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– ¿Qué te hace pensar que Toca Nia vaya a hacerte caso? -preguntó con inocencia fingida.

– Tú tienes pico de oro, Fidelma. Puedes hablarle sobre la ley del refugio sagrado.

– No creo que a Tola Nia siga interesándole la ley.

El hermano Cian pestañeó varias veces.

– ¿Queréis decir que ha retirado los cargos?

Fidelma escrutó profundamente los ojos de Cian. Veía suspicacia, incluso esperanza, pero no había astucia ni malicia.

– Quiero decir que Toca Nia está muerto.

La reacción sorprendida de Cian era indiscutible.

– ¿Muerto? ¿Cómo es posible?

– Han asesinado a Toca Nia aproximadamente a la misma hora en que tú has huido del barco.

Cian dio un paso atrás involuntario. Su sobresalto era genuino: no podía estar actuando.

El padre Pol se encogió de hombros con un gesto de impotencia:

– Esto me sitúa en una posición extraña, hermano. Acogiéndome a la ley eclesiástica, os he concedido asilo dentro de esta iglesia pero sólo con respecto al cargo del que habéis dicho que os acusaban. Esto es otra cosa…

Cian miraba, ora al sacerdote, ora a Fidelma, aturdido.

– Pero yo no sé nada de la muerte de Toca Nia. ¿Qué está diciendo el padre? -preguntó a Fidelma.

– ¿Negáis que vuestra mano asestara las cuchilladas que acabaron con la vida de Toca Nia?

Cian abrió más los ojos, incapaz de asimilar lo que oía.

– ¿Habláis seriamente? ¿Insinuáis que… que se me acusa de su asesinato?

Fidelma se mostró indiferente:

– ¿De modo que lo niegas?

– ¡Por supuesto que lo niego! -gritó Cian con rabia.

Fidelma adoptó una expresión cínica.

– ¿Sostienes que el asesinato ha sido una coincidencia? ¿Que no sabes nada?

– Dilo como quieras, pero yo no lo he matado.

Fidelma se sentó en el banco del que Cian se había levantado.

– Tendrás que reconocer que, si es una coincidencia, es sumamente oportuna. ¿Querrías decirme por qué huiste del barco?

Cian se sentó de cara a ella y se inclinó hacia delante. Su actitud era suplicante.

– Yo no he cometido ese acto, Fidelma -dijo en un tono bajo, cargado de intensidad-. Tú me conoces. Admito que he matado en la guerra, pero nunca lo he hecho a sangre fría. ¡Jamás! Debes saber que yo nunca…

– Soy una dálaigh, Cian -lo interrumpió con dureza-. Cuéntame tu versión de los hechos. No quiero oír otra súplica.

– Pero es que no sé nada. No tengo ninguna versión que contarte.

– Y entonces, ¿por qué has huido del Barnacla Cariblanca y has venido aquí pidiendo refugio?

– Creo que es evidente -respondió Cian.

– A menos que hayas matado a Toca Nia, diría que no tiene nada de evidente.

Cian enrojeció de furia.

– ¡Yo no…! -empezó a decir y luego calló-. He venido buscando refugio aquí porque necesitaba tiempo para reflexionar. Cuando ayer me interrogaste a raíz de la acusación de Toca Nia, entendí que ibas en serio; de que tú y Murchad ibais a encerrarme y enviarme a Laigin para comparecer en un juicio. Pensé que lo más seguro es que me declaren culpable de la matanza de Rath Bíle.

– Que yo recuerde, reconociste haberlo hecho.

– Reconocí la acción, no el crimen. Era un acto de guerra y yo me limitaba a cumplir órdenes.

– En tal caso debías prepararte para responder a la acusación. Si no eras culpable de asesinato, debías confiar en la ley.

– Necesitaba tiempo para pensar. Fue tan repentino, que se me acusara de eso.

Murchad lo interrumpió con brusquedad.

– Peor es tener que responder ahora al cargo de haber asesinado a Toca Nia.

Fidelma estaba de acuerdo.

– De hecho -prosiguió-, a menos que otro testigo te acuse de lo mismo, las acusaciones de Toca Nia desaparecen con él, porque no dejó constancia legal de ellas.

Cian no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo.

– Entonces, ¿la acusación de Rath Bíle queda retirada?

– Toca Nia no presentó una acusación oficial; no hay constancia escrita de ella ni testificación. La acusación verbal de un fallecido no puede aceptarse como prueba en tu contra a menos que se trate de una declaración en su lecho de muerte y en presencia de testigos.

– Entonces, ¿estoy libre de ese cargo?

– A menos que aparezca otro testigo de Rath Bíle que declare contra ti. Puesto que no los hay, quedas libre de ese cargo.

Las facciones de Cian se ampliaron en una sonrisa y, al entender lo que esto suponía, volvió a adoptar un gesto grave.

– Juro por la Santísima Trinidad que yo no he matado a Toca Nia.

Fidelma percibía el tono de verdad en su voz, pero su escepticismo le hacía dudar de su declaración de inocencia. ¿Cómo era aquello que solía decir Horacio? Naturam expelles furca tamen usque recurret… Aunque expulses la naturaleza con una horca, ésta siempre regresa. Cian era un embustero nato y siempre había que dudar de su sinceridad. Entonces, con una punzada de culpa, se dio cuenta de que volvía a dejarse llevar por sus sentimientos para condenarlo.

Se disponía a hablar cuando de pronto oyeron un aullido feroz.

El padre Pol levantó la cabeza con el ceño fruncido al ver aparecer, doblando la iglesia como alma que lleva al diablo, uno de los isleños, un tipo menudo con atuendo de marinero. El hombre se paró en seco al verles, tratando de recuperar el aliento.

– ¿Qué ha pasado, Tibatto? -preguntó el padre Pol con desaprobación-. ¿Qué es eso de entrar en la casa de Dios armando ese jaleo?

– ¡Sajones! -gruñó sin respiración-. ¡Piratas sajones!

– ¿Dónde? -exigió el sacerdote, mientras Murchad se ponía a dar vueltas por el jardín, consternado, llevándose la mano al puñal del cinturón.

– Estaba en la punta sobre Rochers…

– Es la costa norte de la isla -les explicó el padre Pol con un rápido inciso.

– … cuando he visto un navío sajón costeando la isla hacia el sur, en dirección a la bahía. Es un barco guerrero con el símbolo de un relámpago en la vela mayor.

Murchad intercambió una mirada fugaz con Fidelma, que se había puesto de pie, al igual que Cian.

– ¿Cuánto pueden tardar en entrar en la bahía? -preguntó el sacerdote con gesto sombrío.

– En la próxima hora, padre.

– Da la voz de alarma. Llevemos a la gente al interior -ordenó con decisión-. Vamos, Murchad, haz desembarcar a los peregrinos y la tripulación. Existen unas cuevas donde escondernos o, en el peor de los casos, desde las que defendernos.

Murchad hizo un movimiento firme con la cabeza.

– ¡No pienso dejar mi barco a merced de piratas sajones, francos o godos! La marea está cambiando. Me marcho de la bahía. Si alguno de los pasajeros desea bajar a tierra, que así lo haga.

El padre Pol lo miró horrorizado por un instante.

– No tendrás tiempo de salir antes de que lleguen a la boca de la bahía. Si están delante de Rochers, en media hora habrán doblado el cabo.

– Es mejor estar en el barco que quedarse en la isla esperando a que desembarquen y nos corten el cuello a todos -replicó Murchad, y luego se volvió hacia Gurvan-. ¿Hay alguien más en tierra aparte de nosotros?

– Nadie más, capitán.

– ¿Venís con nosotros, señora? -preguntó a Fidelma, que no vaciló en responder:

– Si vais a escabulliros, estoy con vos, Murchad.

– ¡Vamos, pues!

Cian había quedado al margen mientras ellos discutían qué actitud tomar; dio un paso adelante.

– ¡Esperad! Dejadme ir con vosotros.

Murchad lo miró con cara de sorpresa y, con una sonrisa burlona, le reprochó: