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– Voy a bajar a tierra -anunció Murchad a Fidelma-. ¿Os gustaría venir conmigo y conocer al padre Pol? No es sólo el sacerdote del lugar, sino también el jefe (o algo así) de la isla. Quizá convenga tratar con él la cuestión del hermano Cian y Toca Nia.

Fidelma accedió de buena gana a acompañarlo. Estaban echando al agua el esquife cuando el hermano Tola y los demás peregrinos empezaron a aparecer en cubierta. Tola preguntó de inmediato si podrían desembarcar, y el resto se unió a él en un coro de preguntas y reclamaciones.

Murchad los acalló levantando las manos.

– Antes debo bajar para organizarlo todo. Después podréis bajar y, quien lo desee, podrá pasar la noche en tierra y hacer un poco de ejercicio mientras nosotros cargamos las provisiones para el resto del viaje. Pero antes de organizarlo todo, lo más aconsejable es que permanezcáis a bordo.

Saltaba a la vista que el plan no les satisfacía, sobre todo al ver que Fidelma iba a desembarcar con el capitán.

Fidelma se sentó a la popa del bote, y Murchad y Gurvan a los remos. Bogaron hacia el muelle de piedra, a escasa distancia del Barnacla Cariblanca.

Un hombre alto, moreno y de rostro anguloso, con un atuendo y un crucifijo al cuello que delataba su estado, saludó a Murchad en cuanto puso un pie fuera de la embarcación.

– ¡Me alegro de volver a verte, Murchad!

El acento del sacerdote revelaba que la lengua de los hijos de Gael no era su idioma materno.

Tras amarrar el esquife, Gurvan ayudó a Fidelma a bajar.

– Me complace volver a vuestra isla, padre Pol.

Mientras Murchad saludaba al sacerdote, hizo una seña a Fidelma para que se acercara.

– Padre, os presento a Fidelma de Cashel, hermana de nuestro rey, Colgú…

– Soy sor Fidelma -lo interrumpió ella con firmeza y una sonrisa solemne-. No tengo más título que el de hermana.

El padre Pol le dio la mano, escrutando con fugacidad sus rasgos.

– En tal caso, bienvenida seáis, hermana. Bienvenida. -Sonrió y se dirigió al oficial de cubierta-. Y tú también, granuja: bien venido, Gurvan. Me alegra verte de nuevo.

Gurvan sonrió con vergüenza. Al parecer, en la isla conocían bien a la tripulación del Barnacla Cariblanca al completo por tratarse de un puerto de escala habitual.

– Vayamos a Lampaul y tomemos un refrigerio -prosiguió el sacerdote señalando el sendero con la mano-. ¿Traéis algunas nuevas interesantes?

Los tres le siguieron sendero arriba.

– Más que interesantes, malas, padre. Nuevas del Morvaout.

El padre Pol se detuvo y se volvió de golpe.

– ¿El Morvaout? Pero si se ha hecho a la mar esta mañana. ¿Qué noticias me traes?

– Se ha estrellado contra los escollos del norte de la isla.

El sacerdote se santiguó.

– ¿Ha habido supervivientes? -preguntó.

– Sólo tres hombres. Dos marineros y un pasajero que se dirigía a Laigin. Dentro de un rato haré desembarcar a los marineros.

El padre Pol quedó consternado.

– Vaya por Dios. En fin, es a lo que están destinados quienes navegan por estas aguas. Toda la tripulación era de tierra firme. Encenderemos unas velas para que sus ánimas vuelvan a casa -se lamentó y, al reparar en el desconcierto de Fidelma, explicó-: Somos un pueblo isleño, hermana. Cuando perdemos a alguien en el mar, hacemos una cruz pequeña, encendemos una candela y velamos por él toda la noche rezando por el reposo de su alma. Al día siguiente, la cruz se deposita en el relicario de la iglesia y luego en un mausoleo con las cruces de todos aquellos que han muerto en el mar. Y allí aguardará el regreso a casa del alma perdida en el mar.

Llegaron a la aldea, un típico poblado de mar, edificado a lo largo de un edificio principal de granito gris, la capilla.

– Ésa es mi humilde capilla -les mostró el padre Pol señalando el edificio-. Venid, rezaremos juntos para agradecer que hayáis llegado sanos y salvos.

Murchad tosió discretamente y anunció:

– Nos urge hablar con vos de algo.

El padre Pol sonrió y le puso la mano sobre el brazo.

– Nunca nada es tan urgente que deba anteponerse a una oración de agradecimiento -recalcó con firmeza.

Murchad lanzó una mirada a Fidelma y se encogió de hombros.

Entraron en la capillita y se hincaron de rodillas ante un altar que sorprendió a Fidelma por su opulencia. Creía que la isla era pobre, pero había objetos de oro y de plata expuestos sobre la mesa de altar, y el mantel que lo cubría era de seda.

– Parece que tenéis una comunidad rica, padre -le susurró.

– Pobre de posesiones, rica de corazón -respondió el cura con indulgencia-. Entregan cuanto tienen a la morada de Dios para alabar Su esplendor. Dominus óptimo máximo…

Pasó desapercibido al padre el mohín de desaprobación de Fidelma, que condenaba la frívola opulencia cuando otras personas vivían en la pobreza.

El padre Pol inclinó la cabeza y entonó una oración en latín, y ellos respondieron diciendo «amén».

Finalmente, los condujo a su hogar, una casita pequeña junto a la iglesia, donde les ofreció sidra en unas copas de loza mientras Murchad le explicaba la disputa de Toca Nia y Cian.

El padre Pol se frotó un lado de la nariz con aire pensativo. Al parecer era un tic nervioso.

– Quidfaciendum? -preguntó cuando Murchad hubo acabado-. ¿Qué podemos hacer?

– Esperábamos que pudierais sugerirnos alguna solución -respondió el capitán-. Yo no puedo llevar a Toca Nia y Cian en el barco hasta el reino de los suevos y luego transportarlos de vuelta a Laigin. Sería aconsejable que estos cargos se presentaran ante un juez capacitado en Éireann, pero yo no puedo llevarlos directamente allí, como tampoco puedo permitirme esperar en Uxantis un barco con destino a Laigin.

– ¿Y por qué deberías hacer lo uno o lo otro?

– Porque -intervino Fidelma con delicadeza- Toca Nia debe hacer presentar sus acusaciones ante los tribunales de Éireann. Creo que Murchad esperaba que vos los retuvierais en un lugar seguro de la isla hasta que arribe un barco rumbo a Éireann.

El padre sopesó un momento la propuesta y luego le quitó importancia con un ademán.

– A saber cuándo vendrá un barco con destino a Éireann. En fin, tampoco podéis obligar a un hermano de la fe a abandonar un peregrinaje para dar cuenta de esas acusaciones, ¿no? ¿Qué sabéis de leyes, hermana?

– Sor Fidelma es abogada de los tribunales -se apresuró a explicar Murchad.

El padre Pol le preguntó con interés:

– ¿Sois abogada de la Iglesia?

– Conozco los Penitenciales, pero soy abogada de nuestras antiguas leyes seculares.

El padre Pol no disimuló su decepción.

– Pero me figuro que la ley eclesiástica tendrá precedencia sobre las leyes seculares, ¿no? Y en tal caso, ni siquiera será menester considerar las acusaciones.

Fidelma movió la cabeza y explicó:

– En nuestro país la ley no funciona de ese modo, padre. Toca Nia ha hecho una de las acusaciones más graves que se contemplan. Y Cian debe responder por ellas.

El padre Pol se tomó tiempo para reflexionar, pero movió la cabeza y respondió:

– Debo decir, como guía de esta comunidad y representante de la Iglesia, que vuestra ley no se aplica en esta isla. No puedo hacer nada. Si el hermano Cian o Toca Nia, o ambos, desean bajar del barco por voluntad propia y quedarse aquí hasta que pase un barco con destino a Éireann, pueden hacerlo con libertad. Pero yo no puedo imponerles nada ni retenerlos a menos que infrinjan las leyes que rigen la vida en esta isla. Vos debéis decidir lo que consideréis la mejor solución.