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Gormán volvió a echar el cuerpo atrás como si la hubieran atacado físicamente.

Pues lejos de mí, te subiste y subiste a tu lecho,

Lo ensanchaste y te prostituíste con aquellos

Cuyo comercio deseaste, compartiendo su lecho.

Y cometiste innumerables actos de fornicación

Encendido de concupiscencia…

Entonces se llevó la mano al interior del hábito, sacó algo y lo lanzó. Murchad, de pie junto a Cian, reaccionó con rapidez y lo empujó a un lado. Un cuchillo se clavó en un bao de madera justo detrás de Cian.

Con un grito de furia por haber fallado, Gormán aprovechó la confusión y la vacilación del momento para salir del camarote y huir por la escalera de cámara a la cubierta superior.

Fidelma fue la primera en reaccionar, y echó a correr tras ella con Murchad a la zaga.

– No os preocupéis, señora -le dijo-. No tiene adónde huir. Estamos en medio del océano.

– Lo que me preocupa no es que huya -respondió Fidelma-, sino el daño que pueda hacerse a sí misma. La locura no conoce lógica.

Cuando aparecieron a toda prisa en la cubierta, Drogan, de pie en la espadilla, les gritó señalando hacia arriba.

Miraron hacia donde les indicaba.

Gormán ascendía peligrosamente por las jarcias, a una altura de más de seis metros.

– ¡Deteneos! -gritó Fidelma-. ¡Gormán, deteneos! No tenéis salida. -La chica seguía subiendo por los cabos oscilantes.

– Gormán, bajad. Este problema tiene solución. Bajad. Nadie os hará daño.

Mientras se oía decir esto, Fidelma era consciente de lo vacuas que sonaban sus palabras, incluso para una persona con la mente perturbada.

Murchad, que estaba a su lado, le tocó un brazo y movió la cabeza.

– El viento le impide oíros desde allí.

Fidelma continuaba mirando hacia arriba. El cabello y la ropa de la muchacha ondeaban con la fuerza del viento. Murchad tenía razón. No había manera de que sus voces llegaran hasta ella.

– Voy a subir -se ofreció Fidelma-. Alguien tendrá que bajarla.

Murchad le puso una mano encima.

– No conocéis los peligros de subirse a la jarcia con ese viento. Yo subiré.

Fidelma vaciló y luego retrocedió, pues se dio cuenta de que haría falta alguien más experto que ella para bajar de allí a aquella joven desquiciada.

– No la asustéis -aconsejó al capitán-. Está completamente fuera de sí y no se sabe de qué es capaz.

Murchad adoptó un gesto grave.

– No es más que una niña.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: si un perro cuerdo a un perro loco se enfrenta, es seguro que del cuerdo será mordida la oreja.

– Tendré cuidado -le aseguró y miró a lo alto de la jarcia.

Apenas se había acercado a ésta cuando sor Ainder profirió un grito inarticulado de advertencia que hizo mirar a Fidelma hacia arriba.

Gormán había perdido el equilibrio y estaba colgada, agarrándose con desesperación a las cuerdas con una mano y tratando de agarrar la jarcia con la otra.

– ¡Aguanta! -la animó Fidelma, pero su voz se iba con el viento.

Murchad también la había visto resbalar y se lanzó jarcia arriba. Apenas había ascendido un metro cuando Gormán se soltó y cayó contra la cubierta con un pavoroso golpe seco.

Fidelma fue la primera en acercarse a ella.

No fue necesario tomarle el pulso, pues era evidente que la joven se había desnucado en la caída. Fidelma se inclinó para cerrar aquellos ojos vidriosos, al tiempo que sor Ainder entonaba una oración de difuntos.

Murchad bajó a la cubierta y se unió al grupo.

– Lo lamento -dijo resollando-. ¿Está…?

– Sí, está muerta. No es vuestra culpa -respondió Fidelma, poniéndose en pie.

Cian miraba el cuerpo de la muchacha por encima del hombro del hermano Dathal.

– Bueno -dijo con alivio-. Ya está.

CAPÍTULO XXII

Fidelma permanecía parada en el muelle, al cálido sol otoñal, inhalando las exóticas fragancias de aquel puerto humilde y pintoresco levantado al socaire de un antiguo faro romano conocido como la Torre de Hércules. El Barnacla Cariblanca estaba amarrado cerca. Los demás pasajeros se habían dispersado tierra adentro para proseguir la peregrinación al Santo Sepulcro de Santiago. Fidelma no había querido seguir con ellos, alegando la excusa de que debía escribir un informe de la travesía al jefe brehon de Cashel para que Murchad pudiera llevárselo a su regreso a Éireann.

Una hora antes de que el Barnacla Cariblanca arribara al puerto de la costa noroeste de el reino de los suevos -acaso uno de los puertos de donde Golamh y los hijos de Gael partieron rumbo a Éireann un milenio atrás- se había representado el desenlace de la historia.

Cian había vuelto a desaparecer, pero esta vez con sor Crella. A Fidelma no le sorprendió.

– ¿Recordáis cuando Cian huyó del barco a la isla de Uxantis? -preguntó a Murchad-. Era evidente que necesitó ayuda.

El capitán estaba confuso, y así lo dijo.

– Era evidente que un hombre con un brazo inutilizado no habría podido llegar a remo a la isla con un esquife, y mucho menos devolverlo al barco.

Murchad se disgustó por no haber caído en la cuenta.

– No se me había ocurrido.

– Tuvo que tener un cómplice. Persuadió a Crella para que lo ayudara, del mismo modo que la ha persuadido ahora. Quizá debiera haberla advertido del riesgo al que se expone enredándose con Cian, aunque dudo que me hiciera caso. Siempre ha sido hábil con las mujeres. Sería capaz de embelesar a los pájaros.

– ¿Y adónde irán ahora? Porque a Éireann no pueden volver.

– ¿Quién sabe? Puede que Cian prosiga el viaje en busca de Mormohec el médico para comprobar si su brazo puede sanar. O puede que no. Quien me da pena es Crella. Un día se encontrará con una sorpresa desagradable.

– ¿Qué la ha hecho volver con Cian si él ya la había dejado en una ocasión? -preguntó Murchad.

– Quizá no haya aprendido que si a uno le muerde un perro, debe cuidar que no le vuelva a morder. Él se desembarazará de ella cuando no la necesite. No creo que volvamos a verlo en Éireann, pero no porque sienta culpa alguna por cuanto ha sucedido en este viaje. Su arrogancia no le permitiría reconocer ninguna culpabilidad. Evitará su tierra natal para no tener que toparse con cualquier otro testigo que pueda acusarlo de ser el Carnicero de Rath Bíle.

– ¿Y quedará libre e impune?

– En estos casos suele ocurrir que el verdadero culpable queda libre, mientras que aquellos a los que ha utilizado o los más inocentones acaban recibiendo el castigo.

Poco después, el grupo de peregrinos que quedaban había partido del puerto con el hermano Tola a la cabeza. Fidelma contempló la marcha: con el hermano Tola y sor Ainder iban a su pesar el hermano Dathal y el hermano Adamrae, así como el hermano Bairne, que parecía tan reacio a acompañarlos como los otros a tenerlo entre ellos. Al parecer, el perdón no era una característica de la fe compartida por aquel pequeño grupo.

Fidelma se quedó por el puerto mientras se reparaban los daños que la tormenta había causado al Barnacla Cariblanca. Se alojó en una posada pequeña con vistas al puerto. Allí descansó, volvió a acostumbrarse a estar sobre suelo firme y aprovechó para escribir el informe. Cuando supo que el Barnacla Cariblanca se preparaba para largar las velas, bajó al muelle.

Subió a bordo para despedirse, sobre todo del señor de los ratones, al que le regaló pescado que había comprado en el puerto. El gato cojeaba un poco, pero se recuperaba bien de la cuchillada. Se dejó acariciar y ronroneó un poco antes de atender asuntos más importantes como el pescado que Fidelma le había dejado en el suelo, delante de él.