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– El hermano Tola, por supuesto.

– ¿Y yo no? -le preguntó Fidelma, sonriente.

Sor Ainder la miró con pena.

– Vos no sois una religiosa. Vuestro interés es la ley; sois una hermana de la fe por accidente.

Fidelma hizo un esfuerzo por mantener un gesto impasible. No sabía que fuera tan evidente. Primero el hermano Tola y, luego, sor Ainder creían tener derecho a llamarle la atención sobre su religiosidad. Fidelma decidió sostener la conversación.

– ¿Y qué opináis del resto del grupo? ¿No los consideráis dignos de ser religiosos?

– Desde luego que no. Cian, por ejemplo, es un mujeriego, un hombre falto de moral y de consideración hacia los demás. Su alma carece de bondad. Con tanta vanidad, nunca se daría cuenta si le hiciera daño alguien. Hacía bien siendo un guerrero. El destino lo llevó a buscar seguridad en una abadía. Pero fue una decisión desacertada.

Luego sor Ainder señaló al otro extremo de la cubierta, donde estaban Dathal y Adamrae.

– Ese par de jóvenes deberían estar… ¡en fin! -Retorció el rostro con una mueca de desaprobación.

– ¿Los censuraríais a ellos también? -quiso saber Fidelma.

– Nuestra religión los condena. Recordad la palabra de Pablo a los romanos: «E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir».

Fidelma puso mala cara.

– Todos sabemos que Pablo de Tarso era asceta y creía en una moral austera y rígida.

Sor Ainder movió la cabeza con un gesto de irritación.

– Está muy claro, hermana, que no tenéis en cuenta las palabras que Dios dijo a Moisés. Levítico dieciocho, versículo dos: «No te ayuntarás con hombre como mujer; es una abominación». ¡Una abominación! -repitió con furia en la voz.

Fidelma dejó pasar unos momentos antes de recordarle:

– ¿Acaso la base de nuestra fe no es la salvación de todos? Todos somos pecadores y todos necesitamos la salvación. Dios no juzgó al mundo. Por consiguiente, nosotros no tenemos derecho a juzgarlo. Os recordaré las palabras del Evangelio de San Juan: «Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él».

Sor Ainder llegó a reírse, aunque con amargura.

– Sois sin duda una dálaigh, pues recurrís a toda clase de citas para defender vuestros argumentos. ¿Sois una mujer de ley y aun así habláis de no juzgar al mundo?

– Yo no juzgo. Yo busco la verdad… y en la verdad reside la responsabilidad.

Sor Ainder dio por terminada la conversación con un resoplido. Antes de marcharse, empero, se volvió para puntualizar:

– El hermano Bairne sería la única persona, seguramente, a la que yo salvaría de este barco de necios. Él tiene posibilidades religiosas, pero los demás… sor Crella, por ejemplo… en fin, no parece mejor que su amiga Muirgel. Os lo aseguro: este cascarón que navega por las aguas marinas concentra los siete pecados capitales que condena el Dios vivo. Hay ira y codicia, hay envidia y gula, hay lujuria y orgullo, y hay pereza.

Fidelma miró a aquella monja severa sin disimular su asombro.

– ¿Y habéis identificado todos esos pecados entre nosotros?

El gesto de sor Ainder no se suavizó.

– Descubriréis que la lujuria es el más destacado en este barco. Parece que es el pecado más compartido entre nuestro grupo.

– Vaya -exclamó Fidelma con una sonrisa breve-. ¿Y yo participo del pecado de la lujuria?

Sor Ainder movió la cabeza.

– Oh, no, Fidelma de Cashel. El vuestro es el más grave de los siete… pecáis de soberbia. Y la soberbia encubre los defectos propios.

Fidelma sintió que sus facciones se endurecían levemente. Habría estado preparada para reírse de buena gana si sor Ainder la hubiera acusado de cualquiera de los otros seis pecados, pero no esperaba que la acusara de soberbia. La dura observación le dolió, porque era algo que preocupaba a Fidelma desde hacía un tiempo. Cierto que se enorgullecía de sus aptitudes, pero no se envanecía de ellas. Era muy distinto. Aunque nunca sabía muy bien dónde radicaba la diferencia. Para ella, la falsa humildad era peor que la soberbia por los logros propios.

Con una sonrisa de suficiencia, sor Ainder observaba el cambio en la expresión de Fidelma.

– Proverbios, sor Fidelma -entonó-. Proverbios dieciséis, versículo dieciocho: «La soberbia es heraldo de la ruina».

Fidelma enrojeció de furia y la puso a prueba exigiéndole:

– ¿Y qué pecado reconocéis vos, Ainder de Moville?

Sor Ainder dejó asomar una sonrisa y respondió con aplomo:

– Yo conservo mi alianza con el Señor.

Fidelma arqueó las cejas y dijo sin contemplaciones:

– Así que el que tiene mocos se ríe de los mocos en la nariz ajena.

Era un antiguo proverbio rural que le había oído a un granjero en una ocasión. Era burdo y crudo, pero Fidelma sentía una profunda ira por la presunción de aquella mujer, y lo soltó sin pensar.

Sor Ainder exclamó de indignación ante la vulgaridad.

Murchad, que seguía a la espadilla, soltó una risotada. Era la clase de humor que él sabía apreciar.

Aun así, tras decir el proverbio, Fidelma se sintió contrita y se volvió hacia sor Ainder para disculparse por haberse dejado llevar. Pero sor Ainder ya se alejaba a paso firme de allí.

Fidelma se quedó un instante donde estaba y luego, sintiéndose culpable, buscó la mirada de Murchad. El capitán todavía se sonreía y, cuando sus miradas se cruzaron, reprimió la risa.

– Disculpadme, señora, pero es que tenéis toda la razón. Esa mujer es la personificación de la soberbia de la que os acusa.

Fidelma agradecía su apoyo, pero seguía sintiéndose contrita.

– Las palabras pronunciadas por boca sañuda, digan o no la verdad, no suelen causar el efecto…

Un grito la interrumpió. No era el grito del vigía, sino un grito de alarma. Alguien desde la cubierta -a Fidelma le pareció la voz del hermano Bairne- lo había proferido. El monje apuntaba con el dedo hacia delante.

En la cubierta de proa había dos figuras de pie: sor Crella y, a poca distancia, el hermano Guss.

Éste se apartaba de ella con una actitud casi apocada. El hermano Bairne había gritado para advertir a Guss de que se acercaba peligrosamente a la baranda del barco.

Sin embargo, el aviso llegó tarde.

El hermano Guss se tambaleó en el borde del lado de estribor y cayó de espaldas al mar con un grito despavorido.

Murchad bramó:

– ¡Hombre al agua!

Muchos de los que había en cubierta, entre ellos Fidelma, corrieron al lado de estribor. El barco navegaba a toda vela, y veían la cabeza del hermano Guss a una distancia cada vez más alarmante, subiendo y bajando en el agua.

– ¡Preparados para virar por redondo! -ordenó Murchad a voz en grito.

La tripulación al completo apareció como por arte de magia y empezó a abatir las velas, mientras Gurvan y otro marinero empujaban la espadilla con todo el peso de su cuerpo para virar el barco, con aparente lentitud, siguiendo el recorrido de un arco abierto.

Fidelma corrió a la cubierta de proa.

Sor Crella seguía allí de pie. Estaba encorvada hacia delante, y con los brazos se rodeaba los hombros. Vio cómo Fidelma se acercaba tratando de no perder el equilibrio. Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. El gesto de horror en su rostro era innegable.

– Se… se ha caído… -balbuceaba, incapaz de reaccionar.

– ¿Qué le habéis dicho? -exigió Fidelma con severidad-. ¿Qué le habéis dicho a Guss?