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– Por casualidad.

– ¡La casualidad no permite ver a través de objetos sólidos! No lo podríais haber visto desde ningún ángulo de esta sala a menos que os hubierais arrodillado a mirar bajo la cama.

Crella no se inmutó.

– Volví con una manzana en la mano. Al abrir la puerta, se me cayó. Al agacharme a cogerla, vi el cuchillo.

– Pero no visteis a Guss meterlo ahí, ¿no? Vuestra versión no explica por qué pensáis que Guss era el culpable.

– Porque estábamos todos desayunando… a excepción de una persona. El hermano Guss no estaba con nosotros. Vos dijisteis que estaba en su camarote, pero yo le vi fuera de su camarote. Guss ha tratado de implicarme en el asesinato de Muirgel. Le dijo a todo el mundo que yo era la asesina -se quejó frunciendo el ceño-. Seguramente a vos también.

– ¿Quién os dijo que había dicho a todo el mundo que erais la asesina? -quiso saber Fidelma.

Crella vaciló.

– El hermano Cian. Guss se lo dijo a él; me lo contó Cian.

– ¿Y cómo reaccionasteis? Habíais hallado el cuchillo y Cian os dijo que Guss os acusaba. ¿Qué hicisteis luego?

– Me enfadé tanto, que subí a cubierta hecha una furia para hacer frente a Guss.

– Pero dejasteis el cuchillo en el camarote.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque no lo llevabais en la mano cuando estabais en la cubierta, y acabáis de sacarlo de debajo de la litera.

– Sí, lo dejé aquí.

– Es extraño, pues, que no os llevarais el arma para hacer frente a Guss.

– No lo sé. Sólo quise advertirle de que yo sabía la verdad de esas falsas relaciones sexuales secretas con Muirgel. ¡Yo sólo quería advertirle de que no se saldría con la suya!

– Y no se salió, ¿verdad? Lo asustasteis tanto, que al apartarse de vos cayó al agua. -Sor Crella empezó a quejarse, pero Fidelma se empeñó en seguir hablando-. Era un asesino despiadado, ese hermano Guss, que no sólo mataba sino además colocaba las pruebas del delito en lugares que incriminaran a otros… y aun así, cuando una mujer le plantó cara delante de todo el mundo, se asustó tanto, ¡que él mismo se cayó por la borda!

Sor Crella percibió el sarcasmo en su voz.

– ¡Él puso el cuchillo ahí y me acusó!

– Por desgracia, ya no podemos interrogar a Guss -observó Fidelma con frialdad-. Con su muerte parece que todo queda convenientemente resuelto.

Crella la miró con recelo.

– No sé qué insinuáis.

– Decidme, ¿cómo estáis tan segura de que Muirgel no tenía una relación con Guss? Aún no lo he entendido.

Crella adelantó el mentón.

– ¿No me creéis?

– ¿Mantenía Muirgel muchas relaciones?

– Las dos sabemos muy bien qué es ser una mujer en edad de merecer. Las dos hemos tenido nuestros propios amoríos.

– ¿Así que ella siempre os contaba con quién pasaba las noches?

Crella la miró, sonriendo a la defensiva.

– Claro que sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que os habló de un asunto amoroso?

– Ya os lo dije el otro día. Estaba con Cian. De hecho, yo misma estuve en amores con Cian antes de cansarme de él.

– ¿No será más bien que Cian os dejó por Muirgel?

El rostro de Crella se encendió.

– A mí nadie me deja.

– ¿Verdad que eso despertó celos e ira en vos?

– ¡No los suficientes para matarla! No seáis ridícula. A menudo intercambiábamos amantes. Éramos amigas íntimas además de primas, no lo olvidéis.

– ¿Y creéis que aún mantenía su relación con Cian y no con Guss?

– Con Guss no, pero creo que tuvo una discusión con Cian antes de partir de Moville.

– ¿Qué os hace estar tan segura de que no tenía nada con Guss? Sobre todo por la consabida postura libertina de Muirgel ante la vida.

– Porque me lo habría contado -insistía en afirmar Crella-. Guss era la última persona con quien habría tenido amores. Era un hombre demasiado serio. A mí me parece evidente que, cuando Guss se enamoró perdidamente de Muirgel y ella lo rechazó, planeó su muerte y luego la mató.

– ¿Y cómo explicáis que Muirgel se escondiera en el barco durante un par de días con la intención de hacer creer a los demás que había caído por la borda?

– Tal vez lo hizo para huir de las atenciones de Guss.

– Entonces, ¿por qué no os hizo partícipe de su secreto? Disculpad, Crella, pero los hechos apuntan a que Guss era, de hecho, su amante. Pero hay otra cuestión: ¿cómo explicáis lo de sor Canair?

Fidelma miró fijamente a los ojos de Crella para observar su reacción.

Un atisbo de perplejidad asomó a su rostro.

– ¿Sor Canair? ¿Qué sucede con ella?

– ¿Afirmáis que Guss también la mató?

La perplejidad de su gesto se agravó y no era fingida.

– ¿Qué os hace pensar que hayan matado a sor Canair? Si ni siquiera conocíais nuestro grupo hasta después de zarpar, ¿por qué ibais a saber algo de sor Canair?

Fidelma se la quedó mirando y le dirigió una sonrisa.

– Por nada -dijo quitándole importancia-. Por nada en absoluto.

Dio media vuelta y salió del camarote con el cuchillo en la mano.

O bien sor Crella decía la verdad o… Fidelma movió la cabeza. Era el caso más frustrante con que se había encontrado. Si sor Crella decía la verdad, Guss era un embustero excepcional. Si el hermano Guss había dicho la verdad, Crella debía de estar mintiendo. ¿Quién había dicho la verdad? ¿Quién mentía? Le habían enseñado que la verdad era poderosa y prevalecería. Pero era incapaz de atisbarla siquiera en aquel asunto.

No serviría de nada relatar a Crella la historia que le había contado Guss, porque sencillamente la negaría si ella era culpable, y sin más pruebas, no conduciría a ninguna parte. Fidelma tenía la impresión de haber ido a parar a un callejón sin salida.

CAPÍTULO XVI

Murchad señaló con el dedo la costa negra que emergía entre la bruma.

– Ésa es la isla de Uxantis.

– Parece grande -observó Fidelma, que estaba a su lado.

Durante las últimas horas había dado vueltas a la historia que Guss le había contado sobre la muerte de sor Canair, y el testimonio de él y Muirgel. ¿Habían matado a Muirgel porque era una testigo del crimen? ¿O era cierto que había otras razones, como había apuntado Guss? Y si era así, y el móvil eran los celos, ¿podía ser Crella la asesina? ¿Había muerto Guss como consecuencia de ello? Si de algo estaba segura Fidelma era de que las versiones de Crella y Guss no coincidían, pero no tenía pruebas sólidas para resolver el enigma.

Una hora antes habían oficiado un funeral por sor Muirgel y habían tirado el cuerpo a las profundidades del mar; era el segundo funeral por la misma persona, bien que más sobrio y contenido que el anterior. En el mismo acto rezaron por el recuerdo del pobre Guss y encomendaron su alma a Dios. Era extraño saber que alguien entre ellos no compartía los sentimientos manifestados durante la ceremonia… Atardecía; el sol descendía en un cielo de poniente veteado de nubes oscuras. Empezaba a refrescar, y la lóbrega silueta de Uxantis emergía perezosamente sobre el horizonte a medida que el navío se aproximaba. La sombría costa a la que Murchad apuntaba con el dedo debía de quedar a poca distancia de ellos.

– Es una isla grande -respondió el capitán-. Y peligrosa. Pero creo que tendremos suerte.

Fidelma lo miró sorprendida.

– ¿Suerte? ¿En qué sentido?

– Esta neblina… Podría convertirse en niebla en un visto y no visto. En Uxantis es habitual. Además aquí hay corrientes fuertes e innumerables escollos, y si el viento arrecia, corremos el peligro de que nos arroje contra ellos o la costa rocosa de la isla. Aquí un vendaval puede tardar una semana y hasta diez días en amainar.