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Murchad estaba descontento a ojos vistas.

– Parece -dijo Fidelma dirigiéndose a él- que sólo hay una salida. Vuestro barco es vuestro reino, Murchad, que gobernáis bajo las leyes del Fénechus. Vuestra responsabilidad es mantener a Cian y a Toca Nia en él y llevarlos a Éireann cuando regreséis.

Murchad empezó a poner objeciones, pero Fidelma levantó una mano para hacerlo callar.

– He dicho que es vuestra responsabilidad, no una obligación. Sois el árbitro de lo que deba decidirse. Yo sólo puedo aconsejaros sobre la perspectiva legal de las circunstancias.

El capitán movió la cabeza con abatimiento.

– Es una decisión difícil. ¿Qué beneficio obtengo yo en todo esto? Cian se negará a pagarme el pasaje de vuelta por viajar coaccionado, y las joyas de Toca Nia no compensarán lo suficiente. Como comprenderéis no sólo debo pensar en mi bienestar, sino también en el de mi tripulación, pues tienen que comer y además familias que alimentar.

– Si las acusaciones de Toca Nia se demuestran, el rey de Laigin deberá indemnizaros. Si no, podréis solicitar un mandamiento de embargo a Toca Nia.

Murchad se mostraba reacio a tomar una decisión.

– Yo no sé si posee dinero o propiedades. Debo reflexionar.

Como si quisiera restar importancia al asunto, el padre Pol dio unas palmadas.

– Y mientras tú reflexionas, amigo Murchad, tus pasajeros ya pueden desembarcar; que descansen de los agobios del mar y se unan a nosotros en la fiesta del gran mártir de mi tierra, Justo.

– Sois muy amable, padre Pol -murmuró Murchad, claramente preocupado todavía.

– Yo también quisiera daros las gracias, padre -añadió Fidelma-. Es de agradecer que os toméis la molestia de ayudarnos con los problemas que nos han surgido. -Calló un instante y dijo a continuación-: ¿La fiesta de Justo? Conozco a muchos grandes hombres de la Iglesia llamados así, pero no recuerdo a ningún Justo de esta región.

– Lo mataron de niño -explicó el padre Pol-. Sucedió durante las persecuciones del emperador Diocleciano. Cuentan que lo asesinaron por esconder a otros dos cristianos de los soldados romanos.

El padre Pol se levantó pausadamente y Murchad y Fidelma siguieron su ejemplo, así como Gurvan, que no había tomado parte en la conversación.

– Imagino que querréis cargar agua fresca, pan y demás provisiones.

El capitán afirmó que tal era su intención:

– Gurvan se encargará de todo, padre; yo iré a buscar a los pasajeros para que desembarquen y puedan estirar las piernas.

– La misa de Justo empezará al anochecer y después celebraremos un festejo.

Se despidieron del sacerdote y regresaron al muelle con un paseo. Murchad veía con incertidumbre la idea de retener a Cian y Toca Nia a bordo hasta el regreso a Ardmore, pero finalmente dijo a su pesar que parecía la única alternativa en aquellas circunstancias.

– Creo que habéis tomado la decisión acertada, Murchad -le dijo Fidelma con afecto-. Lo que más preocupa es el asunto de sor Muirgeclass="underline" jamás me había encontrado con un problema de naturaleza semejante, pues no veo ni una sombra siquiera del camino que debo seguir para resolverlo.

CAPÍTULO XVIII

Fidelma se despertó de súbito, con el corazón desbocado. Era de noche y no sabía qué la había sobresaltado. Se sentía agotada: había sido un día largo. Todos los tripulantes y pasajeros habían desembarcado, salvo Cian y Toca Nia, a los que habían confinado en sus camarotes bajo vigilancia. Los marinos naufragados habían bajado a tierra, y los tripulantes habían asistido a la misa y al festejo de Justo. Hacia la medianoche todos habían regresado a bordo; nadie se quedó a dormir en Lampaul, ya que Murchad había anunciado que aprovecharían la marea matutina para arronzar, habiendo cargado ya todas las provisiones. Según le había dicho a Fidelma, cuanto antes llegaran al reino de los suevos, antes podría llevar de vuelta a Ardmore al par de pasajeros conflictivos.

Tumbada en la cama pensando en qué la había despertado, Fidelma oyó un ruido extraño, como si alguien escarbara bajo las tablas del suelo de su camarote. Se incorporó en el camastro con cara de pocos amigos, cuando recordó lo que Wenbrit le había dicho. Ratas y ratones habitaban las partes bajas de la embarcación.

Extendió el brazo hacia la masa de pelo cálida y pesada del felino que dormía a sus pies, y la acarició.

– Vamos, señor de los ratones -le susurró-. ¿No te parece que descuidas tus obligaciones?

El gato se rebulló primero, luego se desenroscó y a continuación se estiró, alargando el cuerpo en toda su extensión. Siempre le había sorprendido la capacidad que los gatos tenían para estirarse. A continuación, Luchtighern emitió un ruidito, que más parecía una piada que un maullido; saltó al suelo, cruzó el cuarto con paso decidido y se escabulló por la ventana.

La escarbadura cesó al poco rato; un leve escalofrío recorrió el cuerpo de Fidelma al pensar en las ratas que habría entre la oscuridad de abajo. Se paró a escuchar, pero ya no oía nada. Quizá se habrían marchado ya. El señor de los ratones desempeñaba su tarea nocturna con eficiencia ejemplar.

Bostezando, volvió a reclinarse contra la almohada y volvió a conciliar el sueño. Le pareció que apenas había pasado un momento cuando Gurvan la sacudía para despertarla. El oficial de cubierta estaba claramente preocupado.

– Por favor, acompañadme al camarote de al lado, señora -la apremió apenas en un susurro.

Fidelma saltó de la litera y se echó el hábito sobre los hombros. La expresión de Gurvan le bastó para no perder el tiempo en preguntas superfluas. Recordó que habían confinado a Toca Nia en el camarote de Gurvan.

Gurvan la aguardaba en el pasillo, sujetando abierta la puerta de su camarote. En el pequeño habitáculo había un farol encendido, pues aún no amanecía. Fidelma se asomó.

Toca Nia estaba tumbado boca arriba con los ojos muy abiertos y el pecho ensangrentado.

– Diría que lo han apuñalado varias veces alrededor del corazón -murmuró Gurvan a sus espaldas, como si hubiera que explicar la escena.

Fidelma se quedó inmóvil unos instantes para que la impresión inicial se desvaneciera.

– ¿Habéis puesto a Murchad al corriente? -preguntó luego.

– Ya he dicho que lo avisen -respondió Gurvan-. Cuidado, señora, que hay mucha sangre en el suelo.

Miró abajo: la sangre de las arterias cercenadas se había derramado por todo el suelo. Alguien había pasado por encima, presumiblemente Gurvan, aunque otra posibilidad acudió a su mente.

– No os mováis -le pidió.

Y se desplazó hasta la puerta; desde allí siguió con la vista las manchas pegadizas del suelo. No había huellas definidas, ya que Gurvan habría pasado por encima de las primeras, que sólo podían ser del asesino. Las huellas llegaban hasta la puerta de su camarote y allí se detenían. Aquello confundió a Fidelma. Esperaba que hubieran seguido por la salida a la cubierta superior. Se dirigió hacia su camarote y abrió la puerta. Unas marcas más claras indicaban la parte de suelo que había pisado Gurvan al entrar. La única explicación al misterio era que, al reparar en las manchas que iba dejando, el asesino se había limpiado las suelas antes de seguir caminando.

Un sexto sentido la hizo ir a mirar en el bolso donde había guardado el cuchillo que Crella le había dado. Había desaparecido.

– Más vale que enviéis a alguien al camarote de Cian cuanto antes -sugirió a Gurvan, pensando que parecía lo más acertado dadas las circunstancias.

Justo entonces Murchad apareció en el pasillo; el desasosiego envolvía su semblante. Había entreoído la indicación de Fidelma.

– Ya he mandado llamar a Cian, señora. Cuando lo he sabido, he supuesto que querríais verle. Sin embargo, ya no está a bordo.