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Por alguna razón, el tono intimidatorio de Fidelma hizo volver a Gormán de las tinieblas en las que se estaba adentrando y tuvo un momento de lucidez.

– La noche antes de zarpar, la maté en la posada de Ardmore.

Hizo la confesión con frialdad, sin emoción en la voz, sin moverse, sin sentimiento en los ojos que miraban a Cian.

– ¿Sólo porque Canair mantenía relaciones con Cian? -intervino el hermano Tola.

Con una sonrisa perturbadora, la muchacha recitó:

Y se fue tras ella entontecido,

Como buey que se lleva al matadero,

Como ciervo cogido en el lazo,

Hasta que una flecha le atraviesa el hígado.

O como pájaro que se precipita en la red,

Sin saber que le va en ello la vida…

– ¡Deja ya esas tonterías! -exclamó Cian-. Estoy harto ya de esas divagaciones absurdas.

Sor Ainder se inclinó hacia delante y lo reprendió con una mirada glacial.

– El libro de los Proverbios no es ninguna tontería, hermano Cian. No sois digno de escuchar esas palabras ni de vestir el hábito religioso.

– ¿Creéis que me gusta tener que llevar estos ridículos harapos? -le espetó Cian.

– Cuanto hoy he oído me repugna -replicó sor Ainder-. Pienso relatar hasta el último detalle al abad de Bangor. Cuando regreséis a la abadía, haré que os excomulguen con el ritual más solemne, si ello me es posible.

– Si es que regreso a Bangor -retó Cian con desdén.

Entretanto, sor Gormán había seguido hablando como ajena a cuanto la rodeaba.

Fidelma se inclinó hacia delante para preguntarle con lentitud y claridad:

– ¿Por qué matasteis a sor Canair?

– Canair lo sedujo y lo apartó de mí -respondió con timidez-. Tenía que morir.

Cian abrió la boca para quejarse, pero Fidelma le hizo una seña para hacerlo callar y volvió a preguntar a la muchacha:

– ¿Cómo sucedió? Por lo que sé, Canair se separó del grupo antes de llegar a Ardmore, y el grupo se dirigió a la abadía de St. Declan para pasar la noche. Vos fuisteis con ellos, ¿no?

– Oí a Canair hablar con Cian para citarse con él en la posada más tarde.

– ¿Fuiste a la posada, Cian?

No respondió.

– ¿Te encontraste con Canair? -insistió Fidelma.

Al fin Cian asintió sin decir nada, como si fuera reacio a reconocerlo.

– ¿Y qué sucedió luego?

– Llegué a la posada cuando aún había gente despierta. No sabía si Canair había llegado, y mientras aguardaba fuera, vi llegar a Muirgel y a Guss. Por su forma de comportarse, parecía que pretendían hacer lo mismo que Canair y yo -relató Cian, y aspiró aire por la nariz-. Eso no era cosa mía. Como ya he dicho, mi relación con Muirgel había terminado hacía tiempo.

– Prosigue -le acució Fidelma cuando Cian se detuvo.

– Esperé. Se hizo tarde y, como Canair no apareció, decidí regresar a la abadía. Eso es todo.

Fidelma aguardaba con expectación.

– ¿Y dices que eso es todo? -preguntó Fidelma con cierta incredulidad.

– Regresé a la abadía -repitió Cian-. ¿Qué iba a hacer si no?

– ¿No te preocupaste al ver que Canair no acudió?

– Era lo bastante mayor para decidir si presentarse o no.

– ¿No te pareció extraño que Canair tampoco apareciera al día siguiente en el muelle para tomar el barco? ¿Por qué no diste la voz de alarma?

– ¿Qué voz de alarma? -preguntó a la defensiva-. Canair no acudió a la cita ni al muelle. ¿Qué le iba a hacer yo? Era su decisión. Yo no tenía idea de que la hubieran matado.

– Pero… -Por una vez Fidelma quedó sin palabras ante el egocentrismo de Cian.

– Además, ¿qué alarma iba a dar y a quién? -añadió.

Fidelma se giró hacia Gormán.

– ¿Puedes contarnos qué sucedió en la posada?

Gormán la miró con ojos apagados y perdidos.

– Yo estaba allí como la mano derecha de la venganza de Dios. La venganza es…

– ¿Fuiste allí para matar a Canair? -la interrumpió Fidelma con firmeza.

– Canair fue a la posada. Yo me escondí entre las sombras. Se quedó en la puerta un rato, mirando, esperando a Cian, pero él ya había regresado a la abadía. Lo sé porque lo vi marcharse. Entonces Canair se decidió a entrar. Le oí preguntar si alguien había inquirido por ella, o si algún monje había cogido una habitación. Se le dijo que una mujer y un hombre, ambos religiosos, habían cogido una habitación, pero cuando se los describieron, perdió interés. Yo permanecí escondida para escuchar. Al final, Canair cogió una habitación y subió. Yo esperé en el patio de la posada, pensando en qué hacer. Entonces vi una luz en una ventana de la planta superior, y luego a Canair asomada, con la esperanza de que Cian se presentara. Yo volví a esconderme en la penumbra. Ella no me vio.

De repente, Gormán revivió, siguió narrando la historia con ánimo renovado y un malévolo gesto de júbilo.

– Esperé un rato y luego, cuando la posada quedó en silencio, entré. Fue bastante fácil.

– Maldita sea la ley que prohíbe a los posaderos cerrar el local para no impedir la entrada a los viajeros que quieran reposar -susurró sor Ainder-. Esa misma ley nos deja desprotegidos.

La muchacha seguía hablando sin prestarle atención.

– Subí a la habitación de Canair. La ramera dormía y la maté. Luego me fui del mismo modo que entré, en silencio.

– ¿Por qué os llevasteis el crucifijo? -preguntó Fidelma mostrando la cruz que había caído de la mano de Muirgel cuando murió.

Gormán volvió a soltar la misma risilla.

– Es que era… tan bonito. Tan bonito.

– ¿Y luego regresasteis a la abadía?

– A la mañana siguiente, Muirgel y Guss estaban en la abadía, desayunando como si no hubieran pasado la noche fuera. Pensé que ya tendría ocasión de castigar a Muirgel. Y así lo hice.

– Y así lo hicisteis -repitió Fidelma-. ¿De modo que el cuerpo de Canair se quedó en la posada, supuestamente sin que nadie lo descubriera hasta después de que el barco zarpara?

Su comentario no iba expresamente dirigido a Gormán, y Murchad respondió.

– Eso parecería -dijo rascándose la nuca-. Yo conozco a Colla, el dueño de la posada. Si él hubiera descubierto el cadáver habría dado la voz de alarma enseguida.

– Muirgel y Guss estaban en la habitación de al lado y oyeron los gemidos agonizantes de Canair. Eso me contó Guss -explicó Fidelma-. Vieron su cuerpo y tomaron la necia decisión de regresar a la abadía sin decir nada. Pero al subir a bordo, Muirgel vio a Gormán con el crucifijo de sor Canair. Muirgel supo por qué Gormán había matado a Canair y descubrió que ella iba a ser la próxima en caer. Por esta razón fingió, primero, que estaba mareada y, luego, que había caído al agua. Pero Gormán se la encontró cuando salía del camarote de Guss y la mató. Muirgel cogió el crucifijo que Gormán le había quitado a sor Canair. Muirgel seguía con vida cuando la hallé, e intentó avisarme… pero sólo consiguió darme el crucifijo de Canair.

– De modo que Canair, Muirgel y Toca Nia fueron víctimas de esa locura -murmuró sor Ainder-. Las mujeres porque tuvieron la desgracia de ser seducidas por este… -señaló a Cian con la cabeza-, este infeliz degenerado, y el guerrero de Laigin porque acusaba a Cian de una conducta y unos crímenes graves y esta pobre trastornada lo consideraba otra amenaza. ¿Qué locura y qué maldad es ésta, hermanos?

Cian se levantó, enfadado.

– ¡Tengo la impresión de que me culpáis a mí en vez de culpar a esta idiota arpía!