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– Me habéis salvado la vida, Gurvan.

El oficial de cubierta se encogió de hombros. Su semblante reflejaba su preocupación. Le costó, pero también recuperó la voz.

– No debí haberos perdido de vista mientras estabais en el agua, señora.

Murchad apareció corriendo, contento de ver que Fidelma no estaba herida.

– Ya os advertí, señora, que es un peligro bañarse de ese modo -la reprobó el capitán con dureza.

– Mirad. -Gurvan se hizo a un lado y señaló la baranda-. Alguien ha cortado el cabo.

El extremo de la cuerda seguía atado allí, su longitud era escasa.

Fidelma quiso verlo mejor.

– ¿Está deshilachado? -preguntó, pero al estar lo bastante cerca para verlo consideró la pregunta absurda.

Ella misma vio que había sido cortado limpiamente, como si se hubiera usado un cuchillo afilado.

– Alguien ha intentado mataros, señora -le dijo Gurvan en voz baja pese a ser innecesario, pues era más que evidente.

– Después de entrar yo en el agua, ¿cuánto tiempo habéis estado junto al cabo? -le preguntó.

Tras considerarlo, Gurvan respondió:

– Hasta que os he visto que nadabais a gusto, me habéis hecho una seña con la mano y yo os he devuelto otra de reconocimiento. Luego el hermano Tola me ha distraído al preguntarme quién se estaba bañando, y ha empezado a preguntarme sobre los peligros del mar.

– ¿Os habéis apartado en algún momento de aquí?

– Sí, pero sólo cinco minutos para ir a popa a hablar con el capitán.

– ¿Y no había nadie más en la cubierta?

– Algunos marineros.

– No me refiero a tripulantes. Me refiero a pasajeros.

– Estaban esa monja joven, sor Gormán, y sor Crella, con el monje del brazo tullido, el hermano Cian. Y el taciturno… el hermano Bairne.

Fidelma miró a su alrededor y vio que la mayoría estaban juntos a cierta distancia de allí, contemplándola, incómodos. Todos habían asistido al rescate.

– ¿Alguno de ellos estaba cerca del cabo?

– No sabría deciros. Podría haber sido cualquiera de los tres. Yo volví en cuanto noté que el viento se levantaba. Entonces vi que habían cortado el cabo. Llamé a un par de tripulantes, cogimos otro cabo y el resto ya lo conocéis.

Fidelma aguardó en silencio.

– Señora -la llamó el joven Wenbrit-. Más vale que os quitéis esa ropa mojada.

Fidelma bajó la cabeza y le sonrió. Vio que la seda empapada se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Tiró del hábito que llevaba a los hombros para cerrarlo mejor.

– Un trago de corma no me iría mal, Wenbrit -pidió-. Estaré en mi camarote.

Apretó el paso al cruzar la cubierta, al tiempo que pasajeros y tripulación se dispersaban en grupos, hablando entre ellos apasionadamente, pero manteniendo la voz baja.

Media hora después de entrar en calor gracias al ardiente licor de corma, un buen masaje vigoroso y el cambio de ropa, Fidelma fue en busca de Murchad a su camarote. El capitán aún parecía turbado por lo sucedido: la hermana de su rey, Colgú de Cashel, había estado a punto de morir.

– ¿Os encontráis bien, señora? -le preguntó nada más verla entrar.

– Me siento como una idiota, sólo eso, Murchad. Se me olvidó que quien mata una vez, puede tomarle el gusto a matar.

Murchad estaba desconcertado.

– ¿Queréis decir que tenemos a un maníaco homicida a bordo?

– El hecho en sí de proponerse matar a alguien siempre es señal de tener una mente perturbada, Murchad.

– ¿Sospecháis todavía del hermano Cian? Al fin y al cabo, nadie más iba beneficiarse de la muerte de Toca Nia. Por tanto, es posible que también matara a sor Muirgel y que luego intentara silenciaros.

Fidelma hizo un ademán negativo a la vez que tomaba asiento frente a él.

– Creo que falla la lógica. Podría ser que quien mató a Toca Nia no sea la misma persona que mató a Muirgel. Por otra parte, no hay que perder de vista el asesinato de sor Canair, del que sólo tenemos la palabra de Guss. Y ahora Guss está muerto, y su palabra como único testigo no sirve de nada. El mismo criterio que impide detener y procesar a Cian es aplicable al caso de Canair: no hay testigos. No obstante, dejando al margen la ley, estoy dispuesta a creer que Guss decía la verdad.

– ¿Queréis decir que creéis que sor Crella es la culpable?

– Podría serlo. Sin duda, las contradicciones de su historia apuntan a ello. Pero, por otra parte, ¿para qué iba a contarme algo que sería contradicho ipso facto? ¿Mentía o acaso creía estar diciendo la verdad? El problema que no consigo resolver es el porqué.

– ¿Cómo ha podido suceder esto? -se preguntó Murchad-. La vida en la mar siempre te acerca a la muerte, pero no de esta manera. Tal vez se trate de un viaje condenado a la desgracia. He oído a ese joven monje, el hermano Dathal, decirlo alguna vez. Es como la travesía de Donn, dios de la muerte…

Una sonrisa se insinuó en los labios de Fidelma.

– Son supersticiones, Murchad; recluyen al mundo con el miedo. Lo que abre la jaula es la razón. Hay una respuesta lógica para cada misterio, y la descubriremos. Tarde o temprano -añadió, y calló un instante-. ¿Habéis permanecido en la cubierta todo el tiempo que he estado en el agua?

– Sí. He visto cómo Gurvan os ataba el cabo a la cintura y luego alrededor de la baranda. He visto cómo os tirabais al agua. No creáis que no haya hecho un esfuerzo para recordar si había visto a alguien cerca del cabo.

– ¿Gurvan ha acudido a hablar con vos en algún momento?

– Sí, tal como os ha dicho. Se ha quedado en la baranda. Luego he visto cómo levantaba una mano. Y a continuación Tola, que estaba paseando por la cubierta, se le ha acercado y han trabado conversación. El viento ha empezado a soplar fuerte y después ha venido a hablar conmigo. Le he advertido de que os sacara ya del agua, porque el viento no tardaría en picar.

– ¿Y no os habéis fijado en si había alguien más cerca del cabo?

– Un par de mis hombres estaban en las vergas. Ya he hablado con ellos mientras os estabais cambiando. Pero no han visto nada. Como esperábamos el viento de un momento a otro, estaban allí para atesar la vela cuando levantara. Aunque sí que había alguien más… -Frunció el ceño, alborotándose el pelo del cogote con la mano derecha-. Aunque no sé quién era.

– Quizá podáis describir a esa persona.

– No, porque estaba bastante hacia proa y llevaba puesta la capucha esa que, ¿sabéis?…

– La cogulla.

– Como se llame. La capucha le cubría la cabeza.

– De modo que era uno de los peregrinos. ¿Sabríais decir si era un hombre o una mujer?

– Ni siquiera eso, señora.

– ¿Os habéis fijado en si se ha acercado a la baranda?

– Podría ser. No había nadie más por allí en ese momento. Entonces el viento ha cambiado y he llamado a la tripulación; Gurvan ha vuelto a donde había amarrado el cabo y ha visto que había ocurrido algo. La figura religiosa había desaparecido, y yo he dado por supuesto que, fuera quien fuere, habría bajado a entrecubiertas.

De pronto Murchad la miró como si hubiera recordado algo importante.

– Lo que sé es que no ha bajado por la escalera de cámara.

Confusa, Fidelma preguntó:

– ¿Y por dónde podría haber entrado?

– Probablemente por la escotilla de proa.

– Pero por ahí no hay acceso a las cubiertas de abajo, ¿no?

– Hay una escotilla de pequeñas dimensiones justo delante de vuestro camarote, pero nadie la utiliza. Al menos, ningún pasajero lo haría, porque sólo conduce a las zonas de bodega, por donde tendrían que pasar para llegar hasta otras partes del barco.