Fidelma dudó antes de decidirse.
– Seguiré con las indagaciones, pero ahora tenemos un cuerpo como prueba del crimen. De momento puede que algunas cosas empiecen a tener sentido. Por ejemplo, esto explica por qué el hermano Guss, que asegura estar enamorado de Muirgel, no estaba demasiado consternado cuando todos creíamos que ella había caído al agua. Es evidente que él sabía que Muirgel estaba viva. No obstante, ahora tendré que variar mis sospechas sobre el posible culpable. Me temo que no estoy más cerca de resolver el misterio que antes. Todavía hay muchas preguntas pendientes.
Fidelma miró al capitán.
– Imagino que los demás todavía estarán desayunando. ¿Podéis pedir al hermano Tola y al hermano Guss que vengan? No les permitáis entrar en el camarote hasta que yo se lo pida. Oh, y ¿puede dar permiso a uno de sus marineros para que baje? Creo que hará falta un centinela que vigile este camarote.
Murchad se fue sin más comentarios. Pasado un rato llamaron a la puerta. Un marinero rubicundo asomó la cabeza.
– Soy Drogan, señora. El capitán me ha dicho que queríais a alguien aquí abajo.
– Así es. Poneos fuera de pie y no permitáis que nadie entre en el camarote a menos que yo lo diga.
Drogan se llevó el puño a la frente a modo de saludo y se retiró. Al poco, Fidelma oyó la voz del hermano Tola exigiendo que alguien le explicara para qué había sido llamado. Fidelma abrió la puerta.
– Pasad, hermano Tola -ordenó sin más.
Al ver que venía el hermano Guss con él, añadió:
– Esperad aquí. Hablaré con vos ahora mismo.
El hermano Tola entró con cara de pocos amigos.
– Veamos, ¿de qué se trata ahora? -exigió, mirando a su alrededor, asqueado.
Fidelma se acercó a la litera y levantó el farol sobre el cuerpo tendido.
El hermano Tola dio un grito ahogado y un paso atrás.
– ¿Quién es esta mujer, hermano Tola? -le preguntó Fidelma sin apartar la vista del monje.
Un gesto de perplejidad absoluta cambió su expresión y luego se inclinó hacia delante moviendo la cabeza.
– Es sor Muirgel -susurró-. ¿Qué significa esto? Pensaba que había caído por la borda.
La sorpresa del monje era indiscutiblemente genuina.
– Volved con los demás -le instruyó Fidelma en voz baja- y no digáis nada de esto hasta que yo vaya, que será dentro de poco. Al salir, decidle al hermano Guss que entre.
El monje, atónito, salió moviendo un poco la cabeza. Fidelma estaba decepcionada. Contaba con que Tola hubiera mostrado algún indicio de falsedad en su asombro al ver el cuerpo de Muirgel. Y estaba convencida de que no podía ser tan buen actor. Oyó una tos, y el joven monje entró.
Fidelma volvió a sostener en alto la linterna sin dejar de mirar al joven al rostro.
– ¿Quién es esta mujer, hermano Guss?
La tez del muchacho palideció, quedó exangüe, y dio unos pasos atrás, tambaleándose. Fidelma pensó que iba a desmayarse. El monje se llevó las manos al rostro y emitió un gruñido conmovedor.
– ¡Muirgel! ¡Dios mío, Muirgel!
Empezó a balancearse adelante y atrás sobre los talones.
Fidelma colgó el farol del techo y empujó al hermano Guss con delicadeza sobre una silla.
– Creo que tenéis algo que explicar, hermano Guss. Ayer, cuando os interrogué, vos sabíais que Muirgel seguía con vida. No estabais tan apenado como ahora cuando todos creíamos que había caído al mar. ¿Dónde se ocultaba y por qué?
– Yo amaba a Muirgel -dijo el joven con voz queda, llorando.
– ¿Y sabíais que estaba viva?
– Sí, lo sabía -confirmó entre sollozos.
– ¿Para qué ideó una farsa tan compleja, fingiendo que había caído por la borda?
– Temía que alguien fuera a matarla.
Fidelma lo miró fijamente, con curiosidad.
– ¿Estáis diciendo que se escondió porque temía por su vida?
El joven asintió, tratando de controlar unos sollozos desoladores.
– Pero, ¿por qué subió a bordo del barco si sospechaba tal cosa? Un barco no es el mejor lugar donde refugiarse.
– No se dio cuenta hasta que estuvo a bordo de que iba a ser la siguiente víctima. Para entonces ya era tarde, ya habíamos zarpado. Así que decidió esconderse y yo la ayudé a hacerlo.
– ¿La siguiente víctima, decís? -preguntó Fidelma de pronto, repitiendo las palabras.
– Sor Canair fue asesinada antes de que embarcáramos.
– ¿Canair? -Fidelma enarcó las cejas-. ¿Estáis diciendo que al subir a bordo, sor Muirgel y vos sabíais que sor Canair estaba muerta?
– Es una larga historia, hermana -dijo Guss tragando saliva y habiendo conseguido controlar sus emociones.
– Pues empecemos con ella. ¿Qué propósito tenía sor Muirgel al esconderse en el barco en vez de permanecer en su camarote?
– La idea era esconderse del asesino; luego yo tenía que ayudarla a salir a escondidas en el primer lugar al que arribáramos, es decir, la isla de Uxantis. Queríamos desembarcar allí al amparo de la oscuridad hasta que el barco volviera a zarpar con el asesino a bordo.
– Un plan curioso. ¿Por qué no acudisteis al capitán simplemente? Si sabíais que había un asesino a bordo con intenciones criminales…
– La idea fue de Muirgel. Ella pensaba que nadie iba a creerla. Ahora tendrán que hacerlo.
El hermano se estremeció, profundamente afligido.
– Así que el asesino estaba a bordo. ¿Sabíais quién era?
Guss movió la cabeza, apesadumbrado.
– No lo sabía; al menos no estaba seguro. Muirgel lo sabía, pero se negó a revelármelo. Quería protegerme. Aun así, puedo imaginarme quién es.
El joven seguía afectado por una profunda impresión, pues hablaba como un sonámbulo, con parsimonia y con la mirada perdida.
En otras circunstancias, Fidelma lo habría atendido, le habría dado algo fuerte de beber, pero en aquel momento necesitaba información, y la necesitaba deprisa. Se metió las manos en el interior de su hábito y sacó la crucecilla de plata que sor Muirgel tenía en la mano al morir, y se la mostró.
– ¿Lo reconocéis? -preguntó.
Guss soltó una risa histérica.
– Pertenecía a sor Canair.
– ¿Cómo sabéis que sor Canair está muerta? ¿O eso es otra cosa que sólo Muirgel sabía?
– Yo mismo vi el cadáver. Lo vimos los dos.
– ;Y estabais seguro de que era Canair?
– No creo que olvide nunca la imagen de ese cadáver.
– ¿Cuándo sucedió?
– La noche antes de subir a bordo.
– ¿En la abadía de Ardmore?
– No, en la abadía no. Muirgel y yo no pasamos la noche allí.
Fidelma se asombraba cada vez más de los giros contradictorios de la historia.
– Creía que el grupo al completo se había alojado en la abadía.
– Nuestro grupo llegó a la abadía a última hora de la tarde. No obstante, sor Canair dijo que quería visitar a alguien de las proximidades y abandonó el grupo antes de que llegáramos a la abadía. Dijo que se uniría a nosotros más tarde, pero que si se le hacía tarde acudiría a nuestro encuentro en el muelle al alba. El abad ya había comprado los pasajes del Barnacla Cariblanca, así que sólo teníamos que reunimos y embarcar.
– Ya. Pero sor Canair no apareció en el muelle a la mañana siguiente, ¿cierto?
– Así es. Para entonces ya estaba muerta.
– ¿Y cuándo os enterasteis de su muerte?
– Como decía, llegamos a la abadía. Casi todos estaban agotados y se retiraron a dormir. Muirgel me susurró que saldría a dar un paseo antes de recogerse. Me pidió que nos encontráramos fuera, frente a la verja de la abadía, y que evitara ser visto al salir. Crella no dejaba de seguirla a todas partes y empezaba a exasperarla. Dijo que quería estar a solas conmigo. Ya os lo dije ayer… estábamos enamorados.