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Volvió al interior del camarote.

Pese al estruendo del viento y el mar, oyó un ruido extraño, como un gruñido, procedente de los tablones laterales. De súbito, una erupción de agua espumosa brotó con violencia de entre la madera.

Paralizada por un instante de terror, Fidelma se quedó mirando el agua y la madera astillada; entonces agarró una manta que había sobre la cama y, con ella, trató de taponar la grieta con desesperación. Notaba la presión de la madera astillada bajo las manos. Todo se estaba mojando: su ropa, la paja del jergón, las mantas… Y el agua era tan fría que empezó a dentellar.

Gritó pidiendo ayuda, pero el fragor del viento y el mar ahogaban el sonido de su voz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado allí, rezando por que la madera no se partiera del todo. Le parecieron horas, y debido al frío estaba perdiendo sensibilidad en las manos.

Más tarde se apercibió de que alguien había abierto y cerrado la puerta del camarote. Miró por encima de su hombro y vio la figura empapada de Wenbrit, tambaleándose, con un cubo y algo más bajo el brazo.

– ¿Es grave? -gritó el chico, acercando la boca a su oído para que le oyera.

– ¡Muy grave! -respondió ella, gritando a su vez.

El chico dejó en el suelo el cubo y el resto de objetos. A continuación retiró la manta para evaluar el daño.

– El agua ha astillado los tablones del casco -dictaminó-. Voy a intentar reforzarlo y calafatearlo lo mejor que pueda. Debería resistir un buen rato.

Bajo el brazo traía varias piezas de madera, que clavó sobre la parte dañada. A continuación rellenó los huecos con hojas de avellano empapadas. El chorro de agua se redujo hasta quedar en un hilillo.

– ¡Debería aguantar hasta que pase la tormenta! -volvió a gritar Wenbrit para que la oyera-. Me temo que para entonces todos estaremos empapados. El mar no deja de embestir contra el barco y todo el mundo está ensopado.

Una hora después de irse Wenbrit, Fidelma sucumbió al agotamiento e intentó echar una cabezada en el jergón mojado. Cuando oyó un débil maullido comprendió que el señor de los ratones había estado acurrucado bajo el camastro, presa del pánico, durante el accidente. Adormilada, le susurró unas palabras para animarlo a salir y notó cómo el gato saltaba a la cama, a su lado. Su cálido cuerpo se enroscó sobre el pecho de Fidelma con un ronroneo profundo y contenido. Tener al gato sobre la ropa mojada era agradable y reconfortante, y al final consiguió quedar profundamente dormida.

* * *

El dolor fue agudo.

Las minúsculas punzadas en el pecho eran insoportables. A continuación oyó un alarido espantoso, casi humano, que Fidelma asoció con el lamento de la bean sidhe, la dama de las hadas que chilla y gimotea ante la inminencia de la muerte. Fidelma tardó en entender que Luchtighern estaba de pie sobre su pecho con el lomo arqueado, clavándole las uñas en la carne, emitiendo un penetrante gemido. Luego, el gato bajó al suelo de un salto.

La adrenalina llevó a Fidelma a incorporarse en el acto, resollando de dolor.

Vio una figura en la puerta; una figura imprecisa, y sólo fue un instante. La puerta del camarote se cerró de golpe. El barco se inclinó e hizo perder el equilibrio a Fidelma. Se hincó de rodillas y miró bajo la cama, donde vio una figura oscura; supuso que era el gato escondido. Aún oía el terrible gemido. Luego fue a la puerta y la abrió.

No había nadie. La figura había desaparecido. Aguantándose con la otra mano, cerró la puerta y miró a su alrededor, preguntándose qué habría pasado.

El gato ya no emitía aquel temible maullido. Estaba demasiado oscuro y Fidelma no veía nada, pero tenía la sensación de que no tardaría en salir el sol. El barco seguía brandando y cabeceando. Fue hasta el camastro tambaleándose y se sentó.

– ¿Luchtighern? -lo llamó con voz persuasiva-. ¿Qué te pasa?

El gato no respondió. Fidelma sabía que estaba allí porque oía sus movimientos y una respiración ronca. Supuso que tendría que esperar al alba para averiguar qué le sucedía. Desvelada, se sentó en el camastro a contemplar las primeras luces del día, sin que por ello el viento amainara. Cuando le pareció que había suficiente luz, volvió a ponerse de rodillas para mirar bajo la cama.

El señor de los ratones bufó y le echó la zarpa con las uñas extendidas. Nunca se había comportado de aquella manera.

Al oír movimiento en la puerta, Fidelma se volvió. Wenbrit entró con un recipiente de piel tapado.

– Os traigo corma ygalletas, señora -dijo, extrañado de verla de rodillas-. Hoy no se comerá al mediodía. Esto es lo más que puedo ofreceros. La tormenta no calmará antes de esta noche.

– A Luchtighern le pasa algo -explicó Fidelma-. No me deja acercarme.

Wenbrit dejó el recipiente en el suelo y se arrodilló a su lado. Luego se fijó en el hábito y señaló, diciendo:

– Parece que tenéis sangre en la ropa, señora.

Fidelma se llevó la mano al pecho y notó la textura pegajosa de la sangre.

– No veo que esté rasgada -observó el chico-. Si el señor de los ratones os ha arañado…

– ¿Podéis sacarlo de ahí debajo? Me temo que podría estar herido -lo interrumpió al ver que la sangre no venía de las marcas que le había hecho con las uñas al asustarse durante la noche.

Wenbrit se agazapó. El gato no se dejaba coger. Wenbrit consiguió acercarse al animal juntándole las patas delanteras para que no le arañara. Con palabras y sonidos tranquilizadores, el chico logró sacarlo; luego lo dejó sobre el camastro. Era evidente que algo le dolía.

– Tiene un corte -dijo Wenbrit frunciendo el ceño al examinar al felino-. Y es profundo. Todavía hay sangre en el flanco izquierdo. ¿Qué ha pasado?

Luchtighern se había calmado al comprender que no querían hacerle daño.

– No lo sé… ¡oh!

Mientras hablaba, Fidelma entendió la razón por la que se había despertado con tanto dolor esa noche. Se agachó sobre el jergón de paja y encontró lo que estaba buscando. Era el mismo cuchillo que sor Crella le había dado; el mismo que, según Crella aseguraba, Guss había colocado bajo su litera. Estaba sucio de sangre: de la sangre del señor de los ratones. Fidelma se maldijo por su estupidez. Después de llevarse el cuchillo del camarote de Crella y guardarlo entre sus bolsas, había desaparecido antes de la muerte de Toca Nia.

Wenbrit había terminado de examinar al gato.

– Tengo que llevármelo abajo para bañarlo y coserle el corte. Creo que lo han acuchillado en el flanco. Pobrecito. Ha intentado lamérselo para curarlo.

Fidelma miró al gato con compasión. Wenbrit le hacía mimos, y el gato le permitía rascarle bajo la barbilla. Empezó a ronronear.

– ¿Cómo ha ocurrido, señora? -volvió a preguntar Wenbrit.

– Creo que Luchtighern me ha salvado la vida -le dijo-. Estaba durmiendo con él enroscado en el pecho. Alguien ha entrado en el camarote. Puede que Luchtighern se despertara al entrar el asesino, que, evidentemente, no ha visto al gato. Habré tenido suerte, porque ha lanzado el cuchillo en vez de acercarse para clavármelo mientras dormía. No sé si el gato lo ha desviado al moverse o no, pero el filo le ha dado de lleno en el flanco. La reacción del gato me ha despertado y ha ahuyentado al atacante.

– ¿Habéis reconocido a esa persona? -quiso saber el chico.

– Me temo que no. Estaba demasiado oscuro.

Fidelma se estremeció al comprender lo cerca que había estado de morir por segunda vez. Luego se tranquilizó.