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– Si Dios quiere que vivamos, nos salvará. No tiene sentido luchar contra el destino.

Fidelma no quiso abundar en la conversación, pues no era un tema del que gustaran hablar los pescadores. Es más, la peor maldición que alguien podía echar a aquella gente de mar era: «¡Así mueras ahogado!».

Fidelma se quedó flotando boca arriba sobre el agua ondulante. La inmensa figura negra del Barnacla Cariblanca se erguía imponente sobre ella; la vela mayor aún colgando fláccidamente de la verga. Al ver la silueta oscura de Gurvan mirándola desde la baranda, Fidelma levantó un brazo con languidez y saludó para indicarle que estaba bien. Gurvan asintió con la cabeza y se apartó.

Dio un suspiro y cerró los ojos para deleitarse con la calidez del sol en la cara. El agua se secó en sus labios, pero resistió la tentación de lamer la sal, pues sabía que luego se moriría de sed.

Entonces empezó a cavilar sobre la situación en el barco, pero por mucho que lo intentara era incapaz de concentrarse del todo en la pérdida de la pobre Muirgel. En su lugar acudía Cian. ¡Cian! Lo extraño fue que al momento le vino a las mientes un pasaje del libro de Jeremías: «Tú, pues, que con tantos amantes fornicaste, ¿podrás volver a mí?». Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Que le había evocado esas palabras? Lo cierto es que eran palabras apropiadas, pero ¿por qué precisamente palabras de las Sagradas Escrituras? ¡Ya se habían hecho bastantes citas bíblicas en aquel viaje! Quizá fuera contagioso.

Sintió un momento de compasión por Cian, por la herida que le había impedido proseguir su labor de guerrero. Sabía muy bien que su vida se había regido por su habilidad física. Era la vanidad personificada; se envanecía de su cuerpo, se envanecía de su destreza con las armas, se envanecía de creer que ser joven era ser inmortal. ¿No había dicho Aristóteles que los jóvenes viven en un estado permanente de embriaguez? Aquella era la palabra que describía a la perfección al joven Cian. Su propia juventud lo emborrachaba, pues la juventud era inmortaclass="underline" en este mundo, sólo envejecían los ancianos.

Y eso era lo que más le había atraído de él. Su juventud. Su poderío. Tenía escasos atributos intelectuales, pero era buen jinete; sabía lanzar la jabalina con precisión; sabía esgrimir y esquivar una espada, y usar un escudo para protegerse; sabía cómo arrojar una flecha con un arco. La estrategia de guerra era la única actividad cercana a lo intelectual que había desarrollado en su vida.

Cian nunca se había cansado de contar la historia del rey supremo Aedh Mac Ainmirech. Seis años atrás, Brandubh, rey de Laigin, lo había derrotado introduciendo furtivamente a sus guerreros en el campamento del rey supremo ocultos en cestos de provisiones.

Fidelma nunca había sentido interés por la historia, y sin embargo había intentado convencer a Cian de que practicara juegos como el Cuervo Negro o la Sabiduría de Madera, como medios de investigar formas de estrategia militar. Pero Cian no quiso jugar. Los juegos de mesa le causaban frustración.

Sin embargo, ahora el brazo inutilizado le impedía ser guerrero. Fidelma advirtió que le costaba adaptarse a su nuevo papel para afrontar la vida. La idea de Cian como religioso era inconcebible. Ya le había manifestado la rabia y el resentimiento que le causaba su desgracia. A los ojos de Fidelma, los intentos de reafirmar su hombría para compensar sus carencias eran patéticos. Eadulf jamás habría hecho algo así. Un verso de la Eneida virgiliana acudió a su pensamiento: «Tu ne cede malis sed contra audentior ito». No cedas ante la adversidad; afróntala con más audacia. Ésta sería la actitud de Eadulf. Pero Cian, con aquel brazo impedido…

Fidelma tensó el cuerpo en el agua.

¡El brazo impedido! ¿Cómo pudo bajar del barco y remar hasta la orilla solo? Habría sido imposible mover a remo el esquife con un brazo. ¡Y el esquife mismo! Dios santo, ¿qué le estaba pasando a su capacidad de observación? Si gracias a algún milagro había sido capaz de impulsar el esquife del barco hasta la isla, ¿cómo había vuelto para dejar el esquife en el barco? ¡Alguien había acercado a Cian a la isla y había regresado al barco!

Eadulf habría entrevisto ese detalle. ¡Dios, cuánto lo necesitaba! Se había acostumbrado tanto a compartir pareceres y a escuchar sus consejos.

Se agitó en el agua, consciente del derrotero que estaban tomando sus pensamientos. Debería haber caído en la cuenta mucho antes en vez de entretenerse con ensoñaciones. El efecto de flotar sobre el suave vaivén de las olas era soporífero y…

De pronto notó que el movimiento no era tan suave como antes. El agua empezaba a picarse. Oyó entonces un crujido. Abrió los ojos y parpadeó. La gran vela del Barnacla Cariblanca empezaba a inflarse. Se estaba levantando el viento anunciado, y el barco empezaba a moverse. Giró el cuerpo y empezó a dar brazadas.

Cuando se dio cuenta, el temor le heló la sangre: la cuerda atada alrededor de su cintura no estaba tensa. Flotaba. Y como la parte que no debía tocar el mar también estaba en el agua, la hacía más pesada. El cabo ya no estaba atado a la baranda.

Gritó pidiendo socorro.

No veía a Gurvan ni a nadie más en la baranda del barco. El Barnacla Cariblanca se alejaba dejando atrás los vientos.

Fidelma echó a nadar para salvar su vida, pero las olas eran cada vez mayores y costaba hacerlo deprisa. Pese a no dejar de nadar, sabía que sería imposible alcanzar el barco; antes se desvanecería, abandonada en medio del océano.

CAPÍTULO XX

Los silbidos del mar, el zumbido del viento sobre la espuma del oleaje, que desde su posición parecía gigantesco, feroz y poderoso, ahogaban cualquier otro sonido. Le parecía oír gritos a lo lejos pero, con la cabeza inclinada, nadaba con toda la fuerza de que era capaz. Entonces alguien apareció en el agua a su lado.

Levantó la cabeza, desorientada. Era Gurvan.

– ¡Agarraos a mí con fuerza! -le indicó con un grito casi ahogado por las olas que le venían encima-. ¡Deprisa!

Fidelma no discutió. Se agarró a él por los hombros.

– ¡Por el amor de Dios, no os soltéis! -gritó Gurvan, y se giró.

Entonces Fidelma vio que el oficial tenía atada al cuerpo una cuerda, que empezó a tirar de ambos a gran velocidad. Desde un costado del barco, unas siluetas izaban la cuerda; notó que, con una lentitud insoportable, los hacían avanzar a lo largo del costado del barco a fuerza de brazos.

Entonces pensó en algo espantoso. Bamboleándose indefensos como estaban, todavía al lado del barco, si los hombres soltaban el cabo, el propio impulso de la caída los llevaría, a ella y a Gurvan, bajo el casco de la nave. Sería una muerte segura.

Acto seguido empezaron a sacarlos del agua.

– ¡Agarraos fuerte! -le gritó Gurvan.

Fidelma no respondió. Sus manos se aferraron sin más a la ropa del oficial.

Seguían tirando de ellos, pero el agua se resistía a soltarlos: las olas crestadas de espuma los volvían a coger como dedos vacilantes para devolverlos a las negras fauces del mar.

Fidelma cerró los ojos, suplicando que el cabo no se partiera. Lo siguiente que notó fueron varias manos que la cogían de brazos y muñecas. La subieron por encima de la baranda y se dejó caer sobre la cubierta temblando y resollando. El joven Wenbrit corrió a echarle el hábito sobre los hombros. Tenía cara de preocupación. Fidelma levantó la cabeza tratando de sonreír para mostrarle su gratitud, pues la falta de aliento le impedía hablar.

Tardó en poder ponerse en pie, si bien al hacerlo vaciló. Wenbrit la sostuvo del brazo para que no cayera. Fidelma vio que Gurvan ya estaba a bordo, reclinado contra la baranda, asimismo tratando de recuperar el aliento. De haberse demorado un poco más en salvarla, habría perdido toda posibilidad, pues la nave cortaba ahora las olas a gran velocidad, y la vela estaba tensa, hinchada, contra la verga. Fidelma hizo una seña con la mano a Gurvan para expresar su gratitud. Intentó hablar sin conseguirlo, hasta que dijo: