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Fidelma alzó la vista a las velas desmayadas y tomó una decisión.

– Quizá podamos dar utilidad a esta calma -propuso con buen ánimo.

– ¿Cuál? -preguntó Murchad.

– Ya hace dos días desde la última vez que me bañé. En Uxantis no tuve tiempo y me siento sucia. En este mar en calma puedo darme un baño y, al menos, quitarme la mugre de encima.

Murchad se sintió incómodo.

– Los marineros estamos acostumbrados a pasar sin comodidades, señora. Lamento que no tengamos facilidades para que las mujeres puedan bañarse.

Fidelma echó atrás la cabeza y se rió.

– Descuidad, Murchad: no ofenderé vuestra susceptibilidad masculina. Me bañaré con enagua.

– Es demasiado peligroso -protestó moviendo la cabeza.

– ¿Y por qué? Si los marineros aprovecháis el mar en calma para bañaros y estar limpios, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?

– Mis hombres conocen los caprichos del mar. Son buenos nadadores. ¿Y si se levanta viento? El barco puede desplazarse a gran distancia antes de que os dé tiempo de volver a nado. Ya visteis lo rápido que quedó atrás el hermano Guss.

– Ese peligro puede darse tanto en el caso de un marinero como en el de un pasajero -contrapuso Fidelma-. ¿Cómo lo hacen vuestros hombres?

– Nadan con un cabo atado al cuerpo.

– Pues así lo haré yo.

– Pero…

Al ver la obstinación en los ojos de Fidelma, Murchad dio un profundo suspiro.

– Muy bien -accedió y llamó al oficial de cubierta-. ¡Gurvan!

El bretón se presentó al proviso.

– La hermana Fidelma va a aprovechar la bonanza para nadar junto al barco. Que le aten un cabo a la cintura y la aseguren bien a la baranda.

Gurvan enarcó las cejas y abrió la boca como si fuera a protestar, pero decidió no decir nada.

– ¿Desde dónde queréis entrar al agua, señora? -le preguntó con resignación.

Fidelma sonrió y preguntó:

– ¿Qué lado está a sotavento? ¿No es el lado resguardado del viento?

Un leve temblor en el gesto de Gurvan hizo pensar a Fidelma que iba a devolverle la sonrisa. Sin embargo respondió, serio:

– Así es, señora. -Señaló el lado de estribor-. Es la parte resguardada del viento, aunque ahora no sopla. Eso sí, cuando se levante, vendrá de babor.

– ¿Sois profeta, Gurvan?

El bretón negó con la cabeza y dijo:

– ¿Veis esas nubes al noreste? No tardarán en traer viento, así que no os demoréis con el baño.

Fidelma se asomó a mirar las olas. El mar parecía suficientemente tranquilo.

Empezó a quitarse el hábito, pero se detuvo ante la expresión angustiada de Gurvan.

– No te preocupes, Gurvan -le dijo alegremente-. Pienso dejarme puesta la ropa interior.

Pese a la tez morena, Gurvan se ruborizó.

– ¿No se considera pecado entre los religiosos desvestirse delante de lo demás?

Fidelma hizo una mueca sarcástica y citó:

– «Pero llamó Yaveh al hombre, diciendo: "¿Dónde estás?". Y éste contestó: "Te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me escondí". "¿Y quién?", le dijo, "te ha hecho saber que estabas desnudo"». Supongo que Dios quiso decir con esto que el pecado está en la mente del que mira, no en su ojo.

Gurvan estaba incómodo.

– De todas maneras, como ya os he dicho, no voy a desnudarme. Ahora, permitid que me dé un baño antes de que el viento se levante.

Y sin más preámbulos, Fidelma se quitó el hábito. Siempre llevaba ropa interior de sról, sedas y satenes importados por mercaderes galos. Se trataba de una costumbre adquirida desde niña como miembro de la casa real de Cashel; era el único lujo que Fidelma se permitía, pues nada era más grato al tacto que aquel tejido de ultramar. Ricos y nobles, cómo no, podían deleitarse con la compra de telas delicadas. Pero sabía que el resto usaba ropa interior de lana e hilo.

Cuando era una joven alumna del brehon Morann de Tara, Fidelma aprendió la curiosidad de que existía un código legal de vestimenta. El Senchus Mór establecía un protocolo relativo a la indumentaria que debían llevar los pupilos de un mismo tutor. Cada niño debía tener dos conjuntos completos a fin de poder usar uno mientras el otro se lavaba. La ropa de los niños se enumeraba según su rango, la de los hijos de reyes, pasando por la de los hijos de jefes y así sucesivamente hasta la categoría social inferior, mientras que durante el pupilaje -manera en que se les educaba- los niños siempre debían ir vestidos con las mejores galas.

Pensando en estas cosas, Fidelma sintió una punzada de soledad. ¡Cuánto le habría gustado tener a Eadulf con ella! Al menos con él podía hablar de esas cosas aun cuando disentían, que era a menudo. Necesitaba su ayuda como nunca para resolver aquel enigma. Quizás él habría reparado en algo que ella había pasado por alto.

Vio a Gurvan de pie con un cabo largo en las manos, evitando mirarla.

– Estoy lista, Gurvan. Te lo juro, voy vestida con decencia.

Gurvan levantó la vista sin tenerlas todas consigo.

Cierto que las prendas que llevaba no eran escandalosas, pero tampoco ocultaban por completo la figura esbelta de Fidelma: un cuerpo juvenil que vibraba con la dicha de la vida y discrepaba de su vocación religiosa.

Gurvan tragó saliva, nervioso.

– Mostradme cómo debo atarme la cuerda al cuerpo -le pidió para acabar de convencerlo.

Gurvan se acercó con un extremo del cabo en la mano.

– Lo mejor es atarla alrededor de la cintura, señora. Haré un nudo seguro para que no se escurra… un nudo de rizo.

– Ya he visto cómo se ata. Dejadme intentarlo y luego comprobad si lo he hecho bien.

Tomó de la mano de Gurvan el cabo y se rodeó la cintura con él, y luego se concentró para hacer el nudo.

– Derecho sobre izquierdo e izquierdo sobre derecho… ¿así?

Gurvan comprobó el nudo y dio su aprobación.

– Exactamente. Yo ataré el otro extremo a la baranda con un nudo parecido.

Así lo hizo. La cuerda era lo bastante larga para que pudiera nadar a todo lo largo del barco.

Fidelma levantó una mano para indicar que estaba lista, se aproximó a la baranda y, con gracilidad, se tiró al agua desde un costado.

El agua estaba más fría de lo que esperaba, por lo que sacó la cabeza resollando y casi sin aliento tras el chapuzón. Tardó unos minutos en recuperarse y asimilar la temperatura. Luego dio unas cuantas brazadas perezosas. Fidelma había aprendido a nadar casi antes que a andar, en el río Suir -también llamado «el río hermana»- que tenía un breve recorrido desde Cashel, donde nacía. No le temía al agua, sólo sentía un sano respeto por ella, pues conocía la magnitud que podía alcanzar su fuerza.

En Éireann se daba un fenómeno paradójico. Mientras buena parte de los habitantes del interior aprendían a nadar en los ríos, la mayoría de quienes vivían en pueblos costeros de pescadores, y en concreto en la costa oeste, rehusaban aprender. En una ocasión Fidelma había preguntado el por qué a un viejo pescador, pues si un barco se hundía, bien tendrían que saber nadar para salvarse. El buen hombre movió la cabeza y contó:

– Si nuestros barcos se hunden, mejor irse derecho al fondo de una tumba marina que sufrir una muerte larga e insufrible tratando de sobrevivir en esas aguas.

Y tenía razón en que aquella costa rugiente y rocosa bañada por un oleaje feroz y espumoso no era adecuada para nadar. Tal vez el viejo tenía razón.