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– ¿Cómo? -saltó sor Gormán toda acalorada-. ¿Insinuáis acaso que ha sido uno de nosotros?

Fidelma los miró uno a uno.

– Desde luego, ¡no va a ser un tripulante! -exclamó con una sonrisa irónica-. Sor Muirgel conocía a su asesino. De hecho, había fingido su desaparición con el propósito de evitar que la matara. Se ocultaba durante el día y salía para comer y hacer ejercicio por las noches o de madrugada. -Mientras hablaba, Fidelma recordó algo-. De hecho, la mañana siguiente de su supuesta caída al mar, en que una niebla espesa envolvía el barco, me crucé con ella y no la reconocí. Podemos dar por sentado, Wenbrit, que Muirgel se alimentaba de la comida que echabais en falta.

El muchacho la miraba atónito.

– ¿Estáis diciendo que sor Muirgel montó una farsa para hacernos creer a todos que había caído al mar? -Sor Ainder no conseguía asimilar lo que acababan de contarle-. Pero ¿por qué?

– Quería despistar a su asesino.

El hermano Tola soltó una carcajada de incredulidad.

– Por todos los santos. Pero ¿dónde pretendía esconderse en un barco así? Si no hay lugar posible.

– Disculpad, pero no estoy de acuerdo. -Fidelma estuvo tentada de contarle que Muirgel pasó la primera noche a menos de un metro de él mientras dormía-. Lo más importante es que el asesino de sor Muirgel es un miembro de vuestro grupo. ¿Dónde habéis estado cada uno de vosotros durante la última hora?

Se miraron los unos a los otros con suspicacia.

El hermano Tola habló por todos.

– Hará cosa de una hora que nos hemos sentado a desayunar todos a la vez.

La mayoría dijo que antes se encontraban en sus respectivos camarotes, exceptuando a sor Ainder, que justificó su ausencia afirmando que se hallaba en el defectora, y a Cian, que dijo que había subido a cubierta a hacer ejercicio.

– ¿Estabais vos en vuestro camarote, hermano Bairne? -inquirió Fidelma.

– Así es.

– Está junto al de Muirgel, ¿verdad? ¿Oísteis algo?

– ¿Me estáis acusando? -bramó el joven, enrojeciendo de furia-. Tendréis que demostrar con pruebas semejante acusación.

– Si tuviera que acusar a alguien, no lo haría hasta estar segura de poder demostrarlo -respondió Fidelma con seguridad-. Tendré que hablar con cada uno de vosotros otra vez.

– ¿Con qué derecho? -espetó sor Ainder, indignada-. Todo esto es ridículo. Gente que finge caer al mar, accidentes que resultan ser asesinatos, ¡cadáveres que no son cadáveres!

– Ya sabéis que tengo el derecho y la autoridad para realizar esta investigación. -Fidelma interrumpió su diatriba.

El hermano Tola lanzó una mirada a Murchad.

– Doy por sentado que Fidelma sigue gozando de vuestra aprobación para actuar, capitán.

– He concedido plena autoridad a Fidelma de Cashel para ocuparse del caso -sentenció Murchad-. Punto final.

CAPÍTULO XV

Habían avistado la costa occidental de Armórica, la región conocida hoy como Pequeña Bretaña.

Murchad anunció:

– Dentro de unas horas divisaremos la isla de Uxantis, situada en el extremo ponentino de la costa.

Fidelma nunca había estado en Armórica, pero sabía que en los últimos doscientos años, decenas de miles de britanos habían tenido que emigrar a causa de la expansión de anglos y sajones; muchos se habían establecido entre los armoricanos. Muchos otros se refugiaron en el noroeste del reino de los suevos, lugar al que llamaron Galicia, el lugar hacia el que el barco se dirigía; otros también se asentaron en los Cinco Reinos de Éireann, pero en grupos menores. Sin embargo, fue en Armórica, entre pueblos que compartían una lengua y una cultura similares, donde los refugiados de Bretaña empezaron a cambiar el mapa político del país, hasta el punto de que esa tierra había sido rebautizada Pequeña Bretaña.

– En Uxantis nos aprovisionaremos de agua y comida -añadió Murchad-. Estamos a mitad de camino de nuestro viaje, pero después de esta escala, no habrá más ocasiones para estirar las piernas en tierra firme ni para comer caliente y darse un baño.

Fidelma tomó nota de lo anunciado distraídamente. Estaba pendiente de observar a los demás peregrinos mientras reposaban en la cubierta principal. No tenía las cosas nada claras. Uno de ellos era el asesino, ¡y ella ni siquiera sabía de quién debía empezar a sospechar! No había desvelado el secreto del hermano Guss: que sor Canair también estaba muerta. Esperaba que al reservar para sí aquel dato, alguien podría revelar información sin saberlo, lo cual identificaría a esa persona como el asesino. Lo cierto era que la acusación contra sor Crella aún no podía probarse.

El hermano Tola había adoptado su postura acostumbrada en la cubierta, sentado con la espalda contra el tonel de agua a la vera del palo mayor, leyendo su misal. Los hermanos Dathal y Adamrae se paseaban del brazo por la cubierta de manera extraña -o eso le pareció a Fidelma-, riéndose juntos de algún chiste privado. La esbelta figura de sor Ainder estaba sentada en el lado de estribor aleccionando al hermano Bairne. Sor Crella caminaba con impaciencia por la cubierta, abrazándose el cuerpo, afectada todavía y sin dejar de musitar para sí. Fidelma buscó al hermano Guss con la mirada, pero no estaba en ninguna parte. Y sor Gormán tampoco.

– Vaya, Fidelma.

Cian apareció a su lado, interrumpiendo sus cavilaciones. Su voz contenía un tono burlón.

– Por la fama que os habéis ganado en los últimos años, habría dicho que el misterio de sor Muirgel ya estaría resuelto a estas alturas.

Le costaba creer que hubiera podido ser tan inmadura para enamorarse de un hombre así. Contuvo el impulso de soltarle un exabrupto al recordar que todavía necesitaba obtener información de él; y en aquel momento se le estaba brindando la ocasión de hacerlo. Así pues, en vez de reaccionar mal, le preguntó con serenidad:

– ¿Cuánto tiempo duró tu relación con sor Muirgel?

Cian parpadeó varias veces y su sonrisa creció.

– ¿Ahora quieres indagar sobre mis amoríos? ¿Por qué me preguntas por Muirgel?

– Sencillamente porque sigo investigando su muerte.

Cian escudriñó la expresión flemática de Fidelma y levantó los hombros ligeramente.

– Si te hace falta saberlo, no hace mucho que acabamos. ¿Estás segura de que no me preguntas por interés personal?

Fidelma rió.

– Te tienes en muy alta estima, Cian… pero siempre fue así, claro. Sor Muirgel murió a manos de una persona a la que conocía. Ya lo he dicho durante el desayuno.

– ¿Tratas de implicarme? -exigió Cian-. ¿Es posible que tu orgullo herido, después de tantos años, te haya trastocado y ahora quieras acusarme? ¡Es de lo más ridículo!

– ¿Por qué iba a ser ridículo? ¿Acaso no hay amantes que se matan el uno al otro? -preguntó con inocencia.

– Mi historia con Muirgel acabó mucho tiempo antes de que este viaje diera comienzo.

– Mucho tiempo es un concepto impreciso.

– Bueno, una semana o así antes del viaje.

– ¿La dejaste sin más? ¿O en este caso tuviste el valor para decírselo a la cara? -añadió sin miramientos.

El rostro de Cian se encendió.

– Para que lo sepas, ella me dejó a mí… y sí, me lo dijo a la cara. Por increíble que parezca, me dijo que se había enamorado de otro… de ese papanatas del hermano Guss.

Aquello verificaba una parte de la historia de Guss pese a que Crella negara que su amiga mantuviera una relación con él.

– Conociéndote, seguro que no aceptaste dócilmente el rechazo, Cian. Tienes demasiada vanidad. Imagino que te quejarías.

La profunda carcajada que Cian soltó tomó a Fidelma por sorpresa.