Calló. Reinaba el silencio. Los demás seguían mirándola con expectación, como conejos atentos a los movimientos de un zorro.
– Mi mentor, el brehon Morann, solía decirnos que nos cuidáramos de lo evidente porque en ocasiones lo evidente es engañoso. Mientras pensaba sobre ello comprendí que, a veces, lo evidente es lo evidente porque es la realidad.
»Si fuerais por un camino y apareciera alguien corriendo hacia vosotros con los ojos desorbitados, el cabello alborotado y las facciones distorsionadas, gritando y echando espumarajos por la boca; y si además esa persona enarbolara un cuchillo manchado de sangre y asimismo tuviera sangre en la ropa, ¿de qué modo percibiríais a esa persona? Podría estar gritando y tener la cara distorsionada porque la han atacado, y podría sostener el cuchillo porque acaba de cortar carne para la comida y se ha manchado la ropa por descuido. Hay muchas explicaciones posibles, pero la más evidente es que se trata de un maníaco homicida dispuesto a matar a quienes se interpongan en su camino. Y en ocasiones la explicación evidente es la correcta.
Volvió a hacer una pausa, pero tampoco hubo comentarios.
– Me temo que me he estado fijando demasiado en lo evidente sin percatarme de que era la verdad.
«Cuando recomponía los hechos, sólo había una persona vinculada a todos ellos, un denominador común que siempre estaba allí donde yo miraba. Y ese denominador común era Cian.
Cian se levantó con torpeza de su sitio; el balanceo del barco lo empujó sobre la mesa, pero evitó la caída apoyándose con una mano.
Gurvan se había levantado para colocarse tras él, con la mano sobre el hombro del monje.
Cian se sacudió para apartarlo.
– ¡Arpía! ¡No soy un asesino! Lo que te mueve a acusarme son tus celos mezquinos. Sólo porque te rechacé…
– ¡Siéntate y calla o tendré que pedirle a Gurvan que te reduzca!
El tono glacial de Fidelma atajó su arrebato. Cian se quedó inmóvil, desafiante, y ella tuvo que insistir.
– ¡Siéntate y guarda silencio, he dicho! No he terminado.
El hermano Tola miró a Fidelma con desaprobación.
– Cum tacent clamant -musitó-. Claro, si no lo dejáis hablar, su silencio lo condenará, ¿cierto?
– Podrá hablar cuando yo haya terminado y cuando sepa de qué debe hablar -aseguró Fidelma a Tola con dureza-. Es preferible hablar con conocimiento de causa que con ignorancia.
Dicho esto, miró al resto de oyentes para proseguir.
– Como iba diciendo, cuando descubrí que Cian era el denominador común de todos los asesinatos, todo empezó a adquirir sentido. -Alzó una mano para contener un segundo arranque de Cian-. Ojo, no digo con esto que Cian sea el asesino. Hasta ahora sólo he dicho que era el denominador común.
Cian puso gesto de desconcierto, al igual que todos los demás; al quedar tranquilo, volvió a sentarse.
– Si no me acusas de asesinato, ¿de qué me acusas pues? -exigió con brusquedad.
Fidelma lo miró con acritud.
– Se te puede acusar de muchas cosas, Cian, pero en este caso en concreto, no se te acusa de asesinato. Que seas o no el Carnicero de Rath Bíle ya no me preocupa. La acusación se desvaneció con la muerte de Toca Nia.
Miró a los demás, que la miraban pasmados desde sus sitios, esperando a que prosiguiera. Fidelma volvió a hacer una pausa y escrutó aquellos rostros. Cian la miraba con desafío. El hermano Tola y sor Ainder compartían un asomo de desdén, de cinismo, en el gesto. Sor Crella y sor Gormán tenían la vista baja. La expresión del hermano Bairne era la misma que la de un animal enjaulado; sus ojos miraban aquí y allá, como buscando una salida por donde escapar. El hermano Dathal inclinaba el cuerpo hacia delante, mirándola a los ojos casi con entusiasmo, como si disfrutara de antemano de lo que Fidelma se disponía a revelarles. Su compañero, Adamrae, tenía la vista puesta sobre la mesa e, impaciente, tamborileaba con los dedos sin hacer ruido, como si la reunión lo aburriera.
– No hay necesidad de deciros, por supuesto, que está sentado entre nosotros un peligroso asesino.
– Eso es más que lógico -afirmó el hermano Dathal, asintiendo con ansias-. Pero, ¿quién es, si no es el hermano Cian? ¿Y por qué os habéis referido a él como el denominador común?
– Conocéis al asesino desde que partisteis del norte en peregrinación -prosiguió Fidelma haciendo oídos sordos a las preguntas de Dathal-. La primera víctima del asesino fue sor Canair.
Sor Ainder inspiró profundamente y exigió:
– ¿Cómo es posible que sepáis eso? Sor Canair sencillamente no se presentó cuando el barco tenía que zarpar con la marea. ¿Qué os hace pensar que la han matado?
Hubo un murmullo de asentimiento.
– Porque hablé con alguien que vio el cuerpo. El hermano Guss lo vio, así como Muirgel.
Cian soltó una risotada sarcástica.
– Qué oportuno, ¿verdad?, ahora que Muirgel y Guss están muertos y no pueden apoyar esa afirmación.
– Cierto, muy oportuno -coincidió Fidelma-. Muirgel también fue asesinada, mientras que el hermano Guss… -Se encogió de hombros-. En fin, todos sabemos qué paso. Cayó al agua a causa del miedo.
Todas las miradas se volvieron a sor Crella.
– Sólo había una persona de la que Guss se apartó por miedo antes de morir -comentó el hermano Dathal.
Sor Crella estaba quieta en su lugar, hipnotizada como un conejillo aterrado. Presentaba una palidez cadavérica y sólo era capaz de mover la cabeza de un lado al otro, como si negara.
– ¿Sor Crella? -preguntó el hermano Tola con los labios apretados y gesto pensativo-. Supongo que tiene sentido. Hay rumores de que estaba celosa de Muirgel.
– El hermano Guss me contó que estaba convencido de que sor Crella era quien había matado a Muirgel -intervino Cian, encantado de que el peso de la responsabilidad se hubiera trasladado a otro.
– ¿Celos? ¡Lujuria! -exclamó sor Ainder con desdén-. El peor de los pecados.
Sor Crella se echó a llorar con timidez. Fidelma pensó que debía intervenir otra vez.
– Sor Crella sólo fue la causa involuntaria de la muerte del hermano Guss -reveló-. Por desgracia, el hermano Guss tenía la inquebrantable convicción de que Crella era la culpable. Era joven y temeroso… y no olvidéis que había visto lo que había hecho el asesino con Canair y con Muirgel. Temía por su vida; era un hombre desesperado cuyo pavor le llevó a perder la razón. Cuando Crella se acercó a él, pensó que iba a atacarle, se apartó por miedo y acabó cayendo por la borda. Crella no causó su muerte, sino la persona que provocó en él ese miedo a morir.
Un largo silencio volvió a dominar la sala. Con los ojos arrasados en lágrimas, sor Crella miraba fijamente a Fidelma sin acabar de entender lo que había dicho, salvo que no la estaba acusando.
– ¿Os estáis burlando de nosotros, hermana? -saltó sor Ainder, colérica-. Acusáis a la ligera y luego absolvéis como si nada. ¿Qué pretendéis? ¿No podéis decirnos sencillamente qué motivo impulsó a cometer estos crímenes y quién es el responsable?
Fidelma mantuvo un tono impasible, como si hablara del tiempo.
– Vos misma me disteis el motivo.
Sor Ainder pestañeó.
– ¿Qué?
– Vos me dijisteis… que era uno de los siete pecados capitales. -Fidelma calló para que asimilaran sus palabras antes de proseguir-. En toda investigación, la primera pregunta que uno debe plantearse es la que Cicerón hizo una vez a un juez romano. ¿Cui bono?¿Quién se beneficia? ¿Qué razón hay?