– Para que sepas, su confesión fue todo un alivio, porque yo mismo tenía intención de poner fin a nuestros amores.
– Me cuesta creer que permitieras que un muchacho como Guss te sustituyera sin que te picara el amor propio.
– Si te interesan los detalles morbosos, Canair y yo habíamos sido amantes una temporada. Estaba intentando librarme de Muirgel. Pero por suerte me lo puso fácil.
Dado el despliegue de jactancia, era más que evidente que Cian no mentía.
– ¿Cuándo empezó la relación con Canair?
– ¡Vaya, resulta que también quieres detalles de eso! De verdad, Fidelma, ¿desde cuándo te interesa la vida amorosa de los demás?
Fidelma tuvo que contenerse para no cruzarle la cara de un bofetón.
– Permíteme recordarte -dijo con frialdad-, que en este momento soy una dálaigh que investiga un asesinato.
– Una dálaigh a kilómetros de su casa, a bordo de un barco de peregrinos -se burló Cian-. No tienes derecho a husmear en mi vida, dálaigh.
– Tengo pleno derecho. Así que mantuviste relaciones con Canair y con Muirgel. Conociendo tu carácter, supongo que galanteabas con buena parte de las jóvenes de Moville.
– Estás celosa, ¿verdad? -replicó con sorna-. Siempre fuiste posesiva y celosa, Fidelma de Cashel. No vistas tu fisgoneo de obligación laboral. Ya tuve suficiente con tu malhumor cuando era más joven.
– No me interesa tu necia vanidad, Cian. Sólo me interesa la información. Tengo que averiguar quién mató a Muirgel.
Se dio cuenta de que habían ido subiendo la voz y que estaban hablándose a gritos. Por fortuna, el rumor del viento y el mar había tapado sus palabras, aunque Murchad, que estaba cerca, a la espadilla, miraba al mar de frente, con un gesto que pretendía disimular su vergüenza ajena. Fidelma supuso que había oído la discusión.
De pronto Fidelma advirtió que la joven e inocente sor Gormán había subido a cubierta con discreción; estaba cerca de ellos y los escrutaba con profunda curiosidad. Toqueteaba un mantón que tenía echado sobre los hombros para protegerse del viento frío que soplaba. No bien Fidelma la miró, soltó una risilla y empezó a salmodiar:
Mi amado es fresco y colorado,
Se distingue entre millares.
Su cabeza es oro puro,
Sus rizos son racimos de dátiles.
Sus ojos son palomas posadas al borde de las aguas,
Que se han bañado en leche,
Y descansan a la orilla del arroyo…
Cian musitó una exclamación despreciativa y dio media vuelta para descender por la escalera de cámara, rozando a la joven muchacha al pasar. Sor Gormán soltó una risa aguda.
Fidelma pensó que Gormán era una criaturita extraña. Parecía capaz de citar pasajes enteros de las Santas Escrituras sin el menor esfuerzo. ¿Qué acababa de recitar? ¿Algo del Cantar de los Cantares? Sor Gormán levantó la vista y sus ojos se volvieron a encontrar con los de Fidelma. Volvió a sonreírle… pero era la suya una sonrisa extraña, exenta de humor, apenas un movimiento muscular. Entonces la joven se giró y empezó a alejarse.
– ¡Sor Gormán!
Fidelma se había prometido hacerle un poco de compañía, pues saltaba a la vista que era muy excitable, aunque nadie parecía preocuparse por ella. Mientras Fidelma se acercaba, la muchacha la miraba con recelo.
– Espero que ya no os sigáis culpando de lo que le ha pasado a sor Muirgel.
La expresión cariacontecida de la joven monja se agravó.
– ¿A qué os referís?
– Bueno, me contasteis que os sentíais culpable de que Muirgel hubiera caído por la borda por haberla maldecido.
– ¡Ah, eso! -exclamó Gormán quitándole importancia con un mohín-. Era una tontería. Claro que mi maldición no la mató. Ha quedado demostrado con su muerte. Si mi maldición la hubiera matado, no habría estado viva estos dos últimos días.
Fidelma levantó un poco los ojos ante la aparente insensibilidad que revelaba su tono. Pero Gormán mostraba cambios bruscos y extraños de temperamento.
– Como sabéis -aprovechó Fidelma-, estoy preguntando a cada uno dónde estaba justo antes de sentarse a desayunar. Vos habéis dicho que estabais en vuestro camarote, ¿verdad?
– Así es -respondió, cortante.
– ¿Y estaba con vos sor Ainder, con quien compartís camarote?
– No, ella salió un momento.
– Ah, sí; eso ha dicho.
– Muirgel está muerta. Perdéis el tiempo haciendo estas preguntas -le soltó Gormán.
Fidelma pestañeó ante el tono descortés.
– Es mi obligación hacerlo -contrapuso, y luego trató de reconducir la conversación a fin de llevarla a su terreno-. Me he fijado en que os gusta recitar los cantos de las Escrituras.
– Todo está en los textos sagrados -respondió Gormán de un modo casi arrogante-. Todo.
De pronto miró a Fidelma a los ojos sin parpadear y sus facciones volvieron a formar una sonrisa inquietante.
No hay para tu úlcera remedio,
No tienes curación.
Todos tus amadores te han olvidado,
No preguntan por ti,
Pues yo te herí…
Fidelma se estremeció a su pesar.
– No os comprendo…
Gormán dio una patada al suelo.
– Jeremías. Conoceréis las Escrituras, ¿no? Es un epitafio adecuado para Muirgel.
Dicho esto se apartó de ella y se alejó precipitadamente, pasando junto a la alta figura de sor Ainder. Ésta se acercó a la muchacha como si tuviera intención de hablar con ella, pero ésta la empujó, lo cual hizo soltar una exclamación de enfado a la monja de rasgos angulosos, pues casi perdió el equilibrio con el empellón.
– ¿Le pasa algo a sor Gormán? -le preguntó a Fidelma.
– Creo que necesita a un amigo que le dé consejo -respondió Fidelma.
Sor Ainder sonrió.
– Ni falta hace decirlo. Siempre ha sido muy reservada, y a veces hasta habla sola, como si no necesitara a nadie más. Pero dicen que los verdaderos santos ven y hablan con los ángeles. Yo no la juzgaría mal, ya que es posible que tenga más fe que todos nosotros juntos.
– Yo creo que es sólo un alma atribulada.
– Y la locura puede entenderse como un don de Dios, de modo que tal vez haya que bendecirla.
– ¿Pensáis que está loca?
– Si no loca, sí algo excéntrica, ¿no os parece? Miradla, ahí va otra vez, musitando imprecaciones y maldiciones.
Sor Ainder apretó los labios; al parecer no quería seguir hablando de aquello, porque comentó, cambiando de tema:
– Parece que en este barco de peregrinos con rumbo a un santo lugar algo brilla por su ausencia.
– ¿Y es? -preguntó Fidelma con prudencia.
– La religión precisamente. Me temo que aparte de pocas excepciones, Dios no acompaña a los que emprendieron esta travesía.
– ¿Qué os hace pensarlo?
Sor Ainder clavó su mirada vidriosa en los ojos de Fidelma.
– No había religiosidad, ciertamente, en la mano que mató a sor Muirgel, como no había religiosidad tampoco en ella misma. Esa joven habría estado mejor en una casa de mancebía.
– ¿No teníais simpatía por Muirgel?
– Como os dije el otro día, no la conocía lo bastante para tenerle antipatía. Yo sólo desaprobaba su soltura con los hombres. Pero, como os dije, al parecer nadie en el grupo de peregrinos, como se hacen llamar, la consideraba compañía escandalosa.
– Supongo que vos no os consideráis «compañía escandalosa». ¿Hay más excepciones?