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Éste asintió y explicó:

– Pero Muirgel y yo acabamos nuestros amores justo antes de partir de Moville. Muirgel había encontrado a otro y yo estaba con Canair. Es tan sencillo como eso. Muirgel me dijo que, aunque parecía increíble, se había enamorado de Guss.

– ¿De Guss? -Crella lo miraba, confusa-. ¿Eso es verdad? No es posible.

Se llevó una mano a la mejilla, horrorizada, negándose a aceptar la relación de su amiga con el joven.

– Es verdad -corroboró Fidelma-. Muirgel lo amaba realmente; sólo os lo impedía creer vuestro rechazo por Guss. Que os negarais a aceptar que Muirgel estaba enamorada de Guss me hizo sospechar de él pero, al mismo tiempo, la antipatía que sentíais por él (y que él entendió como celos) le llevó a creer que vos erais la asesina… de ahí que os temiera tanto y, en consecuencia, cayera al agua.

El hermano Tola movía la cabeza, perplejo.

– Sigo sin entender por qué el hermano Bairne mató a Toca Nia si, como dice, odiaba a Cian. Es más, Toca Nia era la respuesta a los deseos de Bairne, habría sido el mejor modo de acabar con Cian, ¿no?

Fidelma se impacientaba.

– No os dais cuenta. Bairne no ha matado a nadie. No es lo bastante capaz. ¡Mirad qué poco convincente ha sido este único intento! Permitid que retome lo que estaba diciendo antes de que Bairne montara este escándalo. Decía que Cian es capaz de arreglárselas solo. Ha reconocido haber mantenido una relación con Canair y otra con Muirgel. Incluso ha admitido que tuvo una aventura con Crella. Pero hay alguien más en este barco con quien tuvo otra aventura, la única persona que nos oyó discutir sobre nuestros asuntos de juventud.

Sor Gormán se había levantado de la mesa, pues Cian la miraba cada vez más horrorizado por la avalancha de recuerdos. Gormán no mostraba reflexión ni culpa en su semblante, sino desafío, y sus ojos tenían un brillo especial. Avanzó el mentón con un gesto agresivo. Soltó una carcajada histérica, un golpe de risa agudo y satisfecho, un tono rayano en el triunfo malévolo. Mirando a Gormán, Fidelma se acabó de convencer de que estaba inequívocamente loca.

La muchacha los miraba a todos con desafío.

– No he cometido crimen alguno -dijo con desdén-. ¿Acaso no está en el Génesis?

Por una herida mataré a un hombre,

Y a un joven por un cardenal.

Si Caín sería vengado siete veces,

Yo lo seré setenta veces siete.

Fidelma la corrigió con cortesía.

– Estáis citando la canción de Lamec, hijo de Matusael, cuya eterna sed de venganza fue transformada por las palabras de Jesús. ¿Recordáis lo que Jesús dijo a Pedro según el Evangelio de san Mateo?: «Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: "Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?". Dícele Jesús: "No digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"». Que la sombra de Lamec muera con su venganza, Gormán.

La joven religiosa la miró enfurecida.

– No te pases de lista conmigo, ¡ramera de Babilonia! A ti también te habría matado, pero te has salido con la tuya las dos veces. Aun así serás castigada: «… Y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús».

– ¡Esta niña está delirando! -murmuró sor Ainder con inquietud, levantándose a la vez para apartarse de ella.

Murchad lanzó una mirada interrogante a Fidelma, como para preguntarle qué debía hacer.

Cian se había tranquilizado y estaba sentado con las manos sobre la mesa, mirando a la chica con absoluta indiferencia.

– Gracia a Dios que este asunto está resuelto -dijo a nadie en particular-. Esa demencia no tiene nada que ver conmigo. Yo no soy el responsable de su locura. Dominus illuminatio… En fin, yo sólo me acosté con ella una vez.

Sor Gormán giró sobre sus talones hacia Cian con los ojos encendidos.

– Pero lo hice por ti, por ti… ¿no lo comprendes? ¡Lo hice para salvarte! ¡Para que pudiéramos estar juntos!

Cian sonrió con suficiencia.

– ¿Por mí? -se mofó-. Estás loca. ¿Qué te hizo pensar que querría algo más contigo después de esa noche? Las mujeres os empeñáis en hacer de todas las cosas una propiedad permanente.

Sor Gormán se echó hacia atrás, como si la hubieran abofeteado. Una expresión de perplejidad invadió su semblante por completo.

– No es posible que estés hablando seriamente. Esa noche me dijiste que me amabas.

Su voz se había vuelto un suave lamento.

Fidelma sintió que la invadía la compasión al tiempo que los recuerdos de juventud regresaban a su mente.

– Cian sólo ama a Cian, Gormán -dijo con severidad-. Es incapaz de amar a nadie más. Y en cuanto a ti, Cian, puede que afirmes que no eres el responsable de esas atrocidades, y tendrás razón en lo que respecta a la ley. Sin embargo, la ley no siempre es justa. No puedes desentenderte de la responsabilidad moral con la que cargas. Tu egoísmo, tu habilidad para manipular las emociones ajenas, sobre todo las de las mujeres, son una responsabilidad que te incumbe. Tarde o temprano tendrás que responder por ella.

Cian se ruborizó, molesto por sus palabras.

– ¿Qué tiene de malo aprovechar los placeres que te brinda la vida? ¿Acaso nos hemos convertido todos en ascetas católicos, retirados en el desierto como ermitaños? ¿Por qué no podemos seguir gozando de la vida?

El semblante de Tola reflejaba su furia.

– No matarás es un mandamiento del Señor. La mujer está condenada, pero vos, Cian, vos habéis sido el causante de esta locura y habréis de ser condenado con ella.

– ¿Y bajo la ley de quién? -se mofó Cian-. No me aleccionéis con vuestra moral intolerante. No viene al caso.

Gormán estaba de pie encorvada como un perro al que han azotado; se abrazaba a su propio cuerpo, como si ello la reconfortara. Se balanceaba adelante y atrás sobre sus talones, sin dejar de sollozar.

– Lo hice por ti, Cian -se lamentaba entre susurros-. Muirgel… Canair… Hasta he matado a Toca Nia para protegerte de esa infame acusación. La habría matado también a ella… a Fidelma… y luego a Crella. Ambas querían hacerte daño. Había que protegerte. Sin ellas podríamos haber estado juntos. Estorbaban nuestra felicidad.

Fidelma le habló con suavidad, casi con amabilidad.

– ¿Podríais decirnos cómo matasteis a sor Canair? Yo conozco parte de la historia por Guss, pero me gustaría saber el resto. ¿Nos lo podéis contar?

Gormán soltó una risilla. Era un sonido espeluznante, pues era la risa de una niña inocente.

– Él me amaba. Cian me amaba…, lo sé. «¡Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordias y piedades, y yo seré tu esposo, en fidelidad…!»

Fidelma recordaba las palabras vagamente. Debían de ser del libro de Oseas. En aquel viaje se habían citado muchos pasajes de Oseas.

– Aunque él ahora lo niegue, me amó del mismo modo que yo le amé. Nos habríamos casado si…, si las otras no lo hubieran atrapado con su lujuria y…, y…

Cian se encogió de hombros tímidamente.

– Es obvio que está trastocada -murmuró-. Yo me lavo las manos en este asunto.

– ¡Gormán! -gritó Fidelma, volviéndose con brusquedad a la muchacha-. Cuéntanos qué pasó con Canair. ¿Cuándo la mataste?