Выбрать главу

– Oumodo vales? -lepreguntó en latín, suponiendo que si era un hombre de rango tendría conocimientos de esta lengua, fuera de la nacionalidad que fuera.

Para su asombro, el hombre le respondió en su propia lengua y con un acento que Fidelma atribuyó al reino de Laigin.

– Yo estoy bien -dijo y señaló a sus compañeros desvanecidos-. Pero parece que ellos están en peor estado.

Fidelma se agachó a tomar el pulso del primer marinero. Lo notó, pero era débil.

– Creo que ha tragado mucha agua -añadió el irlandés.

Wenbrit se acercó a ellos.

– Yo sé cómo reanimarlo, señora -se ofreció.

Fidelma se hizo a un lado y observó al muchacho, que puso al hombre boca arriba y luego se sentó a horcajadas sobre él.

– Hay que sacar el agua que ha tragado. Poneos junto a su cabeza y extended sus brazos hacia atrás; cuando yo diga, empujadlos hacia mí, como si estuvierais bombeando.

Un segundo tripulante estaba haciendo lo mismo con el otro marinero.

Fidelma siguió las indicaciones del muchacho y vio que aquel movimiento hacía subir y bajar el pecho del hombre. Entre cada movimiento, el chico insuflaba aire con fuerza en la boca de éste. Justo cuando Fidelma estaba diciendo que la técnica no parecía estar surtiendo efecto, el marinero emitió un sonido ronco; de su boca brotó agua y se puso a toser. Wenbrit colocó sobre un costado al hombre, que empezó a tener arcadas y a vomitar sobre la cubierta.

Fidelma se echó atrás. El otro náufrago tenía un corte profundo en la frente y no había duda de que estaba inconsciente, pero al parecer respiraba con normalidad. Dos marineros se lo llevaron a los camarotes de la tripulación. Fidelma vio que el hombre de Laigin se levantaba y reparó en que no tenía mal aspecto pese al descalabro sufrido. Miraba a su alrededor con gesto contrito.

Wenbrit ayudó al marinero reanimado a sentarse. El hombre musitaba algo, a lo cual Wenbrit respondió en la misma lengua.

– ¿Él no es irlandés? -preguntó Fidelma al hombre de Laigin.

– Era un barco mercante bretón, hermana. La tripulación era bretona. Yo había comprado un pasaje para llegar a la desembocadura del Sléine.

Fidelma lo miró con interés.

– Sois sin duda de Laigin.

– Así es. ¿Es éste un barco irlandés?

– Venimos de Ardmore -confirmó Fidelma-, pero la tripulación es de lugares diversos. Murchad es el capitán.

– Así que venís del reino de Muman. -El hombre miró a su alrededor y sonrió-. Un barco de peregrinos, sin duda. ¿Adónde os dirigís?

– Al Santo Sepulcro de Santiago, en el reino de los suevos.

El hombre se quejó con un palabro comedido.

– No me vendrá nada bien. ¿Quién decíais que manda en este barco? Debo hablar con él de inmediato.

Fidelma miró hacia la tolda, donde Murchad estaba atrafagado.

– Yo os aconsejaría que, a menos que queráis repetir el encuentro con las rocas, deberíais aguardar un poco -le sugirió con una sonrisa-. De todos modos no tardaremos en desembarcar en Uxantis para repostar agua.

El hombre hizo una mueca.

– De Uxantis veníamos.

Wenbrit había ayudado a un tripulante a cambiar de sitio a los supervivientes y ahora estaba lavando el suelo de la cubierta.

– ¿Crees que los marineros se recuperarán? -le preguntó Fidelma.

El muchacho la miró con una sonrisa burlona.

– Esos dos han sido muy afortunados. Voy a buscar algo fuerte de beber para que este caballero entre en calor.

– Buena idea, chico -aprobó el recién llegado.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Fidelma con amabilidad.

– Eso se lo diré al capitán -respondió el hombre con desdén.

Fidelma dio media vuelta para reprenderle por su falta de modales y, al hacerlo, el emblema de la Cadena de Oro asomó entre su amplio hábito. Su hermano Colgú, rey de Cashel, le había concedido el antiguo título dinástico de los Eóghanacht. La luz del sol centelleó sobre la cruz de oro. Fidelma no habría sabido decir si había hecho aquel movimiento inconscientemente para que el hombre viera la cruz. Lo cierto es que tuvo un efecto fulminante.

Al reconocer la cruz, el náufrago abrió los ojos. El emblema de la Niadh Nasc, la orden de la Cadena o el Collar de Oro, era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman, que surgió a partir de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en que era otorgado personalmente por el rey Eóghanacht de Cashel, y quien lo recibía le juraba lealtad personal a cambio de una cruz que llevaría al cuello, creada a partir de un antiguo símbolo solar, cuyo origen -se decía- se perdía en la noche de los tiempos. Algunos escribas aseguraban que su fundición se remontaba a casi un milenio antes del nacimiento de Cristo.

El hombre de Laigin sabía muy bien que una monja común jamás habría llevado tal símbolo. Entonces le pareció recordar que el muchacho se había dirigido a ella con el tratamiento de «señora». Se aclaró la garganta nerviosamente e inclinó la cabeza hacia delante.

– Estoy olvidando mis buenos modales, señora. Soy Toca Nia, del clan Baoiscne. Fui comandante de la escolta de Fáelán, el fallecido rey de Laigin. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– Soy Fidelma de Cashel.

El asombro del hombre era más que evidente.

– ¿La hermana de Colgú de Cashel? ¿La dálaigh que intervino en la disputa entre Muman y Laigin y que…?

– Colgú es mi hermano -lo interrumpió.

– Conozco vuestra buena fama, señora.

– Sólo soy una abogada y una religiosa en peregrinaje al reino de los suevos.

– ¿Sólo? -TocaNia se rió de manera halagadora-. Ahora caigo en la cuenta de que os he visto antes, pero no os he reconocido hasta que no habéis pronunciado vuestro nombre.

Fidelma era la sorprendida en ese momento.

– No recuerdo haberos visto.

– No tenéis razón para hacerlo, pues no es que nos conociéramos exactamente -aclaró-. Simplemente os vi desde el otro extremo del salón abarrotado de una abadía. Era la abadía de Ros Ailithir, hace un año más o menos. A la muerte de Fáelán, mi rey, seguí durante una temporada al servicio del joven rey de Laigin, Fianamail. Acompañé al rey, al abad Noé de Fearne y al brehon Fornassach a la abadía, donde vos sacasteis a la luz la conspiración para enfrentar a Laigin y Muman en una guerra.

A Fidelma le parecía que habían pasado siglos desde aquello. ¿Era posible que sólo hubiera pasado un año?

– Extraño lugar éste para un reencuentro -comentó con cortesía-. ¿Y cómo está el rey de Laigin, Fianamail? Un hombre apasionado y vehemente, si mal no recuerdo.

Toca Nia sonrió y asintió moviendo la cabeza.

– Abandoné mi servicio al rey después de Ros Ailithir. Me cansé de la guerra y de ejercer de guerrero. Supe que el príncipe de Montroulez buscaba a un hombre para domar caballos. Y esta profesión se me ha dado bien. Tras pasar un año en su corte, me dispuse a regresar a Laigin, cuando…

Movió la mano hacia el mar con una seña elocuente, lo que hizo que Fidelma tomara conciencia de la situación. Miró al agua y, para su sorpresa, vio que la línea de rocas escarpadas se alejaba. Murchad había vuelto a hacer despliegue de sus artes de navegación y soslayado el peligro.

Precisamente en ese momento Murchad venía de la cubierta de popa con paso resuelto.

Toca Nia se volvió para saludarlo.

– ¿Estáis herido? -quiso saber Murchad, tanteando de un vistazo con sus ojos despiertos al guerrero corpulento.

– No, gracias a la oportuna intervención de vuestros hombres, capitán.

– ¿Son vuestros compañeros?