Gurvan sonrió a Fidelma con complicidad y levantó el dedo pulgar.
– Sólo podemos rezar, señora, por que el capitán sajón decida recurrir a la vela e ir tras nosotros.
Fidelma seguía tan confusa como antes.
– Creía que el barco sajón era más rápido a vela con el viento de popa.
– Y creéis bien… pero confiemos en que no conozca el viejo dicho: «Una mirada al frente vale más que dos atrás».
El comentario hizo gracia a Gurvan a juzgar por su gesto, pero a Fidelma no le decía nada.
El viento escoraba al Barnacla Cariblanca, que surcaba las aguas a pocos metros de la costa rocosa de granito del lado sur de la bahía. Fidelma advirtió que Gurvan se disponía a doblar el cabo sur. Después, Fidelma no sabía qué pretendía hacer, porque se encontrarían en mar abierto, pero en calma, lo cual permitiría al sajón alcanzarles con facilidad.
¿Acaso la respuesta estaba en los grandes arcos que la tripulación había subido a cubierta? ¿Acaso Murchad y Gurvan se proponían entablar un combate en mar abierto?
Entonces vislumbró lo que les deparaba: ante ellos se extendía una masa de rocas y peñascos de granito a flor de agua entre los que rugían fuertes corrientes en cascadas espumosas. Un sinfín de escollos asomaban aquí y allá, hasta donde la vista alcanzaba. A los ojos de Fidelma era un panorama bastante más amenazador que el paso entre las rocas en la costa de las islas Sylinancim.
Gurvan se fijó en la rigidez de Fidelma.
– Confiad en mí, señora -gritó sin apartar la vista del frente-. Lo que estáis viendo es la razón por la cual ningún barco se aventura a costear el cabo sur de la isla. Aquí dominan el viento y la marea, que pueden arrojar a una nave contra la orilla rocosa y partirla en mil pedazos. Por eso tomamos esta ruta. Lo atravesé en barco una vez; espero saber hacerlo una segunda. Si no lo consigo, en fin… mejor acabar los días siendo libres que ser esclavos o morir probando el acero sajón.
– ¿Y si el sajón nos sigue?
– Pues tendrá que pedir a su dios Woden que sea buen marinero. Dudo que lo sea, y si toma el canal más ancho para evitar las rocas, les llevaremos bastantes millas de ventaja.
Fidelma miró hacia delante, donde Murchad mantenía el equilibrio de pie en la proa del barco. Hacía señas a Gurvan y a su compañero a la espadilla; señas que, obviamente, tenían algún sentido para los marineros, pues cada movimiento del barco parecía realizarse en función de ellas. Fidelma sentía la fuerza de las corrientes abrazando el Barnacla Cariblanca, arrastrándolo con ellas a una velocidad creciente. En un momento dado, una roca rascó un costado del casco con un extraño gemido.
Fidelma cerró los ojos y pronunció una oración breve.
Pero la roca pasó junto a ellos, veloz, y seguían de una pieza.
– ¿Veis algo por detrás, señora? -le preguntó Gurvan-. ¿Hay rastro del sajón?
Fidelma corrió a agarrarse a la baranda de popa para mirar.
Se estremeció al ver el blanco espumaje de la estela, el arrecife y los peñascos que iban dejando atrás. Después levantó la vista al frente.
– Veo el barco sajón -gritó, llena de excitación.
Sólo alcanzaba a ver el relámpago en la vela que Murchad ya había señalado.
– Los veo -volvió a gritar-. Nos siguen por el canal -dijo alzando más la voz por el entusiasmo.
– Que su dios Woden les ayude ahora -respondió Gurvan con una sonrisa fiera.
– Y que Dios nos ayude a nosotros -susurró Fidelma para sí.
El Barnacla Cariblanca cabeceaba de manera que el horizonte subía y bajaba con violencia, lo cual le hacía perder de vista una y otra vez la vela del perseguidor.
El barco empezó a subir y bajar a una velocidad alarmante. Gurvan y Drogan se apoyaban con todo su peso sobre la espadilla y estaban pidiendo ayuda a otro marinero para controlar la presión.
Con las señas de Murchad desde la proa, el Barnacla Cariblanca siguió adelante siguiendo una trayectoria quebrada entre los escollos azotados por el oleaje, hasta salir dando bandazos a aguas más tranquilas. Casi antes de estar fuera de peligro, Murchad corrió a popa sin perder el gesto de preocupación.
– ¿Dónde están? -gruñó.
– Los he perdido de vista -gritó Fidelma-. Nos estaban siguiendo por el paso de escollos.
Murchad entornó los ojos para mirar en la dirección de la que venían, hacia la costa escabrosa que, desde aquella distancia, parecía estar cubierta de una tenue neblina.
– Es el agua que se desprende del oleaje al embestir contra las rocas -explicó sin que le preguntara-. Entorpece la visión.
Miró hacia los colmillos negros y abruptos que afloraban entre la espuma.
Fidelma se estremeció un poco, si bien no era la primera vez. ¿Cómo habían conseguido salir sanos y salvos de aquellas fauces peligrosas?
– ¡Ahí están! -exclamó Murchad de pronto-. ¡Los veo!
Fidelma forzó la vista en vano.
Guardaron silencio; luego Murchad suspiró.
– Por un momento me ha parecido ver el tope, pero ya no lo veo.
– Le llevamos buena ventana, capitán -gritó Gurvan-. Tendrán que ir a toda vela si quieren alcanzarnos.
Murchad se volvió hacia el oficial de cubierta, movió la cabeza despacio y dijo con tranquilidad:
– Creo que no habrá que preocuparse más por ellos, amigo.
Fidelma volvió a mirar a la costa que se desvanecía en la distancia. No vio rastro alguno del barco.
– ¿Creéis que han chocado contra las rocas? -se atrevió a preguntar.
– Si hubieran atravesado el paso, a estas alturas ya los veríamos -respondió Murchad con gravedad-. Era nosotros o ellos, señora. Gracias a Dios que han sido ellos. Han ido a parar a su gran templo de héroes paganos.
– Es una forma de morir horrorosa -dijo Fidelma con sobriedad.
– Los muertos no muerden -se limitó a comentar Murchad.
Fidelma musitó una oración fugaz por los fallecidos. Se trataba de un barco sajón y, fuera o no pagano, le recordaba al hermano Eadulf.
CAPÍTULO XIX
– El día ha amanecido en calma, Murchad.
El capitán asintió con la cabeza, pero descontento. Hacía dos días que habían zarpado de Uxantis. Señaló con el dedo la vela deshinchada.
– Demasiada calma -se quejó-. Apenas hay viento. No avanzamos nada.
Fidelma miró al mar: era una superficie plana. Ella tampoco avanzaba. Tras eludir a sus perseguidores, se habían detenido para dar sepultura en el mar al cuerpo de Toca Nia. El hermano Dathal comentó que el viaje se había convertido en una travesía letal, como si viajaran en el barco de Donn, el antiguo dios irlandés de los muertos, que recogía en su nave a las almas perdidas para llevarlas al más allá. La comparación de Dathal dio pie a las críticas del hermano Tola y sor Ainder, aunque también imbuyó de pesimismo a los peregrinos que quedaban a bordo.
Y Fidelma no dejaba de dar vueltas a los hechos en busca de un minúsculo hilo que la llevara a despejar la incógnita. En lo que respecta al asesinato de Toca Nia, Cian juraba que había abandonado el barco justo después de medianoche, cuando el último pasajero y el último tripulante habían vuelto de la isla. Gurvan lo corroboró al sostener que había entrado en el camarote de Toca Nia poco después de esa hora y lo había encontrado durmiendo tranquilamente. Si Cian no mentía acerca de la hora en que había bajado a tierra, era inocente.