadulf estuviera con ella para contrastar con él sus ideas. A menudo, los comentarios de Eadulf le proporcionaban un enfoque más nítido de la situación.

Antes de entrar en el camarote cargado y oscuro de sor Muirgel, se detuvo en el umbral a encender una lámpara del farol que se balanceaba de un gancho en el pasillo. Miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, entró y cerró la puerta.

Sobre la litera que había usado sor Muirgel había un par de mantas amontonadas de cualquier manera. Fidelma levantó el farol y dio un vistazo al cuarto. No vio maletas, ni documentos, ni libros que pudieran facilitarle pistas.

Se concentró e hizo un examen más exhaustivo, sin moverse de donde estaba, pero volviéndose para mirar bien las esquinas en busca de algún armario o de algún colgador. No había indicio alguno de equipaje ni pertenencias. Tal vez alguien había colocado el equipaje bajo las mantas amontonadas sobre la litera. No recordaba haber visto tanto desorden la última vez que había estado en el camarote con Wenbrit para examinar el hábito de Muirgel, que había entregado a Murchad en tanto que capitán del Barnacla Cariblanca por si hacían falta pruebas en algún momento.

Dejó el farol en el suelo junto a la cama, y se inclinó sobre ésta. Entonces la invadió una fría sensación de anticipación: reparó en que las mantas ocultaban una forma humana. Pese a tener un instante de duda, extendió la mano y apartó un pliegue de la tela.

Había una figura femenina tendida boca arriba, en ropa interior manchada de sangre. Aún tenía los ojos abiertos, y brotaban chorritos de sangre de una herida irregular que le atravesaba el cuello y había alcanzado la yugular. Mientras Fidelma contemplaba el cuerpo, los oscuros ojos vidriosos la miraron, mudos y suplicantes. Los labios temblaron, emitieron un borboteo, y empezó a manar sangre de ellos.

Fidelma se apresuró a bajar la cabeza para escucharla mejor, pero sólo oía una respiración dificultosa, ninguna palabra. Notó que la moribunda empujaba el puño contra ella.

Entonces, sin que pudiera hacer nada, la cabeza se desplomó a un lado, y un reguero de sangre brotó de aquella boca a medio abrir. Algo cayó al suelo con un tintineo cuando los dedos de la mano cerrada se relajaron. Fidelma se agachó a recogerlo en el acto. Era un crucifijo de plata pequeño, colgado de una cadena rota.

Fidelma se levantó poco a poco, sosteniendo el farol en lo alto a fin de ver mejor el rostro de la mujer. Perpleja, Fidelma se tomó tiempo para relacionar lo que estaba viendo con lo sucedido las últimas veinticuatro horas.

El cadáver que yacía en la litera que tenía ante sí con una degolladura reciente era el de sor Muirgel.

CAPÍTULO XIV

– No lo entiendo -anunció por enésima vez Murchad, al tiempo que se rascaba el cogote y miraba el cuerpo tumbado.

Fidelma le había pedido que bajara al camarote sin avisar a nadie más. Parecía totalmente desconcertado.

– ¿Estáis segura de que es sor Muirgel? Yo sólo la vi un momento el día en que todos subieron a bordo. Podría ser otra hermana.

Fidelma rechazó la posibilidad moviendo con firmeza la cabeza.

– Yo también la vi durante unos pocos instantes cuando entré en este camarote, pero no me cabe ninguna duda de que se trata de la misma mujer. No es ninguna de las otras tres, estoy segura.

Murchad suspiró con frustración y observó secamente:

– En tal caso, parece que han asesinado a sor Muirgel dos veces. Una, la primera noche de viaje, cuando se halló el hábito manchado de sangre, pero no el cadáver; y otra, ahora, apuñalada y degollada. ¿Qué puede significar?

– Significa que, al principio, sor Muirgel quiso hacernos creer que estaba muerta… cuando en realidad seguía estando a bordo, oculta en alguna parte… O alguien la ocultaba. Cuando Wenbrit se ha quejado de que echaba en falta comida, me ha asaltado la sospecha. Por eso quería volver a registrar el camarote. Muirgel estaba representando una farsa. Con todo, no hay rastro del cuchillo.

– Pero, ¿por qué quería Muirgel que creyéramos que la habían apuñalado o que había caído al agua durante la tempestad? -preguntó Murchad-. ¿Con qué fin dejó el hábito a conciencia para que sospecháramos de inmediato que había sido asesinada?

Fidelma miró el crucifijo que tenía en la mano, el mismo que Muirgel había sostenido en la suya. Fidelma casi lo había olvidado mientras trataba de dar con una explicación para el misterio.

– ¿Qué es eso? -inquirió el capitán cuando vio a Fidelma mirándolo minuciosamente.

– Su crucifijo. Debió de hallar consuelo en él durante los últimos momentos de su vida. Lo tenía en la mano al morir.

– Sí que era una mujer devota -observó Murchad, señalando otro crucifijo más grande y ostentoso alrededor del cuello de la muerta.

Fidelma miró fijamente el crucifijo que tenía en la mano. Era de un estilo completamente distinto del que llevaba Muirgel al cuello. Amén de ser más pequeño, estaba elaborado con mejor gusto. Entonces cayó en la cuenta de que el crucifijo no era de Muirgel. Le dio la vuelta sobre la palma de la mano con profundo interés. La segunda vez que lo volteó reparó en que tenía un nombre garabateado.

– Acercad el farol, Murchad.

Así lo hizo el capitán.

Las marcas apenas si eran visibles, pero el nombre se distinguía con facilidad. «Canair».

Fidelma apretó los labios, pensativa.

– ¿Llegasteis a conocer a sor Canair? -preguntó a Murchad.

– Nunca llegué a verla. El pago del pasaje, tanto el vuestro como el suyo, lo negoció la abadía de St. Declan antes de que llegaran los peregrinos. De los peregrinos, yo sólo conocía el nombre, y tenían que coincidir con el número de pasajes reservados. Se pagaron once pasajes, pero sólo subieron a bordo diez personas, aparte de vos. Me dijeron que esa tal hermana Canair, que estaba a cargo del grupo, no había llegado a Ardmore y, como había que zarpar con la marea… -Le restó importancia encogiéndose de hombros-. ¿Y ahora qué vamos a hacer?