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– ¿Insinuáis que la razón fue la lujuria? -interrumpió el hermano Tola en un tono cargado de irrisión-. ¿Cómo se puede atribuir a la lujuria la muerte del guerrero de Laigin, Toca Nia? A mí me parece evidente que murió a causa de su acusación contra Cian. Sólo Cian se beneficiaba con su muerte.

Era indiscutible que Tola no podía sufrir a Cian y viceversa.

– Lleváis razón -asintió Fidelma con serenidad-. Toca Nia murió para proteger a Cian.

Cian fue a levantarse de nuevo, pero Gurvan lo empujó para sentarlo otra vez.

– Así que, al final, resulta que me estás acusando -dijo con amargura-. Yo no…

– ¿No lo mataste? -interrumpió Fidelma sin alterarse-. No, no lo hiciste. He dicho que lo mataron para protegerte; no he dicho que lo hubieras matado tú. Pero la causa de la muerte de Toca Nia es la misma que la de las muertes de Canair y Muirgel, así como el de los dos intentos de acabar con mi vida.

– ¿Dos? -preguntó el hermano Dathal, extrañado-. ¿Alguien os ha intentado matar dos veces?

– Oh, sí -confirmó Fidelma-. Anoche hubo un segundo intento en mi camarote durante la tormenta. Le debo mi vida a un gato.

No se molestó en dar más explicaciones. Habría tiempo de sobra más adelante.

– ¿De manera que hay un solo asesino y una sola razón? ¿Eso estáis diciendo? -preguntó Murchad para cerciorarse de que seguía el razonamiento.

– La razón en cuestión es la lujuria -confirmó-. O más bien, diría, la convicción que el asesino tenía de estar enamorado de Cian hasta el extremo de perder la razón y obsesionarse con que debía protegerlo y eliminar a cualquiera que intentara ganarse su amor.

Cian se echó hacia atrás, pálido y tembloroso.

– No entiendo lo que estás diciendo.

– Si Toca Nia te hubiera hecho daño, le habrías sido negado a esa persona, que te quería para ella sola.

– Sigo sin entenderlo.

– Es muy fácil. He dicho que eras el denominador común. ¿No fuiste amante de Canair y de Muirgel varias veces?

Cian la miró con desafío y dijo sin más:

– No lo negaré.

– Y ha habido diversas mujeres más cuyo afecto te ganaste para satisfacer un apetito insaciable de doncellas. ¿Tratabas de resarcirte acaso por lo que te había hecho Una? -Fidelma no pudo evitar hurgar maliciosamente en la herida.

– Una no tiene nada que ver con eso -aseguró Cian.

Sor Gormán se inclinó hacia delante con desasosiego.

– ¿Quién es Una? En Moville no había ninguna sor Una.

– Una era la mujer de Cian. Se divorció de él alegando que era estéril -explicó Fidelma con una sonrisa implacable-. Tal vez Cian trataba de compensar ese hecho tan degradante acostándose con cuantas jóvenes pudiera.

La cólera asomaba al semblante de Cian.

– Maldita…

– Una de esas amantes no soportaba la idea de que hubieras amado a otras -prosiguió Fidelma-. A diferencia de la mayoría de amantes, esta persona estaba desequilibrada. O, mejor dicho, los celos la habían enloquecido. Ni siquiera intuías el hervidero de celos y odio que estabas avivando. Tuviste suerte, Cian, de que ese odio no se proyectó contra ti, sino contra tus amantes.

Cian se quedó inmóvil de pronto, como si Fidelma hubiera echado una jarra de agua fría sobre su ira. Estaba sentado con la boca a medio abrir y parecía estar atando cabos, pensando en lo que Fidelma estaba explicando.

El hermano Tola se inclinó hacia ella:

– Si os he entendido bien, mataron a Toca Nia porque amenazaba a Cian; y esa persona, movida por la locura, resuelta a proteger a Cian, sencillamente veía al guerrero de Laigin como una amenaza que debía eliminar, como había eliminado a sus amantes.

– Esa persona quería a Cian para ella sola -corroboró Fidelma.

– Aparte de Crella, no he estado con nadie más -aseguró Cian-, salvo con…

Miró a Fidelma con grandes ojos de sospecha, que reflejaron un vislumbre de pavor.

Fidelma se rió de buena gana al entrever qué estaba pensando Cian. Que él pudiera acusarla era harto irónico, pero lo cierto era que su arrogancia natural le hacía creer que ella seguía sintiendo lo mismo por él después de tantos años.

– Debo confesar que a los dieciocho años yo misma podría haber sido víctima de esa misma locura -reconoció a los presentes-. El amor intensifica esos sentimientos, y a veces no somos lo bastante maduros para poder controlarlos. Así es, en este caso debemos considerar la inestabilidad de la juventud. Pero te engañas, Cian, si crees que todavía puedes inspirarme tales sentimientos. Ni siquiera me inspiras compasión.

El hermano Dathal, devorado por el ansia y la curiosidad, preguntó:

– No es posible que vos fuerais amante de Cian, hermana.

Fidelma hizo una mueca de resignación.

– Sí, a mí también me engatusó siendo una joven alumna en la escuela del brehon Morann. -Miró con ojos pensativos a Cian-. Fue una historia entre dos jóvenes inmaduros -añadió con una malicia sorprendente incluso para ella misma-. Pero yo maduré. Y Cian no.

– Bueno, ¿y cómo iba a saberlo esa amante enloquecida? -preguntó el hermano Dathal, intrigado-. Si lo vuestro sucedió hace diez años, mucho tiempo antes de que Cian se uniera a los monjes de Bangor y mucho antes, seguramente, de que ninguno de nosotros lo conociera.

Fidelma le lanzó una mirada de apreciación.

– Hacéis una buena pregunta, hermano Dathal. Cuando subí a bordo, todos reparasteis en que yo conocía a Cian desde hacía tiempo. Una persona en concreto se interesó más que los demás. Esa misma persona nos oyó a Cian y a mí discutir de nuestra insignificante historia.

De repente Fidelma se volvió hacia Cian.

– Creo que tú eres capaz de arreglártelas solo. Tú mismo admitiste que habías tenido relaciones con Canair, Muirgel y Crella.

No había acabado de hablar cuando el hermano Bairne, sentado frente a Cian, saltó por encima de la mesa. Empuñaba un cuchillo.

– ¡Canalla! -exclamó, agarrando a Cian por el pescuezo y esgrimiendo el arma.

Gurvan se inclinó sobre Cian y sujetó la muñeca de Bairne. Rápidamente la dobló hacia atrás con un golpe doloroso. Dando un alarido, el hermano Bairne abrió los dedos y el cuchillo se desplomó sobre la mesa con un ruido. El hermano Tola tuvo el aplomo de recogerlo y entregarlo a Murchad.

El hermano Bairne no podía competir con un hombre musculoso y fornido como el marinero bretón. Mientras forcejeaban, Cian se escabulló de entre ellos; Gurvan empujó al monje colorado y frenético sobre la mesa y le retorció el brazo tras la espala. De pronto el joven monje cedió, como si toda su fuerza le hubiera abandonado.

Fidelma lo miraba con desaprobación.

– Eso ha sido una insensatez, hermano Bairne, ¿no os parece?

– ¡Lo odio! -gimoteó el joven.

– ¿Lo odia y a la vez lo desea? -preguntó sor Ainder, horrorizada-. ¡No comprendo nada!

– Hermano Bairne, explicad por qué odiáis al hermano Cian -lo invitó Fidelma sin perder la paciencia.

– Odio a Cian por quitarme a Muirgel.

Cian se rió con dureza.

– ¡Qué locura! Muirgel nunca fue tuya para que yo te la quitara, jovenzuelo.

– ¡Canalla! -volvió a gritar Bairne, inmóvil todavía bajo la fuerza de Gurvan.

Sor Crella había recuperado el ánimo.

– Cian dice la verdad. Muirgel no quería nada con Bairne. Le parecía excéntrico, un soñador afeminado. Y es cierto, mantuvo una relación con Cian.