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– Sí… se quejó de vuestra presencia, pero aun cuando os asignaron otro camarote, seguía sintiéndose vulnerable. Entonces fue cuando se le ocurrió este plan y dejó su hábito manchado de sangre en el camarote. Quería que los demás pensaran que ya la había matado alguien, a fin de que nadie fuera por ella.

– ¿Pretendía fingir que había caído al agua durante la tempestad?

– No. No sabíamos que iba a desatarse una tormenta. Muirgel simplemente iba a dejar el hábito manchado de sangre para que pareciera que la habían acuchillado. Esperaba que la gente creyera que la habían asesinado y tirado luego por la borda durante la noche. La tormenta solamente confundió las cosas, porque hizo pensar a los demás que Muirgel había caído al agua durante la tormenta. Entonces nos maldijimos por haber dejado el hábito manchado, ya que sólo contribuiría a complicar el asunto.

– Cierto: si no hubierais dejado el hábito a la vista para que alguien lo encontrara, habríamos aceptado que Muirgel había sido víctima de un accidente -asintió Fidelma con una sonrisa desalentadora-. Y vos, obviamente, proporcionasteis la sangre con que manchar la tela.

Automáticamente, el hermano Guss se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y se encogió.

– Me hice un corte en el brazo para obtener la sangre -confirmó-. Pero no sabía que ya hubierais hallado el hábito. Me extrañaba que tuvierais tanto interés en mi brazo dolorido. Tuve que improvisar.

– Eso me hizo sospechar, por supuesto, de que estabais implicado en la primera muerte de Muirgel. Por cierto, ¿dónde se ocultó? El oficial de cubierta rastreó el barco de arriba abajo sin hallar rastro de ella.

– Muy sencillo: se escondió debajo de mi litera. El hermano Tola duerme a pierna suelta. Ni las trompetas anunciando el Segundo Advenimiento lo despertarían. Por razones obvias, Muirgel tenía que salir de vez en cuando, pero lo hacía durante la noche, o antes del amanecer, cuando no había nadie. Era muy fácil. ¿A quién se le iba a ocurrir mirar debajo de mi litera?

– ¿Y esta mañana?

– Esta mañana se había levantado temprano y le pareció que sería más seguro regresar a su propio camarote. Dijo que a nadie se le ocurriría mirar allí ahora que estaba oficialmente muerta. Yo pretendía reunirme con ella después del desayuno.

– ¿Y qué creéis que ocurrió luego?

– Que la misma persona que mató a Canair la vio y la mató.

– Muy bien. Antes habéis insinuado que sabíais quién le había dado muerte o, más bien, que sospechabais quién puede haber acabado con su vida. ¿Os referíais a la misma persona a la que acusasteis durante la conversación que mantuvimos ayer?

– ¿Crella? Sí, y creo que ella fue quien se plantó a murmurar ante la puerta de Muirgel esa noche. Crella nos espiaba. Tenía celos de Canair y tenía celos de Muirgel a pesar de hacer ver que quería a Muirgel con amor filial.

– Pero también habéis dicho que Muirgel no os reveló el nombre de la persona de la que sospechaba. No os llegó a decir a quién vio con la cruz de Canair, ¿no? Solamente sospecháis que fue sor Crella.

– Ya os he dicho que creo…

– Quiero hechos reales -lo interrumpió Fidelma sin contemplaciones-, no lo que podáis sospechar. ¿Os llegó a decir Muirgel a quién temía?

Guss movió la cabeza y reconoció:

– No, no me lo dijo.

Fidelma se frotó el mentón con gesto pensativo.

– No podemos tomar medidas basándonos en sospechas, Guss. A menos que podáis darme algún dato fehaciente…

Dejó la frase en el aire.

– ¿Entonces vais a permitir que Crella se zafe? -la acusó el hermano Guss con enfado.

– Lo que me preocupa es descubrir la verdad.

El joven la desafió con una mirada hostil, pero luego sus rasgos se disiparon en un gesto de congoja.

– ¡Yo la amaba! Habría hecho cualquier cosa por ella. Ahora temo por mi propia vida, pues Crella debe de saber que yo era su amante y que traté de ocultarla. ¿Hasta dónde pueden alcanzar sus celos?

Fidelma miró al joven con compasión.

– Seremos cautos, hermano Guss. Entretanto, consolaos con que amabais a Muirgel y que, si como decís ella os correspondía con el mismo amor, erais doblemente afortunado. Recordad el Cantar de los Cantares, pues a él pertenece el pasaje que Muirgel citó. El siguiente verso dice:

No pueden aguas copiosas extinguirlo

Ni arrastrarlo los ríos.

El hermano Guss no se veía con ánimo de volver junto con sus compañeros, de modo que regresó a su propio camarote para llorar a solas. Fidelma salió al encuentro de Murchad, que estaba fuera, tras la puerta, con el marinero de nombre Drogan.

– Permaneced aquí de guardia, Drogan, y no permitáis que nadie entre sin mi permiso o el de Murchad -ordenó. Se volvió al capitán para preguntarle-: ¿Los demás todavía están tomando el desayuno?

Murchad asintió.

– ¿Qué les diréis? -quiso saber.

– Les contaré la verdad. El asesino la sabe, así que los demás tienen derecho a saberla también. Cuanto antes salga todo a la luz, antes tal vez cometa el asesino un desliz.

Murchad siguió a Fidelma al comedor, donde Wenbrit estaba recogiendo los restos del desayuno. Los peregrinos estaban sentados en silencio. El hermano Tola había vuelto con ellos y, aunque se había negado a contarles nada, todos habían notado que algo había sucedido. Cuando Fidelma entró con pasos decididos y se colocó a la cabecera de la mesa, sólo Cian le dirigió un saludo. Pero ella no lo devolvió. Todos tenían la vista puesta en ella, intentando adivinar qué noticia les iba a comunicar.

Hasta el joven Wenbrit se apercibió de que algo sucedía y se detuvo, aún sosteniendo un montón de platos sucios.

– Hemos hallado el cuerpo de sor Muirgel -anunció Fidelma.

Hubo varias reacciones mientras cada uno asimilaba la noticia.

Sor Crella hizo amago de levantarse, pero se volvió a sentar con un grave lamento de angustia. Sor Gormán soltó una risilla nerviosa.

El hermano Tola, que se había estado conteniendo hasta que Fidelma entró en la sala, fue el primero en preguntar.

– ¿Eso significa que ha estado a bordo todo este tiempo? ¿Que no había caído al mar?

– Así es.

– No lo entiendo. ¿Cómo es posible que se ahogara sin caer al agua? -preguntó sor Ainder.

Fidelma la miró fijamente con una sonrisa glacial.

– Sencillamente, porque no se ahogó. La han degollado durante el transcurso de la última media hora.

El lamento de sor Crella se volvió un gemido agudo.

Fidelma recorrió con la mirada toda la mesa. Sor Crella parecía ser la más afectada, si bien todos manifestaban alguna emoción.

– ¿Estáis segura? -era Cian quien hacía la pregunta.

– ¿Segura de qué? -le preguntó.

Cian se rebulló con desasosiego ante aquella mirada afilada, y explicó sin convicción:

– Si estáis segura de que estamos hablando de sor Muirgel. Primero se nos dice que está muerta, luego que está viva y muerta otra vez. ¿Está viva o está muerta?

Fidelma miró al hermano Tola, al otro extremo de la mesa.

– En efecto, se trata de sor Muirgel -confirmó con voz queda-. Yo mismo he identificado el cuerpo. Y el hermano Guss también… -Miró en derredor y reparó en que Guss no había regresado aún.

Fidelma adivinó la pregunta que el monje se disponía a formular, y dijo a todos:

– El hermano Guss ha vuelto a su camarote para echarse un rato. También estaba muy afectado.

Todos guardaban silencio en la mesa, salvo Crella, que no dejaba de sollozar.

– Sor Muirgel se ha cruzado con su asesino en la última hora -prosiguió Fidelma-. ¿Podéis dar cuenta de dónde habéis estado durante ese tiempo?