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Eadulf era para ella como un hermano. Quizás ahí residía el problema. Apretó los labios mientras lo pensaba. Siempre la había tratado de forma intachable. Pensó, y no por primera vez, que acaso habría preferido que lo hiciera de otro modo. Los miembros del clero cohabitaban, contraían matrimonio, y la mayoría vivían en los conhospitae, casas mixtas en las que criaban y educaban a sus hijos al servicio de Dios. ¿Era esto lo que ella quería? Seguía siendo joven y, como tal, tenía los deseos propios de una mujer de su edad. Eadulf nunca le había dado a entender que sintiera por ella la atracción de un hombre por una mujer. La única vez que habían hablado al respecto, la única vez que había animado a Eadulf a expresar lo que pensaba, fue durante un viaje en que se vieron obligados a dormir juntos una noche fría en la montaña. Fidelma le había preguntado si conocía el proverbio «Más cálida es la manta si se dobla». Pero él no lo entendió.

Por otra parte, Eadulf era un firme adepto de la Iglesia católica, que si bien aún permitía a su clero casarse y cohabitar, empezaba a mostrar una clara inclinación al celibato. En cambio Fidelma era adepta a la Iglesia irlandesa, que disentía de muchos ritos y rituales de Roma, entre ellos, la fecha designada para la celebración de la Pascua. Había sido educada sin represiones de sus sentimientos naturales. Y las diferencias entre su cultura y la que ahora propugnaba Roma eran la principal fuente de discusiones entre ella y Eadulf. En esto estaba pensando cuando recordó lo que decía el Libro de Amos: «¿Pueden dos personas caminar juntas si no van a la par?». El razonamiento era lógico. Pensó que debía dejar de lado cuanto tuviera que ver con Eadulf.

Habría deseado que su antiguo mentor, el brehon Morann, hubiera estado allí para consultarle. O incluso su primo. El despreocupado y regordete abad Laisran de Durrow, el mismo que de pequeña la convenció para ingresar en la vida religiosa. Al fin y al cabo, ¿qué hacía allí? ¿Estaba huyendo porque no era capaz de resolver sus problemas?

Porque si así era, cargaría con ellos dondequiera que fuera. La solución no la estaría aguardando al final del camino.

Contra toda objeción, había decidido emprender aquel peregrinaje con el propósito de resolver su vida sin la presión de Eadulf, de Colgú o de sus amigos de Cashel, la capital gobernada por su hermano. Quería estar en alguna parte que nada tuviera que ver con su vida anterior, en alguna parte donde poder meditar e intentar resolver sus dudas. Sin embargo, estaba sumida en un mar de confusiones. ¡Ya ni siquiera estaba segura de si quería seguir siendo monja! Semejante incertidumbre la asombraba, al tiempo que le abría los ojos a la posibilidad de plantearse una cuestión que eludía desde hacía un año.

Se había entregado a esta vida por la simple razón de que así lo hacía la mayor parte de la clase intelectual de su pueblo, integrada por cuantos deseaban desarrollar una profesión, del mismo modo que sus antepasados habían constituido la casta de los druidas. El único interés, la única pasión perdurable había sido el derecho, y no la religión entendida como un modo de aceptación de una vida de retiro y oración en una abadía, apartada de sus congéneres. Cuántas veces la madre superiora de su abadía la había amonestado por dedicar excesivo tiempo a los libros de leyes y no tanto a la contemplación religiosa. Quizá ya no estaba hecha para la vida eclesiástica.

Tal vez aquél fuera el verdadero motivo de su peregrinaje: meditar sobre su compromiso con Dios y no tanto sobre su relación con el hermano Eadulf. Fidelma sintió un enfado súbito y se giró con brusquedad, de espaldas a la baranda.

Sobre ella se elevaba la inmensa vela de piel contra el azul del cielo. La tripulación seguía ocupada en diversos quehaceres, pero la agitación era menos frenética que en el momento de salir del resguardo que ofrecía la bahía. Fidelma seguía sin ver al resto de peregrinos que la acompañaban. Los dos jóvenes monjes aún conversaban animadamente. Se preguntó quiénes serían y cuáles los motivos de embarcarse en aquel viaje. ¿Abrigarían las mismas dudas que ella? Fidelma sonrió, compungida.

– Un día agradable, hermana -gritó el capitán del barco dejando atrás a los timoneles para acercarse a saludarla.

Apenas había reparado en su presencia cuando ella subió a bordo, ya que estaba demasiado ocupado en poner el barco en marcha.

Fidelma apoyó la espalda contra la baranda y asintió con simpatía.

– Un día agradable, desde luego.

– Me llamo Murchad, hermana -se presentó el capitán-. Lamento no haber podido saludaros como es debido al subir a bordo.

El capitán del Barnacla Cariblanca tenía el aspecto del gran marino que era. Murchad era un hombre corpulento y robusto de pelo canoso y rasgos curtidos. Fidelma calculó que no habría cumplido aún los cincuenta años; tenía una nariz prominente que hacía que sus ojos de color gris marino parecieran más juntos de lo que estaban. La mirada adusta se compensaba con un humor vivo e insospechado. Una firme línea dibujaba su boca. Se acercó balanceándose, con un andar que a ella se le antojaba típico de los marineros.

– ¿Os habéis acostumbrado ya al movimiento del barco? -le preguntó con la voz bronca y seca de quien es más dado a gritar órdenes que a disfrutar de una conversación.

Fidelma le sonrió con seguridad.

– Os sorprenderá lo buena marinera que soy, capitán.

Murchad soltó una carcajada escéptica.

– Ya me contaréis cuando perdamos de vista la tierra y nos adentremos en una mar agitada y profunda -anticipó.

– He viajado en barco en otras ocasiones -le aseguró Fidelma.

– ¿Pero es posible? -se sorprendió en un tono jovial.

– Así es -respondió ella, seria-. Fui hasta la costa de Alba y, desde la costa de Northumbria a la Galia.

– ¡Bah! -exclamó Murchad haciendo una mueca de menosprecio, pero sin perder el buen humor de su mirada-. Eso es como cruzar a remo una laguna. Esto sí que es una travesía de verdad.

– ¿Hay más distancia que de Northumbria a la Galia? -Fidelma sabía muchas cosas, pero nunca había tenido que estudiar las distancias marítimas.

– Si hay suerte… si hay suerte -recalcó Murchad-, llegaremos a tierra en una semana. Depende del tiempo y las mareas.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¿No es demasiado tiempo navegando sin tierra a la vista? -sugirió.

Murchad movió la cabeza y, con una mueca, aseguró:

– ¡Ca! ¡No creáis! En esta travesía avistaremos tierra varias veces para mantener las demoras. Mañana por la mañana volveremos a divisar tierra… eso si el viento nos es favorable hacia el sureste.

– ¿Y qué tierra sería? ¿El reino de los britanos de Cornualles?

Murchad la miró con otros ojos.

– Conocéis bien la geografía, hermana. Sin embargo, no nos aproximaremos a la costa de Cornualles. Navegaremos hacia el oeste, en dirección a un archipiélago que queda a varias millas de esa costa: las islas Sylinancim. No fondearemos, sino que seguiremos adelante con viento a favor y las aguas en calma, o eso espero. Si todo va bien, avistaremos otra isla llamada Uxantis, frente a la costa de la Galia. Deberíamos llegar allí a la mañana siguiente o poco después. Será la última vez que veamos tierra durante días. Luego iremos rumbo al sur, y deberíamos tocar la costa del reino de los suevos en menos de una semana, Dios mediante.

– ¿El reino de los suevos en menos de una semana?

Murchad confirmó lo dicho asintiendo con la cabeza.

– Dios mediante -repitió-. Y vamos en un buen barco -aseguró, dando una palmada a la madera de la baranda.

Fidelma miró a su alrededor. Había estado observando con interés el barco al subir a bordo.