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Incluso entre la neblina la costa baja y negra que columbraban tenía algo de siniestro. No se divisaban colinas. Fidelma calculó que el punto más elevado apenas debía de superar los tres metros de altura. Con todo, el rumor distante de las olas contra el rompiente sugería peligros. Aquella isla parecía albergar un mar de amenazas.

– ¿Cómo sabéis dónde desembarcar? -se interesó-. Yo sólo veo un muro impenetrable de rocas.

Murchad hizo una mueca.

– En este lado no lo intentaremos, desde luego. Es el lado norte. Debemos bordear la isla hasta el sur, donde hay una amplia bahía que alberga la población principal. Hay una iglesia que fundó el santísimo Paul Aurelian el Bretón hace un siglo.

Murchad señaló y dijo:

– Tenemos que pasar al otro lado de ese cabo… ¿lo veis? Allí, donde está ese barco que viene hacia nosotros.

Fidelma miró hacia donde apuntaba el brazo extendido del capitán y, a lo lejos, vio una nave que aparecía tras el cabo rumbo hacia ellos. Una voz gritó desde lo alto del palo mayor.

Murchad dio un paso adelante y, a grito pelado, espetó con fastidio:

– ¡Ya lo hemos visto! ¡Tendrías que haber avisado hace diez minutos!

Gurvan apareció por la proa y anunció:

– Es un navío con aparejo de cruz de Montroulez.

– Se refiere al tipo de barco. Aunque eso no permite saber quién lo maneja. Un vigía no sirve de nada si no mantiene informados a los de cubierta.

Fidelma distinguió el aparejo de cruz. Por la elevada proa, tenía cierto parecido al Barnacla Cariblanca.

Gurvan, que se había colocado junto a Drogan a la espadilla, miraba detenidamente al otro barco, tratando de discernir algún detalle.

– Creo que les pasa algo, capitán -anunció.

Murchad dio media vuelta y frunció el ceño para examinar el navío.

– La vela está mal colocada y empuja demasiado al barco contra el viento -murmuró-. Esa forma de navegar no es nada conveniente.

Fidelma era incapaz de detectar anomalía alguna en el barco, pero sabía que los ojos expertos de Murchad y Gurvan eran capaces de reconocer los fallos de otros navegantes.

Murchad soltó una exclamación inusitada que hizo dar un respingo a Fidelma.

– ¡Será burro! Ya debería estar orzando. El viento sopla del mar y va a arrastrarlo hacia las rocas.

Se acortaba la distancia que los separaba, pero el Barnacla Cariblanca se alejaba de los acantilados rumbo al oeste y con espacio de sobra para maniobrar. El otro trataba de controlar el viento que lo empujaba hacia las rocas.

– Pero, ¿por qué no orza? ¿No ve el peligro? -gritó Gurvan.

Nadie abrió la boca.

Algunos marineros se acercaban a la baranda de babor a contemplar la escena entre comentaros críticos sobre el arte de navegar del otro barco.

– ¡Amarrad cabos! -rugió Murchad-. Atentos a las drizas.

Los marineros se dispersaron y corrieron a los cabos usados para arriar e izar la vela. Fidelma tomaba nota para sí de aquella curiosa jerga marinera, pues le interesaba saber qué sucedía en cada momento. Percibió un ligero cambio de viento. Era curioso que se hubiera acostumbrado a advertir esos cambios tras aprender lo fundamental que esto era a bordo de un barco.

– ¡Lo sabía! -exclamó Murchad a punto de estampar el pie en el suelo-. ¡Maldito capitán de pacotilla!

Al grito del capitán, Fidelma miró al otro barco, que aún se encontraba a cierta distancia de ellos. Si había entendido bien a Murchad, el otro capitán debiera haber cambiado la vela para virar y avanzar contra el viento en zigzag. Pese a no conocer los fundamentos técnicos, Fidelma era capaz de apreciar el resultado.

El viento ejercía tal presión sobre la vela del barco, que lo impulsaba hacia delante cual saeta, derecho a la barrera de escollos. Luego, una ráfaga en dirección contraria escoró el barco hasta tal extremo, que pareció que fuera a volcar. La embarcación osciló con precariedad a un lado y al otro hasta recuperar la posición vertical. La vela volvió a hincharse y, aun por encima del estruendo del viento y el mar, oyeron el atroz desgarrón que partió la vela de punta a punta.

– ¡Rezad por ellos, señora! -gritó Gurvan-. Están perdidos.

– ¿Qué estáis diciendo? -exclamó Fidelma con un grito ahogado, pero enseguida cayó en lo absurdo de la pregunta.

Durante unos instantes la nave quedó al pairo, pero de pronto el viento llenó los jirones de la vela mayor y el foque, que estaba intacto, y volvió a cabecear.

Fidelma oyó un sonido desconocido, comparable a una criatura gigantesca que surgiera de las entrañas de la tierra partiendo la madera, arrancando árboles y arbustos a su paso. Y a través del agua, el sonido se amplificaba miles de veces.

El desdichado barco se precipitó hacia delante y, para horror de Fidelma, empezó a desintegrarse ante sus ojos.

– ¡Dios santo, se ha estrellado contra las rocas! -lamentó Murchad-. Que Dios se apiade de esas pobres almas.

Fidelma contemplaba con fascinación la escena desde la distancia. Entonces el mástil se quebró y se desplomó como un árbol talado, arrastrando con él las jarcias y los restos de la maltrecha vela. Lo siguiente en partirse fueron los tablones del casco. Desde allí veía figuras menudas y oscuras que saltaban al agua espumosa. Le pareció que oía gritos y alaridos pero, de haberlos habido, el fragor del agua embistiendo contra las rocas los habría ahogado.

En un momento el barco había desaparecido y, entre los salientes picudos e irregulares de las rocas poco había quedado aparte de los restos del naufragio que flotaban en el agua: partes de la embarcación, sobre todo tablones de madera destrozada. Un tonel. Un cesto de mimbre. Y cuerpos boca abajo por todas partes.

Murchad seguía mirando, petrificado. Luego, como quien despierta de un sueño, sacudió la cabeza y tosió para expulsar la emoción de su voz.

– ¡Arriad la vela mayor! -ordenó con la voz quebrada.

Sus hombres, preparados ya a las drizas, empezaron a tirar de ellas.

Al percatarse de que algo sucedía, Cian y otros peregrinos habían subido a cubierta y preguntaban qué había pasado.

Murchad miró fijamente a Cian; lleno de ira, bramó:

– ¡Llevaos abajo al grupo! ¡Ahora mismo!

Avergonzada, Fidelma se adelantó y empezó a empujar a los demás religiosos hacia la escalera de cámara.

– Un barco acaba de estrellarse contra las rocas -explicó para responder a las quejas-. Parece que no hay esperanza para la pobre gente que iba a bordo.

– ¿No podemos hacer nada para ayudarlos? -preguntó sor Ainder-. Nuestra obligación es atender a los necesitados.

Fidelma miró de reojo hacia donde Murchad daba órdenes a grito limpio, y apretó los labios.

– El capitán está haciendo lo que puede -aseguró a la religiosa-. La mejor manera de colaborar es obedeciendo sus órdenes.

– ¡Pon el barco contra el viento, Gurvan! ¡Echad las rejeras! ¡Listos para lanzar el esquife al agua!

A juzgar por el raudal de órdenes, Fidelma entendió que Murchad se proponía rescatar a los supervivientes, de haberlos.

Al ver que sus compañeros bajaban a regañadientes, se volvió a Murchad para preguntarle:

– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?

Murchad hizo una mueca de disgusto y movió la cabeza.

– Por el momento dejadlo en nuestras manos, señora -respondió con brusquedad.

Fidelma no quería bajar a entrecubiertas ni regresar a su camarote, de modo que buscó un rincón donde le pareció que no molestaría y desde donde podría observar el desarrollo de la situación.

Gurvan había cedido a otro el gobierno de la espadilla y se había llevado con él a un par de hombres para bajar el bote -el esquife, como había dicho Murchad- al agua picada. Fidelma se maravillaba de ver cómo cada marinero ocupaba la posición y desempeñaba la función que le correspondía. El Barnacla Cariblanca estaba ahora quieto con las velas amainadas y arrastrando rejeras para mantener el barco inmóvil. Sin embargo, Fidelma vio que ningún barco podía mantenerse inmóvil en aquellas aguas; era cuestión de tiempo que Murchad tuviera que izar las velas para salir del peligro. Las rocas parecían estar a una distancia peligrosa.