La chica la miraba como si no pudiera hablar.
– Se apartaba de vos -insistió Fidelma, hablándole con dureza para hacerla reaccionar-. ¿Le estabais amenazando?
– ¿Amenazando? -Sor Crella la miró con perplejidad-. No sé qué queréis decir.
– Entonces, ¿qué le habéis dicho para que se asustara tanto que cayera al agua?
– ¿Cómo puedo saberlo?
– ¿Qué le habéis dicho?
– Le he dicho que sabía lo de la séptima unión, sólo eso.
– ¿Qué? -Fidelma no sabía de qué hablaba.
– Deberíais conocerla -le echó en cara sor Crella, recuperando la compostura en un momento. Su rostro adoptó una mirada de desafío-. Ahora dejadme en paz. Lo sacarán del agua de un momento a otro y podréis preguntárselo vos misma.
Sor Crella apartó a Fidelma y se alejó corriendo por la cubierta.
Sin perder un instante, Fidelma volvió con Murchad. La tripulación y los demás pasajeros seguían asomados a ambos lados del barco intentando localizar a Guss en el agua.
– ¿Podremos alcanzarle? -preguntó Fidelma sin aliento cuando llegó al lado de Murchad.
– Me temo que por el momento ni siquiera se le ve -respondió el capitán con pesadumbre.
– ¿Cómo? Pero si estaba muy cerca.
Murchad se mostraba taciturno.
– Aunque hubiéramos reducido la vela y virado enseguida, nos habríamos alejado mucho del lugar en que ha caído. Hemos retrocedido y pasado otra vez por la estela, pero no hay señales de él.
Levantó los ojos al tope del palo mayor, donde habían apostado a un vigía.
– ¿Alguna señal, Hoel? -bramó.
La voz respondió con una negativa.
– Haremos lo posible por encontrarlo. La única posibilidad de que se haya salvado es que sea un buen nadador.
Fidelma miró hacia donde estaba el hermano Bairne mirando al agua con gesto de preocupación.
– ¿Sabéis si Guss sabe nadar? -le preguntó.
El hermano Bairne movió la cabeza.
– Ni siquiera un buen nadador aguantaría mucho en estas aguas.
– Haré lo que esté en mis manos -estaba diciendo Murchad-. Es lo único que puedo hacer.
Fidelma se colocó junto al hermano Bairne.
– Cuando gritasteis, ¿qué visteis? -le preguntó en voz baja para que los demás no la oyeran.
– ¿Que qué he visto? He gritado porque he visto que Guss retrocedía dando traspiés cerca del borde.
– Pero, ¿os habéis fijado en qué lo ha hecho retroceder de esa forma tan peligrosa?
– Yo creo que no era consciente del peligro que corría.
Fidelma se impacientaba.
– ¿Habéis visto si sor Crella lo amenazaba?
El hermano Bairne puso cara de asombro.
– ¿Que sor Crella lo ha amenazado? ¿Habláis en serio?
– ¿No habéis reparado en que Guss estaba hablando con sor Crella en la cubierta de proa?
– Sí, claro. Estaban hablando, y el hermano Guss ha dado unos pasos hacia atrás quizá de manera algo precipitada, o eso me ha parecido. He gritado para advertirle, pero ha tropezado y ha caído -explicaba el hermano Bairne mirándola con perplejidad.
– Gracias. Sólo quería saber qué habíais visto, nada más.
Regresó a la cubierta de popa sin prisa y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, sumida en sus reflexiones. A medida que pasaba el tiempo, el desánimo se abatía sobre todo el mundo. Al cabo de una hora, Murchad dio por concluida la búsqueda.
– Me temo que no hay nada que podamos hacer ya por ese pobre muchacho -comunicó a Cian, que había vuelto a imponer su autoridad sobre el grupo-. Debe de haberse ahogado en el momento de caer. Ahora ya podemos desechar toda esperanza. Lo lamento.
Fidelma descendió al camarote de sor Crella.
Sor Crella estaba tumbada boca arriba con la vista fija en el techo. Al ver entrar a Fidelma, se incorporó con un gesto esperanzado, pero al ver la expresión sombría de Fidelma, su súbita alegría desapareció.
– Murchad ha suspendido la búsqueda del hermano Guss -anunció Fidelma-. No hay esperanza de hallarlo con vida.
Sor Crella no alteró el semblante.
– Ahora quizá podáis explicarme a qué os referíais -prosiguió Fidelma.
La voz de sor Crella palpitaba con tensión.
– Una dálaigh como vos debería saber qué es la séptima unión.
– ¿La séptima unión? -repitió Fidelma con la mirada lúcida-. ¿Os referís a la séptima forma de unión entre varón y mujer? ¿El término jurídico que designa las relaciones sexuales secretas?
Sor Crella cerró los ojos sin responder.
– Sí, conozco la ley sobre la séptima unión -asintió Fidelma-, pero carece de todo sentido en estas circunstancias. ¿Por qué el hermano Guss ha reaccionado de esa manera?
– Sólo le he dicho que yo sabía que no dejaba de acosar a Muirgel. -Sus ojos brillaban, su mirada era desafiante-. ¿Sabéis? Creo que Guss la mató porque no respondía a sus insinuaciones.
Fidelma se sentó en la única silla del camarote.
– ¿Acosar? Interesante palabra.
– ¿Cómo lo llamaríais si no, cuando una persona intenta imponer sus atenciones a otra? -inquirió sor Crella.
– ¿Así que creéis que el hermano Guss imponía sus atenciones a sor Muirgel y que ella no le correspondía?
– Por supuesto. Era un lunático… lo mismo que el hermano Bairne. Muirgel no quería nada con él. De eso estoy segura.
– ¿Y cómo puedes estarlo tanto?
– Porque Muirgel era mi amiga. Ya os lo dije: entre nosotras no había secretos.
– Y aun así Muirgel no os contó que temía por su vida y que iba a esconderse en el barco, ¿no? Si entre Muirgel y Guss no había nada, ¿por qué la ayudó a esconderse… incluso de vos?
Crella miraba a Fidelma con furia.
– Guss ha estado contando embustes sobre Muirgel.
– Entonces, ¿cómo se explica que Muirgel recurriera a Guss cuando se sintió amenazada? -insistió Fidelma-. ¿Que fuera Guss quien la ayudara a esconderla los dos últimos días?
– Ese mancebo granujiento iba diciendo por ahí que era amante de Muirgel. Y yo puse en entredicho la séptima unión.
De pronto Crella se agachó e introdujo un brazo bajo la litera, de donde sacó un cuchillo largo y fino con un movimiento continuo. Se levantó y lo empuñó ante sí. Fidelma reaccionó deprisa poniéndose en pie, dispuesta a defenderse del ataque. Pero sor Crella sencillamente se quedó mirando el cuchillo. Luego lo ofreció a Fidelma por la empuñadura.
– Tomad.
Fidelma estaba atónita.
– ¡Vamos! -le gritó sor Crella-. ¡Cogedlo! Ya veréis que aún tiene sangre seca.
– ¿Qué es esto?
– El cuchillo con el que seguramente mataron a mi pobre amiga, ¿qué si no?
Fidelma tomó el cuchillo con cuidado. Era cierto que en la hoja había restos de sangre seca, aunque no podía saber si ésa era el arma del asesino. Como tampoco podía demostrar que no lo fuera. Era un cuchillo de cortar carne.
– ¿Qué os hace pensar que con esto mataron a vuestra prima? -inquirió planteando la pregunta con tiento-. ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?
– El hermano Guss lo metió en mi camarote -respondió Crella tragando saliva-. Yo había salido a desayunar. Luego llegasteis vos y nos comunicasteis que Muirgel había muerto. De regreso a mi camarote me encontré con Guss en el pasillo; no me gustó nada el modo en que me miraba. Se rozó conmigo al pasar y subió a la cubierta. Yo me dirigí a mi camarote, y allí encontré el cuchillo.
Fidelma miró al suelo bajo la litera; desde allí no veía nada.
– ¿Dónde estaba? -preguntó.
– Debajo de la litera.
– ¿Y cómo lo visteis?
– Por casualidad.
– ¡La casualidad no permite ver a través de objetos sólidos! No lo podríais haber visto desde ningún ángulo de esta sala a menos que os hubierais arrodillado a mirar bajo la cama.
Crella no se inmutó.
– Volví con una manzana en la mano. Al abrir la puerta, se me cayó. Al agacharme a cogerla, vi el cuchillo.
– Pero no visteis a Guss meterlo ahí, ¿no? Vuestra versión no explica por qué pensáis que Guss era el culpable.
– Porque estábamos todos desayunando… a excepción de una persona. El hermano Guss no estaba con nosotros. Vos dijisteis que estaba en su camarote, pero yo le vi fuera de su camarote. Guss ha tratado de implicarme en el asesinato de Muirgel. Le dijo a todo el mundo que yo era la asesina -se quejó frunciendo el ceño-. Seguramente a vos también.
– ¿Quién os dijo que había dicho a todo el mundo que erais la asesina? -quiso saber Fidelma.
Crella vaciló.
– El hermano Cian. Guss se lo dijo a él; me lo contó Cian.
– ¿Y cómo reaccionasteis? Habíais hallado el cuchillo y Cian os dijo que Guss os acusaba. ¿Qué hicisteis luego?
– Me enfadé tanto, que subí a cubierta hecha una furia para hacer frente a Guss.
– Pero dejasteis el cuchillo en el camarote.
– ¿Cómo lo sabéis?
– Porque no lo llevabais en la mano cuando estabais en la cubierta, y acabáis de sacarlo de debajo de la litera.
– Sí, lo dejé aquí.
– Es extraño, pues, que no os llevarais el arma para hacer frente a Guss.
– No lo sé. Sólo quise advertirle de que yo sabía la verdad de esas falsas relaciones sexuales secretas con Muirgel. ¡Yo sólo quería advertirle de que no se saldría con la suya!
– Y no se salió, ¿verdad? Lo asustasteis tanto, que al apartarse de vos cayó al agua. -Sor Crella empezó a quejarse, pero Fidelma se empeñó en seguir hablando-. Era un asesino despiadado, ese hermano Guss, que no sólo mataba sino además colocaba las pruebas del delito en lugares que incriminaran a otros… y aun así, cuando una mujer le plantó cara delante de todo el mundo, se asustó tanto, ¡que él mismo se cayó por la borda!
Sor Crella percibió el sarcasmo en su voz.
– ¡Él puso el cuchillo ahí y me acusó!
– Por desgracia, ya no podemos interrogar a Guss -observó Fidelma con frialdad-. Con su muerte parece que todo queda convenientemente resuelto.
Crella la miró con recelo.
– No sé qué insinuáis.
– Decidme, ¿cómo estáis tan segura de que Muirgel no tenía una relación con Guss? Aún no lo he entendido.
Crella adelantó el mentón.
– ¿No me creéis?
– ¿Mantenía Muirgel muchas relaciones?
– Las dos sabemos muy bien qué es ser una mujer en edad de merecer. Las dos hemos tenido nuestros propios amoríos.
– ¿Así que ella siempre os contaba con quién pasaba las noches?
Crella la miró, sonriendo a la defensiva.
– Claro que sí.
– ¿Cuándo fue la última vez que os habló de un asunto amoroso?
– Ya os lo dije el otro día. Estaba con Cian. De hecho, yo misma estuve en amores con Cian antes de cansarme de él.
– ¿No será más bien que Cian os dejó por Muirgel?
El rostro de Crella se encendió.
– A mí nadie me deja.
– ¿Verdad que eso despertó celos e ira en vos?
– ¡No los suficientes para matarla! No seáis ridícula. A menudo intercambiábamos amantes. Éramos amigas íntimas además de primas, no lo olvidéis.
– ¿Y creéis que aún mantenía su relación con Cian y no con Guss?
– Con Guss no, pero creo que tuvo una discusión con Cian antes de partir de Moville.
– ¿Qué os hace estar tan segura de que no tenía nada con Guss? Sobre todo por la consabida postura libertina de Muirgel ante la vida.
– Porque me lo habría contado -insistía en afirmar Crella-. Guss era la última persona con quien habría tenido amores. Era un hombre demasiado serio. A mí me parece evidente que, cuando Guss se enamoró perdidamente de Muirgel y ella lo rechazó, planeó su muerte y luego la mató.
– ¿Y cómo explicáis que Muirgel se escondiera en el barco durante un par de días con la intención de hacer creer a los demás que había caído por la borda?
– Tal vez lo hizo para huir de las atenciones de Guss.
– Entonces, ¿por qué no os hizo partícipe de su secreto? Disculpad, Crella, pero los hechos apuntan a que Guss era, de hecho, su amante. Pero hay otra cuestión: ¿cómo explicáis lo de sor Canair?
Fidelma miró fijamente a los ojos de Crella para observar su reacción.
Un atisbo de perplejidad asomó a su rostro.
– ¿Sor Canair? ¿Qué sucede con ella?
– ¿Afirmáis que Guss también la mató?
La perplejidad de su gesto se agravó y no era fingida.
– ¿Qué os hace pensar que hayan matado a sor Canair? Si ni siquiera conocíais nuestro grupo hasta después de zarpar, ¿por qué ibais a saber algo de sor Canair?
Fidelma se la quedó mirando y le dirigió una sonrisa.
– Por nada -dijo quitándole importancia-. Por nada en absoluto.
Dio media vuelta y salió del camarote con el cuchillo en la mano.
O bien sor Crella decía la verdad o… Fidelma movió la cabeza. Era el caso más frustrante con que se había encontrado. Si sor Crella decía la verdad, Guss era un embustero excepcional. Si el hermano Guss había dicho la verdad, Crella debía de estar mintiendo. ¿Quién había dicho la verdad? ¿Quién mentía? Le habían enseñado que la verdad era poderosa y prevalecería. Pero era incapaz de atisbarla siquiera en aquel asunto.
No serviría de nada relatar a Crella la historia que le había contado Guss, porque sencillamente la negaría si ella era culpable, y sin más pruebas, no conduciría a ninguna parte. Fidelma tenía la impresión de haber ido a parar a un callejón sin salida.