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El bote había caído al agua con un golpe seco; con Gurvan en la proa para dirigir a los dos remeros, la pequeña embarcación empezó a deslizarse sobre aquel mar picado en dirección a las rocas y los restos del naufragio.

Fidelma se inclinó hacia delante para observarlos mejor.

– Dudo que haya supervivientes -dijo una vocecilla cercana.

Fidelma miró abajo y vio a Wenbrit. El muchacho estaba muy blanco y tenía la mano sobre el cuello, tapándose la cicatriz que le había parecido verle al subir a bordo. Hasta entonces no había visto semejante expresión de pavor en aquel rostro. Fidelma suponía que lo ocurrido debía de haberlo impresionado.

– ¿Suceden a menudo estas cosas en el mar?

El chico pestañeó y respondió con un amago de tensión en su voz:

– ¿Os referís a si suele ocurrir que un barco se estrelle contra las rocas de esa manera?

Fidelma asintió sin decir nada.

– A menudo. Demasiado a menudo -respondió el chico, tenso todavía-. Son pocos los que acaban rompiéndose en pedazos contra las rocas porque no saben navegar, porque es gente que no conoce ni respeta el mar y que jamás debería poner un pie a bordo de un barco, y mucho menos estar al mando de un navío como responsable de vidas ajenas. Son más los que acaban yendo contra las rocas a causa del mal tiempo, algo que no se puede controlar; a causa de vientos, mareas y tempestades. Otros barcos se van a pique porque la tripulación o el capitán se han pasado con el alcohol.

Fidelma estaba intrigada por la vehemencia contenida en el tono de voz del chico.

– Veo que habéis dado muchas vueltas a esta cuestión, Wenbrit.

El chico soltó una risotada que sorprendió a Fidelma por el resquemor que traslucía.

– ¿He dicho algo que no debiera? -quiso saber Fidelma.

Wenbrit se apresuró a disculparse.

– En absoluto, señora. Perdonadme. No es culpa vuestra. Ahora ya no me importa contároslo. Murchad me salvó la vida. Me sacó del mar, de un naufragio parecido a ése. -Con la cabeza señaló hacia los restos esparcidos por el agua.

Fidelma quedó sin habla, hasta que dijo:

– ¿Y cuándo sucedió, Wenbrit?

– Ya hace unos años. Yo iba en un barco que chocó contra unas rocas por culpa de un mal navegante. No recuerdo gran cosa, salvo que el capitán estaba bebido y erró al dar las órdenes. El barco se hizo pedazos. Murchad me rescató del mar días después. Yo estaba atado a un trozo de madera; de lo contrario me habría hundido en el mar y me habría ahogado. Uno de los cabos que me amarraban a la madera se escurrió hasta quedar alrededor del cuello. Ya noté que os fijasteis en la cicatriz.

Fidelma empezó a comprender por qué el muchacho casi idolatraba a Murchad.

– Así que sois grumete desde muy chico, ¿eh?

Wenbrit sonrió con desgana.

– ¿A tus padres no les importó? -le preguntó con delicadeza.

Wenbrit levantó la cabeza para mirarla, y Fidelma vio que la angustia inundaba aquellos ojos oscuros.

– Mi padre era el capitán.

Fidelma trató de disimular su impresión.

– ¿Vuestro padre era capitán de barco?

– Era un borracho. Se emborrachaba con frecuencia.

– ¿Y vuestra madre?

– No me acuerdo de ella. Él me contó que murió al poco de nacer yo.

– ¿Alguien más se salvó del naufragio?

– No que yo sepa. No recuerdo nada entre el momento en que chocamos y aquel en que me subieron a bordo del Barnacla Cariblanca. Murchad me dijo que debía de haber pasado varios días a la deriva y que estaba medio muerto cuando me pescaron.

– ¿Intentasteis buscar más supervivientes? Quizá vuestro padre se salvó.

Wenbrit se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

– Murchad hizo escala en el puerto de Cornualles, el puerto de matrícula del barco de mi padre. Pero allí no sabían nada. Habían dado por perdida a toda la tripulación.

– Aparte de Murchad, ¿quién más conoce tu historia?

– Casi todos los marineros de este barco, señora. Ahora ésta es mi casa. Gracias a Dios que Murchad apareció en aquel momento. Ahora tengo una nueva familia, y mucho mejor de la que nunca había tenido.

Fidelma le sonrió y puso una mano en su hombro.

– Sí, gracias a Dios, Wenbrit. -Entonces un pensamiento le vino a la mente-. Y gracias a la persona que ató vuestro cuerpo inconsciente a ese trozo de madera para que al menos vos tuvierais una posibilidad de salvaros.

Les llegó un grito desde el agua en el momento en que el esquife se aproximaba a la mancha que formaban los pecios. Gurvan estaba de pie en equilibrio precario, escrutando el agua en busca de supervivientes. Acto seguido señaló con el dedo y volvió a sentarse. Desde allí veían los remos bogando.

– ¿Han hallado algún superviviente? -preguntó Fidelma.

Wenbrit negó con la cabeza.

– Creo que se trata de un cadáver: lo están devolviendo al agua

– ¿Y no podemos recogerlo? -protestó Fidelma, pensando en que merecían unas honras fúnebres.

– En la mar, señora, hay que anteponer los vivos a los muertos -le explicó Wenbrit.

Les llegó otro grito desde el agua y vieron que subían otra figura al esquife. Divisaron entonces movimiento cerca del bote: era alguien que trataba de nadar hasta allí.

– Al menos dos almas se han salvado -musitó Wenbrit.

A los quince minutos el esquife regresó. En total, sólo habían encontrado a tres con vida; ahora Murchad se afanaba en reemprender la marcha, pues hasta Fidelma se daba cuenta de que el viento y la marea empujaban al Barnacla Cariblanca a un ritmo sostenido contra las rocas pese a estar la vela bajada y las rejeras echadas. Fidelma se había preguntado qué serían las rejeras. Sabía qué era un ancla normal y corriente. Wenbrit se lo explicó: el barco tenía cuatro grandes bolsas de piel, que echaban al agua y hacían las veces de carga de arrastre en estos casos, a fin de evitar que la embarcación se moviera por falta de resistencia.

Entre algunos hombres subieron a bordo a los tres marineros rescatados, tras lo cual Murchad empezó a gritar una serie de órdenes.

– ¡Izad la vela mayor! Levad rejeras. ¡Listos para virar por redondo! ¡Gurvan, a la espadilla!

Fidelma asumió la responsabilidad de ir a donde estaban los hombres a los que habían rescatado. La mayoría de la tripulación estaba atareada en poner al barco fuera de peligro.

Uno de los tres rescatados ya estaba sentado, tosiendo con debilidad. Los otros yacían inconscientes.

Fidelma se percató al instante de varias cosas. Los que aún no habían vuelto en sí vestían el atuendo habitual de un marinero; por tanto, a juzgar por su aspecto, eran hombres de mar. El que ya se recobraba iba bien vestido, y aunque tuviera la ropa empapada y no llevara armas, Fidelma adivinó que era un hombre de rango.

Era de constitución fuerte, lo cual podría haber contribuido a que saliera ileso del agua; además era rubio y lucía un largo bigote que colgaba a ambos lados de la boca, a la manera gala. Una capa de sal seca le cubría la tez. Tenía ojos de color azul celeste y facciones bien definidas. Pese a estar calado hasta los huesos, su indumentaria era de excelente calidad. Parecía un hombre avezado a la vida al exterior. Fidelma advirtió también que llevaba valiosas piezas de joyería.